miércoles, 6 de abril de 2016

Un reportaje sobre la educación en Corea del Sur.

Un reportaje sobre cómo se concibe y cómo se vive la educación en Corea del Sur

Los modos de reclusión en un país en el que la exigencia de producir sin descanso y la austeridad monástica son dos caras de una misma moneda.

Cha Kil-yong sería un simple profesor de matemáticas si no fuera porque gana ocho millones de dólares al año dando clases de apoyo escolar en Corea del Sur, un país donde un educador puede llegar a ser una especie de estrella pop: sus lecciones online -con algo de actuación- las siguen con devoción 300.000 alumnos al día. 
Tres millones de estudiantes están registrados en la web del instituto de matemáticas Seven Edu, donde Cha Kil-yong es el único profesor. Cada mañana, esta celebridad educativa va a su sala de grabación en el barrio Gangnam -cuya lujuria fue ironizada por el cantante PSY-, y antes de grabar pasa por sesiones de maquillaje y peluquería. Luego va al depósito de vestuario y elige una entre máscaras de tigre, Batman y Freddy Krueger, sombreros de bruja y estrafalarias pelucas. En YouTube se lo ve vistiendo una armadura medieval con escudo: una espada es el puntero del pizarrón. 
"Tengo que ser divertido porque si no los alumnos se duermen del otro lado del monitor", dice Cha con sus aires Gangnam style de coreano canchero. Y no lo dice en chiste: lo normal es que los estudiantes duerman cuatro horas por día en Corea del Sur (un dicho popular afirma que quien duerma cinco horas no entrará a una buena universidad). 

Una vez disfrazado, Cha comienza otra de las 1.500 horas de clase que lleva grabadas en su ascendente carrera: parte de su fama reside en trucos para resolver por un atajo problemas complejos, en una sociedad donde la frase "palí palí" -rápido rápido- es casi un lema nacional. 
El éxito del profesor Cha no pasa solo por su gracia: el prestigio lo tiene bien ganado por el resultado de sus alumnos virtuales en los exámenes. Y como buena celebridad que es, Cha ha grabado a dúo cantando con una famosa actriz. Además, lo contratan para avisos de TV: en uno recomienda una bebida de ginseng rojo que reforzaría la potencia neuronal de los estudiantes. Kwon Kyu-ho -el equivalente a Cha en literatura- vendió su valioso nombre como marca para una silla que mejoraría el rendimiento en el estudio. 
Todo lo anterior no debería sorprender a quien se sumerja en la cultura coreana del siglo XXI, cuya lógica interna cierra a la perfección con la existencia de estos personajes. Y valga la aclaración para algún prejuicioso con mirada etnocéntrica: anormal -en esta sociedad- sería quien no entrara en la singular vorágine educativa desatada en Corea del Sur. 
EN LA CLASE DE CASTELLANO
Iumi es una coreana de 30 años criada en Costa Rica que enseña español en un instituto privado llamado Feliz. Asisto a una de sus clases y converso con Jazmín, quien parece una delgadísima quinceañera pero hace un año que terminó el secundario y ya sabe inglés. Le pregunto si le gustaría leer El Quijote y con una sola frase devela toda mi ingenuidad: "Yo quiero prepararme mejor que otros, que solo saben inglés, para entrar en una gran empresa y ganar más dinero". Iumi lee en voz alta, y con acento tico, el texto de un escritor cubano: recita de a tres párrafos, a toda velocidad, con una explicación en coreano intercalada. Me resulta difícil seguir la ilación por la rapidez y supongo que a los alumnos mucho más. Ninguno levanta la mano para preguntar ni interviene en toda la clase. 
-Así son -me diría Iumi más tarde-. Están educados para ser pasivos y obedientes; carecen de iniciativa y son tímidos al extremo. 
Le digo a la locuaz profesora -de la manera más sutil posible- que no creo que con la velocidad que les enseña, los alumnos puedan asimilar mucho. "Chocolate por la noticia -me responde sobradora-. Si no les doy la clase así -"palí palí"-, vendrán sus madres a quejarse. No importa que entiendan la lección sino darles muchas. Hace años vino aquí el director del Instituto Cervantes a ver qué pasaba con los coreanos, porque eran los peores del mundo en el examen del Diploma Español como Lengua Extranjera (DELE). Les va bien en el escrito pero fallan en el oral, que implica improvisar, algo que no se puede aprender de memoria". 
EL FANTASMA DEL SUNEUNG
La psicosis estudiantil coreana surge de la obsesión por quedar dentro del 2% mejor calificado en el suneung, el examen anual que los estudiantes rinden en la primera semana de noviembre y que determina quién entrará a las universidades más prestigiosas del país. 
El gran día del examen, todo Corea del Sur respira hondo y hay preparativos anticatástrofe: entre las 13.05 y las 13.45 se suspende todo vuelo en el territorio nacional, incluidos los de las siete bases militares norteamericanas: en ese lapso se toma el oral de lengua inglesa en el examen general, que en total dura ocho horas con veinte minutos. 
La bolsa de valores abre una hora más tarde para que los engranajes productivos del país se pongan en marcha recién cuando los 650.000 alumnos estén encerrados en 1.300 sedes de evaluación. Esta postergación bursátil aliviana el tráfico de las ciudades, evitando que ni un solo alumno llegue tarde al examen que define el futuro de su vida: 8.40 en punto cierran la puerta y no hay excusa que valga. Las líneas de bus y tren agregan servicios extra; un ejército de voluntarios corta la circulación doscientos metros alrededor de cada sede; muchos taxistas llevan a los alumnos gratis; y se habilita un call center para casos de emergencia: un policía motorizado con la sirena prendida va a domicilio a rescatar al retrasado. 
Los modos de reclusión en un país en el que la exigencia de producir sin descanso y la austeridad monástica son dos caras de una misma moneda.

