- Muchas familias abandonan sus casas para huir de los rebeldes
- En esta huida los padres pierden a sus hijos que acaban en el bosque
Llegamos a su cabaña subiendo cuestas de piedra volcánica. En este pesebre de 20 metros cuadrados viven cuatro hijos, una madre y un par de cabras. Todos ellos saben a lo que venimos: a contar cómo la brújula se les rompió a dos de los niños, Héritier y su hermana Dorica el día que tronaron las bombas en su aldea. Perdidos, vagaron durante semanas por la selva, huyendo de la muerte.
- ¿Por qué os fuisteis de casa? - ¡Vita!
Gritan la palabra maldita ('guerra' en swahili), con el rostro del que teme ver aparecer de nuevo el fantasma. "Teníamos miedo a morir", dice Héritier. Estos pequeños congoleños son dos de los niños perdidos de Congo. En los últimos años muchas familias han abandonado sus casas para huir de los ataques de los rebeldes. En esta evasión masiva los padres pierden la pista de sus hijos, que acaban en la calle durante días o meses. Es habitual en esta contienda en la que los ejércitos asaltan aldeas arremetiendo contra todo y todos, violando y saqueando. Los menores, un 40% de la población congoleña, busca cobijo el bosque, a veces acompañados, a veces solos.
"Teníamos miedo y echábamos de menos a nuestra madre. Ahora estamos todos juntos", cuenta Héritier, que gracias al programa de reunificación de Save The Children ha podido volver a su hogar. La ONG tiene los denominados puestos de escucha en las regiones más conflictivas del país. Se encargan de registrar los casos de menores perdidos y buscan a sus familias.
En un país como Congo donde hay un constante movimiento de desplazados seguirle la pista a un niño es una tarea compleja. "Si hay una casa y una dirección es mucho más fácil encontrar a la familia, pero si el hogar quedó destruido por los ataques es complicado reunificarles, a veces imposible", explica Pamela, una de las responsables del programa en Goma.
Baraka, de 11 años, tiene mirada desafiante. No se da ni nos da tregua, eleva el tono y acusa con el dedo. Está peleado con el mundo.
- ¡Ya dejé bien claro que no iba a contar nada si los muzungu (hombres blancos) no me dan dinero a cambio!
Tiene las cosas claras. No habrá fotos sin contrapartida. Intentamos destensar la cuerda.
- ¿Por qué no te caen bien los muzungu, Baraka? - No estoy cabreado porque estén aquí los muzungu. Estoy cabreado porque tengo hambre. - ¿Cuándo comiste la última vez? - Ayer a mediodía - ¿Qué comiste? - Fufú (Mandioca, un alimento insípido y con escasas propiedades nutricionales) - ¿Te gusta el fufú?
Nos mira con sorna, como ofendido por la pregunta - No como lo que me gusta, sino lo que encuentro.
Tras media hora de espera y una ardua negociación telefónica con su mediadora en Save The Children, accede por fin a hablar. Baraka ha moderado el tono, aunque no el gesto desafiante. Dice que de mayor quiere ser gobernador, "para poder mandar a todo el mundo".
"Cuando los soldados del M23 atacaron la aldea salí corriendo con una anciana vecina", explica. Ambos acabaron bajo una tienda de plástico, con otros miles de desplazados por la guerra, en el campamento de Mugunga. "¿Mi padre? No sé dónde fue, no sabemos nada de él", dice.
La sola presencia de soldados los asusta y salen de sus casas a veces a ciegas. Cuando se quieren dar cuenta están en medio de ninguna parte o en algún campamento de refugiados en el mejor de los casos. En el de Mugunga, el más grande de Goma, hay un punto de escucha. Allí acabó Baraka. "Muchas veces los padres mueren, en esos casos tratamos de dar con algún tío o con sus abuelos", explica la voluntaria.
Como Baraka, Joseph tiene también 11 años aunque no enfoca el abandono con ira sino con derrotismo. Quizá tristeza. "Cuando el padre de Joseph murió su madre se volvió a casar con un militar. Como el soldado no quería al hijo varón ella lo echó de casa. Se quedó sólo con sus dos hijas. A las chicas las puedes casar y conseguir dinero pero el chico en ese caso era un estorbo para ella", explica la orientadora.
"No me trataban bien, así que me fui", dice Joseph. Poco más alcanza a contar. Hasta que se integró en el programa de reunificación salía y entraba de casa de su abuela día sí y día no. Nos cuenta que vagaba por la calle y comía lo que la gente le daba. No quería ser una carga para la anciana. Ahora vive con ella en una mísera choza de madera con los cepillos de dientes en un bote como único decorado. Arrastra los monosílabos con pena.
Ambos niños perdidos y de la misma edad, Joseph y Baraka afrontan de manera diferente lo que les ha tocado vivir: Uno con rabia; el otro con derrotismo. De ambos se hacen ahora cargo sus respectivas abuelas. "Muchas veces son ellas las que están más unidas a sus nietos porque cuando se hacen mayores tienen miedo a la soledad. Por eso se encargan de cuidarlos cuando sus padres no pueden hacerlo", explica Murice Libeto, jefe de misión de Save The Children.
Cuenta la abuela de Joseph que el niño come una vez al día: judías, que es lo más barato. Un kilo y medio cuesta menos de un dólar. A veces no tiene ni para eso. También ruge el estómago de Baraka. Ya van 24 horas sin probar bocado. Quizá por eso sale de la choza enfadado. En Congo la ira y la rabia tienen mucho que ver con el hambre.
Baraka está harto de vivir; Joseph, cansado. Pero hay un grado más de indefensión, la de aquellos que ni siquiera tienen abuelos con los que regresar, los que ya no tienen nada. Esos sólo pueden ir a un sitio, al centro Don Bosco de Goma. Aunque esa historia la contaremos otro día.
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