sábado, 15 de septiembre de 2012

Aprender de la experiencia





Lo que nos da la experiencia a todos, inexorablemente, son años. Pero no nos da automáticamente sabiduría. Un cosa es lo que nos sucede y otra lo que pensamos y sentimos acerca de eso que nos sucede. Hechos similares hunden a algunas personas y a otras las fortalecen.


Las personas inteligentes aprenden siempre. Las otras pasan por la vida sin enterarse de nada e, incluso, tratando de enseñar a todo el mundo. Todos conocemos a personas mayores que han ido haciéndose cada día más sabias a través de la experiencia. Y a otras que se han ido progresivamente cerrando al aprendizaje. Para que la experiencia se convierta en sabiduría hacen falta, a mi juicio, algunas exigencias:


Querer aprender. Para poder aprender hace falta partir del presupuesto de que se puede hacerlo. En parte porque no lo sabemos todo y, en parte, porque hay otras personas y situaciones de las que podemos aprender. No sé donde he leído un pensamiento del gran pintor Miguel Angel Buonarroti, cuando ya era un consumado y afamado artista: “Todavía estoy aprendiendo”.

Saber observar. Todos conocemos personas que pasan por la vida sin ver nada. Todo habla, pero ellas no escuchan. Para observar hace falta abrir los ojos y ver. Pero hace falta algo más: tener teorías que ayuden a interpretar. Si veo un partido de cricquet y no conozco las reglas que lo rigen, no entenderé nada de lo que sucede, aunque lo esté viendo desde una posición privilegiada.

Saber escuchar. Para aprender hay que escuchar. No es fácil hacerlo, aunque lo parezca. Es una tarea que, para hacerla bien, nos puede ocupar la vida entera. A la persona a quien vi escuchar con más perfección fue a Carl Rogers. El decía: “si un ser humano te escucha, estás salvado como persona”. Hay que aprender a escuchar.

Hacerse preguntas. Solo cuando se formulan preguntas se pueden buscar respuestas. Hay que hacerse preguntas constantemente. Hay que poner en tela de juicio lo que hacemos. Hay que cuestionarse lo que parece claro e indiscutible.

Reconocer los errores. Se puede aprender de los errores. Hay quien lo sabe hacer y hay quien no. La primera exigencia es reconocer el error. Si pensamos que estamos exentos de cometerlos, si creemos que no podemos equivocarnos, nunca aprenderemos. En segundo lugar hay que saber por qué se ha cometido, cuál ha sido la causa del mismo. Y en tener lugar, hay que tener voluntad de no repetirlo. No es humillante reconocer los errores. Lo triste es ignorarlos o negarlos y empecinarse en ellos.

Hacer autocrítica. No hay aprendizaje sin autocrítica. Existe una peligrosa utilización de la lógica. Llamo a este mecanismo lógica de autoservicio. Se trata de una forma de manejar los hechos y su interpretación con el fin de defender aquellas ideas y comportamientos que nos interesan. Hay que romper esa lógica para poder aprender.

Abrirse a las críticas. Las críticas suelen ser un excelente camino para el aprendizaje. Las críticas requieren del poder la generación de un clima en el que se pueda expresar libremente la opinión. No toas las críticas son certeras y bienintencionadas. Hay que saber valorar. Criticar no es demoler, es discernir.

Leer incesantemente. Y leer con criterio y actitud crítica. Hay que leer sobre historia, sobre cultura, sobre política. Es muy importante saber seleccionar las lecturas. Casi es más importante saber qué es lo que no hay que leer que lo que hay que leer. Digo esto porque hay profusión de escritos de calidad muy diversa. Hay que asomarse con perseverancia a la prensa escrita, sin actitud papanata, sabiendo discernir.

Compartir la experiencia. Explicar y compartir la experiencia propia y escuchar y analizar las experiencias ajenas. Ese es un buen camino para el aprendizaje. Podemos cruzarnos en la vida con personas excepcionales de las que podemos aprender. Y con otras que también nos pueden enseñar. Nadie es tan pobre que no tenga nada que dar y nadie tan rico que no tenga nada que recibir.

Pensar, analizar, argumentar con rigor. “Piensa, es gratis”, reza el título de un sugerente libro escrito por Joaquín Lorente y publicado por la Editorial Planeta. Dice el autor: “Pensar es nuestra energía suprema, y nuestros pensamientos, ajustados a cada circunstancias, son determinantes en la conducción de nuestras vida. Sin pensar seríamos simples vegetales; sin tratar de utilizar un mínimo de nuestra calidad pensante, puros animales”


Hay muchos intereses en juego, muchas trampas, muchas mentiras. Desde el poder, desde el comercio, desde la publicidad… se lanzan mensajes tramposos. Es obligado pensar para descubrir esos hilos que se tienden de manera, a veces, sibilina. Esos hilos no están ahí porque sí, porque Dios lo quiera o el azar lo haya dispuesto así. Están ahí porque interesa que estén ahí en ese momento. Muchas personas creen que a pie juntillas lo que se les dice, sin pensar que pueden ser errores o, o que es peor, mentiras.

Es preciso, como decía, abrir los ojos, ver debajo de la superficie, sospechar, recelar. Las abuelas de cuando yo era niño decían, cuando algo podía tener un doble fondo, una doble intención, una oscura trampas:

- ¡Lagarto, lagarto!

Creo que ese es un buen lema para la vida. Un lema que, practicado con inteligencia nos protegerá de muchos engaños. Hay que repetirse sin cesar:

- ¡Lagarto, lagarto!

Me preocupa el hecho de que las personas digan que acaban “quemadas”, que la vida es una porquería y que todo es una miseria. Y, sobre todo, que realmente acaben “quemados”. Cuando eso sucede hay que pensar qué es lo que ha pasado.

Hemos de ser aprendices crónicos. Porque de todo y de todos se puede aprender. Cuando veo un coche con la letra L en la parte trasera pienso que todos y todas deberíamos llevar esa letra de aprendices. Todos y todas con la L.

| 25 Agosto, 2012





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