En la entrada de cada sede, amigos y familiares de los estudiantes esperan con porras, pancartas y vítores de ánimo, como quien alienta a un maratonista. Pero esta es apenas una meta intermedia en una carrera de muy largo aliento que se extiende por casi toda la vida, dividida en tres etapas: la preparación primaria y secundaria, la fase universitaria y, por último, la exigente carrera profesional, en lo posible en uno de los grandes chaebol, como se conoce a los conglomerados empresariales como Samsung, Hyundai, LG, Daewoo, SK Telecom y otros. 
Un alumno al que descubren copiándose sufrirá la humillación de salir en los diarios y ese sería el fin de su embrionaria carrera. Los alumnos se vigilan unos a otros y se delatan sin culpa. Y en cada aula hay vigiladores de examen, un oficio que acaso no exista en otro país. 
No bien el último alumno entrega su examen, se publican las respuestas en los diarios online. Y, al día siguiente, sale la lista de suicidados. Corea del Sur tiene la segunda tasa de suicidios más alta del mundo detrás de Guyana, y entre los jóvenes, la causa principal es la presión en el estudio. 
ENCIERRO VOLUNTARIO
Los quinientos profesores que definen cada año las preguntas del suneung en las áreas de matemática, inglés, historia, lengua y ciencia son enviados a un lugar, en teoría secreto, en las montañas de Gangwon. Se supone que ni la pareja de cada profesor conoce la delicada misión de quien desaparecerá de casa por 34 días con una excusa banal. Lo más extraño es que ese profesor no podrá enviar siquiera un mensaje de texto o un mail. Porque antes de entrar a esa reclusión voluntaria, un detector de metales garantiza que nadie oculte un teléfono o un iPad: la incomunicación es total. 
Una reja custodiada por cámaras y policías asegura que nadie ponga un pie fuera del perímetro. La basura se quema in situ para que nadie envíe un mensaje cifrado. Y, por las dudas, una brigada oficial de hackers controla que por la web no circulen las preguntas que todo el mundo desea conocer, cuyo valor comercial sería altísimo: la corrupción se cuela en el sistema educativo. 
Unas setecientas personas permanecen encerradas como en un Gran Hermano pedagógico, incluyendo médicos, psicólogos, cocineros y empleados de limpieza, todos bajo el mismo régimen de vigilancia. Los docentes reciben 10.000 dólares como paga. 
El día treinta de reclusión, las preguntas se envían a una imprenta secreta y se distribuyen en cajas lacradas. A los profesores les quedan aún cuatro ociosos días de encierro, y recuperan su libertad un minuto después de que termina el examen nacional. 
Los modos de reclusión en un país en el que la exigencia de producir sin descanso y la austeridad monástica son dos caras de una misma moneda.

