sábado, 11 de julio de 2015

Los niños de Benín


 
Esta entrada es un testimonio directo de un amigo misionero en Benín, Alejandro. La situación que describe es transferible a otras áreas del África empobrecida. La "compra" o recluta de esclavos parece ser que no es algo del siglo XVI o XVII, por poner el antecedente más "moderno". Y, como hemos sostenido en esta página siempre, no podemos educar, da igual desde dónde, sin mirar desde aquí, sin sentir desde aquí, sin pensar desde aquí, sin actuar desde aquí. 

Así llaman en el país vecino, Nigeria, a los niños que trabajan como auténticos esclavos en granjas alejadas de cualquier núcleo importante de población. Su edad oscila entre 8 y 12 años.

Acompañan en el trabajo a otros niños algo mayores que ellos y a gente joven en general. Todos proceden del Benín, desde donde parten, la gran mayoría, con promesas que nunca se cumplen.

Un día llega un extranjero al poblado, se le acoge, pasa unos días, estudia la situación, fijándose sobre todo en las familias más numerosas con muchos hijos de corta edad. Más tarde habla con el padre, o los padres, y les piden que les confíen algunos de sus hijos para llevárselos con él a una finca donde aprenderán bien a trabajar, comerán bien y, pocos meses después, regresarán con bastante dinero. A cambio, el padre recibe también una cantidad de dinero como ayuda para la familia, lo equivalente más o menos a 60 €. El niños o los niños se van, y tal vez regresen unos tres años más tarde con una pequeña moto, no precisamente importada desde Japón.

Esta primera es ahora una forma algo peligrosa de comercio humano (según algunas informaciones, el número de niños objeto de trafico anualmente sólo en Benín puede alcanzar la cifra de 40.000), pues por fin existe algo de control policial. Lo más corriente es el “reclutamiento” de niños o jóvenes por parte de algunos de ellos mismos. Los traficantes compran con dinero a jóvenes veteranos quienes, al regreso a sus pueblos, intentarán convencer a otros para que les acompañen al Dorado de Nigeria. Estos últimos no deben decir nada a sus padres, y la “fuga” se realiza por la noche.



En la granja los jóvenes y niños trabajan de sol a sol siete días a la semana. No hay día de descanso. No comen del todo mal, pues esclavo débil no es rentable. Nunca van al pueblo, y no tiene ningún servicio médico cerca. Las picaduras de serpiente son frecuentes, y si ésta es mortal, no hay remedio alguno. Así murieron este último año dos de nuestros jóvenes “aventureros”. Y cuántos morirán de paludismo, fiebres tifoideas, disentería, cólera, etc. Pasan al menos tres años viviendo de esa manera si quieren obtener al menos una moto “nigeriana”. Y lo curioso es que algunos de ellos repiten. Claro, al regresar a sus casas, pronto se encuentran de nuevo con la miseria, loca compañera que te empuja a hacer lo más increíble e inimaginable.

Según el testimonio de uno de esos niños-jóvenes, que pasó un año en nuestro hogar-internado, Bénoit, las granjas son como auténticas cárceles. No te puedes ir antes de tiempo. La distancia hacia la libertad es grande y no es fácil salvar el control de los patrones. Las granjas se comunican entre ellas y el apoyo mutuo levanta verdaderas alambradas difíciles de sobrepasar. Sólo, de vez en cuando, cuando alguna noticia llega a la prensa, sobre todo a la internacional, empujados por los piadosos organismos internacionales de los derechos humanos (¡qué bien suena!), algunas granjas reciben la visita de la policía, cuya escasa pasión por el trabajo que deben realizar queda anulado por el poderoso pulpo de la corrupción. Poderoso caballero Don Dinero.

Hace unos días, un joven catequista de uno de nuestros pueblos me comentaba que estaba pensando ir a trabajar a Nigeria. Yo le pregunté que si es que tenía ganas de trabajar como esclavo. Me respondió: “Padre, aquí qué voy a hacer. Soy joven (apenas 20 años) y quiero tener mi dinero propio. Aquí trabajo en casa y no me dan nada, quiero casarme”. Puede que se vaya, lo pasará mucho peor de lo que le han contado, pero vendrá un día con su nueva moto con la que se paseará por todo el pueblo para que todo el mundo la vea bien y admiren su “proeza”. Y luego, poco tiempo más tarde, como muchos otros, se verá obligado a vender la moto, el dinero es necesario, hay que sembrar, hay que comer. Y volverá la misma vida de antes, o incluso peor.

¿Cómo romper estas cadenas? No hay otro camino que el de la solidaridad. No se puede seguir buscándose la vida solos. Bénoit, Jean, Albert y otros así lo hicieron, y hoy son menos libres y más miserables que antes. Trabajamos y esperamos para que llegue el día en que niños y jóvenes como ellos, unan sus fuerzas y fundamenten sus vidas en la madre y hermana solidaridad y canten juntos el canto de la libertad.

Autor: Alejandro Rodríguez

1 comentario:

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