viernes, 9 de mayo de 2014

La violencia de Nueva York se cura en un sofá naranja




Agentes de extensión de la Operación SNUG hablan con un joven de su programa, en el centro de Harlem, en Nueva York. Crédito: Kim Jenna Jurriaans/IPS

NUEVA YORK, 2 may 2014 (IPS) - Las heridas de bala se redujeron a la mitad en el barrio de Harlem, en la ciudad estadounidense de Nueva York, gracias al trabajo preventivo de Operación SNUG, una organización que aplica una estrategia epidemiológica contra el delito, para contenerlo y erradicarlo como si fuera un virus.

Son las 16:00 horas de una tarde soleada en Harlem y Solideen Rann, de 19 años, está desparramado sobre un sofá de segunda mano en la entrada de una vieja tienda de vidrio y aluminio sobre el bulevar Malcolm X.

Sus gestos no ocultan que participa de mala gana en una conversación con Dedric Hammond, de 36 años, quien ocupa el otro extremo del sofá aterciopelado naranja.

“Solo haz esto por mí y te dejo en paz”, le asegura Hammond, inclinándose hacia él.

“Ya no me meto en esa porquería,” sostiene Rann con incomodidad, mientras intenta, sin éxito, que el hombre de 1,93 metros de altura lo deje tranquilo.

“Solo por esta vez. Eso es todo”, continúa su contrincante.

En un universo cercano, este guión de una conversación entre dos hombres familiarizados íntimamente con el lado más oscuro del bullicio de Harlem podría suponer un asunto turbio con un resultado peligroso.

Sin embargo, la conversación tiene que ver con la organización de una mesa de discusión y Hammond, que es conocido en el barrio simplemente como Beloved (Amado), presiona a Rann para que asuma su papel como modelo a seguir para otros jóvenes.

Ambos están sentados en la oficina de Operación SNUG (que al revés es Guns, pistolas en inglés), integrada por un equipo de “interruptores” que se proponen romper el ciclo de la violencia juvenil en este tramo del centro de Harlem, entre las calles 125 y 137.

Aquí aproximadamente una de cada tres familias vive por debajo del umbral de la pobreza.

Modelo de exportación

La estrategia que recurra a exmiembros de pandillas como “mensajeros creíbles” para interrumpir la violencia se aplicó antes en Chicago, donde redujeron los tiroteos y asesinatos entre 41 y 73 por ciento, según un estudio financiado por el Departamento de Justicia. La violencia por represalia, prácticamente se erradicó.

Estos agentes de extensión no se comunican con la policía para consolidar la confianza con los jóvenes de alto riesgo, sino que fortalecen sus relaciones con las organizaciones comunitarias y el personal de los hospitales.

El mismo modelo que se utiliza ahora por todo Estados Unidos también se aplica en Iraq, Sudáfrica, Gran Bretaña, Kenia y Trinidad y Tobago.

“Esa porquería” a la que se refería Rann son las peleas callejeras por las que fue a la cárcel y por las que murió su mejor amigo.

Estas calles y otras similares actúan como un embudo por el cual unos 24.000 jóvenes ingresan cada año al sistema de justicia juvenil del estado de Nueva York, uno de los más rigurosos de Estados Unidos, donde los adolescentes pueden cumplir su condena en cárceles para adultos desde los 16 años.

La mitad de los arrestos se producen en la ciudad de Nueva York, donde 52 por ciento de los casos de delincuencia juvenil implican delitos contra terceros.

Los teléfonos celulares suenan a toda hora en la oficina de SNUG, con mensajes de líderes comunitarios, padres preocupados y jóvenes que ofrecen información sobre conflictos a punto de estallar entre grupos rivales.

En solo minutos, el personal de SNUG sale a la calle para intervenir y mediar entre los dos bandos. Van a las esquinas y los parques públicos, las salas de espera de los hospitales y los pasillos de las viviendas públicas.

Cuando alguien ingresa al hospital de Harlem con una puñalada o herida de bala, los primeros a quienes se llama para persuadir a la víctima, sus amigos y familiares de que no tomen represalias es el personal de SNUG, incluso antes que a la policía.

“Yo hablo con todo el barrio”, explicó Hammond a IPS sobre la contención que realizan después de un hecho violento. “Hablo con su gente, con sus madres, quien sea que les provoque una lágrima en sus ojos”, dijo.

“Cuando descubrimos las cosas que los conmueven… entonces es cuando podemos empezar a conversar y comenzar el proceso de curación”, agregó.

Es un proceso que Hammond y su equipo de 10 interruptores conocen de primera mano. Cada uno de ellos fue miembro de una de las 60 pandillas de Harlem, y todos tienen condenas penales a sus espaldas.

“En mi equipo hay gente que ha matado”, revela Hammond, rodeado de flores de plástico y accesorios que el equipo utiliza para organizar simulacros de funerales, una de las muchas tácticas que emplean para que “sus chicos” vean la devastación que pueden provocar sus acciones.