CULTURA DE LA RECLUSIÓN
En Corea del Sur existe un culto exacerbado al sacrificio personal, considerado en el imaginario social una de las claves para que el país pasara de ser uno de los países más pobres de Asia a convertirse en una potencia industrial en treinta años de posguerra. Dentro de esta cultura del esfuerzo y de la competencia con el otro -a veces descarnada-, se naturaliza la idea del autoencierro. Y en los tiempos hiperconectados, todo aislamiento que se precie implica un régimen de incomunicación. 
Conozco a Chul Soon-im en un bus que parte desde Seúl hacia un pueblo. El muchacho de cara redonda y anteojos de miope va a visitar a sus padres, luego de pasar diez meses en un instituto que prepara alumnos para el suneung. Lo usual es que en Corea del Sur se asista a institutos de apoyo escolar -llamados hagwon- desde el preescolar. Luego, ya de adolescentes, el régimen se va agudizando y la mayoría va casi todos los días de la semana a diferentes hagwones, a veces hasta las once de la noche, el límite legal: existen brigadas antiestudio que salen a controlar con técnicas detectivescas que nadie asista a clase después de hora, ya que madres de alumnos y empresarios educativos conspiran para saltar la ley. Hay unos 100.000 hagwones en el país y el número de docentes extracurriculares supera el de las instituciones educativas regulares. 
Mi vecino de asiento asistió a diversos hagwones y aprobó el suneung con una puntuación que lo habilitaba para "una universidad mediocre". Entonces decidió volver a probar sin echar nada a la suerte: su meditada elección fue internarse en un kisuk-hagwon, una variante extrema en la que queda sometido a un régimen semicarcelario. Allí lo levantaban para estudiar al grito de un megáfono de lunes a sábado a las seis de la mañana. Dos horas después comenzaban las clases hasta las cinco de la tarde, hora de la cena. Y de seis a once iba a la biblioteca a estudiar en un cubículo de madera que no permite ver a los costados, bajo la mirada de piedra de un celador impidiendo que hable. Por el cansancio, lo que más hacen los alumnos es repetir de memoria la lección: en esas condiciones se dificulta razonar. 
A las doce de la noche se iban a dormir, previa formación en fila a lo largo de los pasillos, como en una academia militar. Había cámaras monitoreadas las veinticuatro horas y quien ponía un pie fuera de su cuarto era descubierto. 
Los sábados estudiaban solo hasta la una de la tarde y los domingos quedaban libres. Pero en estos institutos está prohibido salir, no hay internet, teléfono ni televisor. Las tardes de sábado Chul jugaba un rato al fútbol y el resto del fin de semana se encerraba a conversar con su compañero en la pequeña habitación: a veces terminaba estudiando. 
El hagwon era mixto pero estaban prohibidas las fiestas. Las relaciones sexuales eran causa de expulsión pero había quienes se las ingeniaban para un encuentro furtivo en un aula vacía. En el caso del disciplinado Chul, esta prohibición era innecesaria: cual un monje budista, hizo votos de castidad. "La idea era evitar desconcentrarme y por eso me prohibí tener novia, otros sí la tuvieron y les fue mal en el suneung. Yo finalmente no pude entrar a una de las tres mejores universidades -las que te dan más garantía de un mejor trabajo-, pero no me fue tan mal; me alcanzó para la séptima del ranking nacional". 
ENCIERRO BUDISTA
Reservo tres noches de alojamiento en el monasterio Geumsusan en las afueras de Seúl para observar otra forma del autoencierro coreano: la de los monjes budistas. 
Desciendo de un bus al pie del monte Bukhan y un monje con túnica marrón espera para ayudarme con la valija. Subimos una escalinata de peldaños irregulares a la sombra de unas arboledas y, a mitad de camino, Kim coloca mi maleta en un carrito colgante con polea mecánica: la veo irse balanceándose en el aire entre los árboles. 
A la media hora nos internamos en una cueva con un santuario budista. Al fondo se abre una escalera caracol tallada en la roca. Salgo a la superficie como por el túnel vertical de Alicia en el país de las maravillas: en un bosque paradisíaco sobresalen techos de pagoda y el ambiente me retrotrae al tiempo de Buda. Kim habla un inglés entendible y me lleva al modesto cuarto donde dormiré en el suelo sobre una esterilla. 
A través de un gran ventanal veo los rascacielos de Seúl y las autopistas -el espectáculo de la posmodernidad en su máxima expresión-, a una distancia suficiente para que el rugido de la gran ciudad se haya apagado. La calma zen es matizada por la vibración de un gong que Kim golpea con un tronco que cuelga del techo de un templo. De todos modos, la gran bestia contaminadora, consumista e hipertecnológica de la "Corea potencia" del siglo XXI sigue ahí afuera. Cara y contracara de una sociedad. 
Hasta hace una hora, en la otra Seúl, veía pantallas en serie: la luminosa fachada completa de un edificio, el suelo táctil de la Digital Plaza -donde uno escribe-, la transparent smart-window de un shopping, el techo completo de una exposición tecnológica y la puerta de una heladera. En el reino de Samsung y LG hay hasta un inodoro robotizado con touch screen para accionar a gusto chorritos a presión. En la Corea más mundana, la vida tiende al encierro en "cajas" de cristal pura pantalla, donde las cosas se van desmaterializando con el avance de la realidad virtual. 
Los modos de reclusión en un país en el que la exigencia de producir sin descanso y la austeridad monástica son dos caras de una misma moneda.

