Concentración. Leer una frase entera del Ulises de James Joyce y no enterarse absolutamente de nada. El fenómeno no ocurre hoy en día sólo con los complejos textos del escritor irlandés: la tendencia señala que cualquier libro exige esfuerzo y capacidad deductiva, y que el usuario no siempre está preparado para ese nivel de complejidad (no todo es tan simple ni directo como el nuevo lenguaje digital usado en las webs). La sencillez de la arquitectura lingüística propia de las nuevas tecnologías nos tiene acostumbrados a la falta de concentración. Y “la dispersión de la atención se acentúa además por el sinfín de estímulos a los que estamos expuestos en la llamada cultura digital y su eclosión de contenidos”, explica Marcelo Urresti, docente investigador en Sociología de la UBA. ¿Terminarán de matar al papel, entonces, las prisas y los bits?
Cambio de registro. La información llega a borbotones, en cualquier lugar y bajo cualquier formato. Twitter, un cartel en la autopista, el celular, la prensa virtual o Facebook... Aumentan los elementos legibles en este siglo XXI, y con ellos el número de lenguajes que el lector debe decodificar. La multiplicidad de canales dificulta la tarea, pues el receptor debe prepararse constantemente para cambiar de registro y de actitud. En muchos casos esta saturación de datos (y la inmediatez con que se trasmiten) confunden a la persona: ¿qué es lo que tiene calidad, y qué no?
Fiabilidad. Podemos enterarnos de todo a todas horas. En el subte, en un bar o en medio del campo. Pero ¿estamos seguros de la fiabilidad de lo que leemos? Una de las ventajas de Internet es que ha permitido la democratización del conocimiento y la proliferación de contenidos, muchos de los cuales no necesitan la adjudicación de un autor para publicarse. No hay nombres ni apellidos detrás de millones y millones de “páginas” escritas en la nube. Ni límites para quien quiera expresarse, y eso favorece la libertad. Pero, en la otra cara de la moneda, se incrementa el volumen de información que responde sólo a opiniones sin contrastar, sin analizar. Sin tapujos. Y, en una vuelta de tuerca de más, algunos autores (como el del texto académico argentino “Historia de la lectura y la escritura en el mundo occidental”) se preguntan si es realmente anónimo y desinteresado este flujo caótico de información, o si existe algún grupo que administra ese aparente descontrol. Al fin y al cabo, ¿por qué debemos creer absolutamente todo?
Especialización. Hay consenso: la convivencia de formatos es posible y hasta positiva si se la sabe manejar. Eso sí, en el futuro que ya empieza a dibujarse habrá dos niveles de contenidos: por un lado, los que se encuentran replicados cientos de veces en la Red, que son los textos superficiales que llegan de forma veloz hasta el lector. Y, por el otro, los productos de calidad, que analizan la información de forma exhaustiva y profunda.
En cuanto al futuro del libro, dicen los más confiados que no desaparecerá (como no lo hizo la radio cuando irrumpió la televisión, ni ésta cuando se popularizó Internet), pero que será un producto cada vez más minoritario, aunque por el momento el universo editorial crece a ritmo exponencial en muchos países. El escritor italiano y experto en semiótica Umberto Eco, por ejemplo, lanzó su convicción a través del libro “Nadie acabará con los libros”, que publicó junto con Jean-Claude Carrière en 2010. Dos años después, en uno de sus viajes, reemplazó el peso de veinte volúmenes por livianos archivos de iPad. ¿El papel perdió ya el pulso contra la pantalla?
Receptores críticos. La pelota vuelve a estar en el tejado del consumidor, del lector, que debe estar alerta a la carga de contenidos que recibe y a las intenciones que esconde cualquier texto. Porque si bien estamos entrenados para descifrar con éxito el trasfondo de un periódico o un medio de comunicación convencional, en los nuevos formatos somos unos amateurs. Y a través de ellos es precisamente donde ejercemos más tiempo como lectores: en las webs, los mails, los blogs y los chats (los dos mil millones de cibernautas en el mundo –según datos de Internet World Stats– son sensibles a esta embestida virtual). “La inmensa cantidad de cosas que circula por la Red es mucho peor que la falta de información. Demasiada información hace mal”, asegura Eco, para quien “conocer es cortar y seleccionar”. ¿Estamos preparados para realizar el proceso de filtración?
Impulso pedagógico. Preparar analógicamente a los jóvenes es un sinsentido, pues el futuro funcionará en clave de código binario. Por eso, educadores de todo el mundo recomiendan que las PCs entren en las aulas para siempre. Y no sólo para estar más entrenados con su futuro cercano, sino también porque el uso de las TIC en la educación mejora las habilidades en expresión oral, y las competencias vinculadas a la búsqueda, selección y análisis crítico de la información (según un artículo publicado recientemente en la Revista Latinoamericana de Tecnología Educativa). Y es que los maestros, más allá de trasladar contenidos, deberán enseñar a los alumnos cómo evitar ser manipulados y cómo hacer uso de los datos que obtienen (los chicos, aunque sean nativos digitales, no aprenden solos). ¿Podremos dejar de ser marionetas en manos de cualquier mensaje?
El futuro. Daniel Cassany, autor del libro “Tras las líneas: sobre la lectura contemporánea”, afirma que Internet es una auténtica revolución a la hora de transmitir conocimiento porque es “infinitamente” más rápida, barata y eficaz que un libro, y porque presenta características insólitas, como la hipertextualidad (el preciado link) y la interacción directa con el lector. Y éstas, opina Cassany, son sólo las primeras de un fenómeno que recién empieza. Así como la imprenta de Gutenberg esperó siglos para poder materializar las posibilidades técnicas que ofrecía, el camino que trazará la Red en los próximos tiempos es desconocido y los límites, insospechados. ¿Cómo navegaremos en unos años? Ésa es la gran incógnita.
Nota de Cielos Argentino
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