Hammond obtuvo su primera arma para proteger a su hermano menor a los 13 años, pasó ocho en la cárcel y fue herido de bala dos veces después de abandonar las pandillas.

La experiencia de haber estado a ambos lados de las armas de fuego es clave para que SNUG pueda vincularse con los jóvenes de alto riesgo, según Beloved, cuya reputación como tirador le granjeó el apodo de Bad News (Malas noticias).

“Antes, cuando quería reclutar a un tipo iba a su iglesia, a su escuela, a la casa de su madre, a su cancha de baloncesto. Así que las estrategias que usábamos para hacer robos y atracos y todo eso son las mismas que usamos ahora para meternos en sus orejas. Tenemos que apaciguarlos”, agregó.

La comprensión de las calles

“Ellos entienden de manera innata el ritmo de la calle”, asegura Aarian Punter, gerente de proyectos de Servicios de Justicia Restauradora en la unidad de Harlem de la New York City Mission Society, una organización comunitaria que ofrece servicios educativos y programas extracurriculares para la juventud.

“Saben cuándo salir a la calle, ir a uno u otro lado, llamar a sus casos”, señala.

Las semanas de 80 horas de trabajo no son raras para los agentes de extensión de SNUG.

Además de las intervenciones en casos críticos que realizan las 24 horas del día, también se dedican a las charlas personales en el sofá naranja, al seguimiento de los medios sociales para detectar señales de disputas y a las visitas espontáneas a la heladería como forma de impedir que dos grupos rivales se crucen en sus caminos.

Todo esto es parte del rompecabezas para detener la trasmisión viral de la violencia.

La contención del virus

La Operación SNUG deriva del modelo “Cura para la violencia” creado por el epidemiólogo Gary Slutkin. El científico estadounidense asegura que los grandes brotes de violencia, como el genocidio de Ruanda (1994), siguen los patrones de las enfermedades infecciosas y pueden contenerse, e incluso erradicarse, si se los trata como un virus.

La clave, según Slutkin, radica en dejar de someter a la humillación pública a las personas “malas” y, en cambio, identificar a los transmisores de la violencia para modificar sus comportamientos personales y las normas de la comunidad.

En el estado de Nueva York la gran mayoría de los jóvenes en centros de reclusión juveniles, 83 por ciento en 2010, son de origen afrodescendiente o hispano. Además, 89 por ciento de los varones y 81 por ciento de las mujeres habrán reincidido para cuando cumplan 28 años.

Estadísticas como estas evidencian los estragos que generan la violencia, las drogas y la pobreza crónica en las comunidades de minorías étnicas.

La crisis alcanzó su pico durante la época del crack (derivado de la cocaína) en las décadas de los 80 y 90, cuando Nueva York adoptó normas excesivamente punitivas contra las drogas, conocidas como las leyes Rockefeller, que enviaron a toda una generación de hombres a la cárcel y provocaron un efecto dominó que repercute hasta hoy en día, sostiene Punter.

“No tiene ni idea de lo que han visto estos chicos… vieron a sus padres ir a la cárcel por 20 años, a sus madres destruidas por el crack… Hay toda una generación de jóvenes cuyos problemas nunca fueron tratados”, se lamenta.

En los últimos años, la policía de Nueva York concentró su atención de manera excesiva sobre la población afrodescendiente e hispana, a través de su polémica política de Stop and Frisk (detener y cachear), que penaliza aún más a las minorías de bajos ingresos.

Mediante el trabajo con SNUG y otras organizaciones, Punter y sus colegas apuntan a cambiar la relación de los jóvenes con el sistema penal y proporcionarles oportunidades educativas que les permitan imaginarse una vida más allá de las calles.

La Operación SNUG encontró su hogar en el marco de la Mission Society después de que numerosas organizaciones consideraran que el programa era demasiado arriesgado para ellas. Pero, sin la interrupción de la violencia, pocos servicios tienen oportunidad de prosperar, afirma Hammond.

“Si usted me construye un centro de [deportes] y ayer me dispararon, y el tipo que me disparó está en el centro hoy, usted puede apostar que iré allá a pegarle un tiro”, advirtió Hammond.

Según un estudio de 2013 realizado por el Departamento de Salud de Nueva York, las heridas de bala bajaron de 52 a 26 en el lapso de un año dentro del objetivo demográfico de SNUG. Aunque es difícil atribuir las disminuciones a un factor único, Rann no tiene dudas de que “sin SNUG, un montón de chicos habrían muerto”.

Hoy en día, Rann tiene dos trabajos para mantener a su hijo recién nacido y piensa hacer estudios terciarios.

Finalmente, después de una conversación de una hora, su mentor durante tres años no logró convencerlo de que hablara en público en la mesa redonda. Pero Hammond no lo ve como una derrota.

“Es como trabajar con arcilla”, comenta. “Usted aprieta y amolda y cuando consigue lo que quiere sigue trabajando así”.

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