En el monasterio no hay pantallas y el tiempo se nos va contemplando la naturaleza, esculturas de Buda y la oscuridad de la retina al meditar. Los hombres calmos y silenciosos que habitan aquí están entregados a una espiritualidad que en el fondo es una esencia tan abstracta e inasible como la de lo tecno-virtual. Pero salvo por esto, aquí en la montaña todo lo que vemos "es lo que es": los árboles no son unos y ceros digitales, sino átomos palpables que generan aire puro con aroma a sándalo. 
De una población coreana de 50 millones, unos 50.000 -el 0,1%- optan por el escape hacia una vida monacal. Los monjes son rara ave, muy convencidos de ir contra la corriente: renuncian a todo placer físico terrenal, al estrés del estudio, a la endiosada tecnología y al autoritarismo laboral. 
Encerrados en un monasterio, acaso se sientan protegidos en una burbuja a destiempo, reduciendo su vida a la repetición obsesiva de una rutina de autoprohibiciones -ese concepto tan paradójico como coreano- con un alto nivel de sacrificio. De acuerdo con la máxima del budismo, ellos aspiran a suprimir el sufrimiento de la vida eliminando el deseo. Y, para alcanzar el nirvana, utilizan técnicas de esfuerzo físico y mental focalizando el pensamiento en dos o tres cuestiones existenciales. 
INMERSO EN LA RUTINA
En el monasterio, comienzo una rutina de pequeños sacrificios. A media tarde hacemos en un templo el ritual de las 108 postraciones, inclinando esas tantas veces el torso hasta arrodillarnos y apoyar la frente en el suelo. Kim aclara que las flexiones no son para Buda porque "no hay Dios ni esclavos: son para bajar el ego que nos hace olvidar que somos parte de la naturaleza y no sus amos". Desde ese punto de vista, suena convincente. 
Cenamos a la hora de la merienda: las cinco de la tarde (igual que en el hagwon de Chul). Me siento en el suelo con los monjes, junto a una mesa ratona, a saborear platos vegetarianos algo insulsos con una jarra de agua al natural. No hay que desperdiciar una gota ni un grano de arroz: vaso y plato deben quedar vacíos. Entrego el mío con un resto porque no me gusta la berenjena. El encargado de cocina me lo devuelve con rigor coreano: debo comer todo. 
A las siete comienza la ceremonia del té, el único momento no tan regulado de la jornada: uno puede conversar de lo que quiera. Nos sentamos en el suelo, Kim hierve agua y llena mi tetera. 
-El budismo es una filosofía y no una religión; Buda fue un ser humano que descubrió el camino medio luego de experimentar el derroche y el ascetismo extremos -explica Kim con tono pausado entre un sorbo y otro. 
Le pregunto cómo se alcanza la iluminación y responde que es un camino largo: "Yo estudié cuatro años hasta ser monje y, al final, mi maestro me asignó una pregunta para que buscara la respuesta todo el tiempo que fuese necesario: ¿Si crías un pájaro en una botella, cómo lo sacas sin matarlo cuando crece?". 
Kim lleva dieciséis años meditando sobre esta indagación, una de las incógnitas filosóficas más famosas de las 1.400 que tiene la escuela budista coreana. El día que encuentre la solución, Kim quizás alcance el nirvana. 
-¿Cómo lleno de agua un cántaro con un orificio en la base? -me desafía Kim. Mi hipótesis sería hacerlo con nieve. Error: "En primavera no podrías". La respuesta correcta es "tirarlo al océano". Los monjes también estudian mucho y son evaluados en Corea del Sur. Su éxito no sería trabajar en una gran empresa sino alcanzar la iluminación: igual que allá abajo, no todos llegan. 
En el fondo, lo veo a Kim como un rebelde inocuo que hace su revolución en solitario, una suerte de hippie radical pero con las convicciones muy firmes a largo plazo -él también vive en comunidad-, que cambió los tipos de encierro posmoderno por los medievales del monasterio. De vez en cuando baja a la tierra -a Seúl- y así pasa su vida sin sobresaltos. 
Corea del Sur es un estado técnicamente en guerra: en 1953 hubo un alto al fuego con el norte que nunca se formalizó. Por eso, ni los monjes se salvan del servicio militar de dos años. De hecho, la semana que viene Kim bajará para sumarse a unos ejercicios militares como reservista. 
-¿Iría usted a la guerra? -pregunto, dudando de la pregunta. 
-El budismo no me permite matar: pero nuestra nación está antes que los preceptos religiosos -responde con pragmatismo. 
-¿Iría por obligación o convicción? -repregunto con cierta esperanza. 
-Por lo segundo -me dice con su eterna sonrisa y me desarma. 
El temple de los monjes coreanos se endurece con un ejercicio zen: una meditación extrema la primera semana de octubre. Así celebran el paso al nirvana por parte de Buda, meditando siete días en posición de loto sin comer ni dormir. Aquí no hay cámaras, pero un maestro vigila con una vara de bambú en la mano que a nadie se le caiga la cabeza de sueño. El despertar son tres golpes en el occipital. Cada tanto caminan alrededor del templo para prevenir calambres. 
-Meditamos una semana porque es el tiempo que le llevó a Buda alcanzar la iluminación; y te aseguro que no dormimos. 
A las nueve de la noche vamos a dormir. Y a las tres de la mañana me despierta el toque de una larga castañuela de bambú (se duerme seis horas, como en el kisuk-hagwon). Luego un monje golpea un tambor con un tono creciente. 
A las cuatro ya estamos meditando en posición de loto entre las puertas abiertas del templo para ver el disco perfecto del sol asomarse sobre los rascacielos de Seúl. Lo oigo a Kim recitar su repetitivo mantra y veo en él a miles de jóvenes coreanos que en ese mismo momento estarán en algún lugar de encierro repitiendo de memoria la lección. 
LOS GANADORES
Los modos de reclusión en un país en el que la exigencia de producir sin descanso y la austeridad monástica son dos caras de una misma moneda.

Del 2% de alumnos que entran a una de las tres mejores universidades, unos pocos harán carrera en un chaebol. Y muchos menos llegarán allí a cargos gerenciales. 
Chun Park es un joven ingeniero en sistemas que cumplió su sueño de entrar a Samsung. Trabaja en el proyecto de un smartphone quince horas por día de lunes a viernes: nadie se puede ir antes que el jefe. Suele trabajar los sábados -menos horas- sin cobrar extra y, a veces, también los domingos; todo por 3.000 dólares al mes y cinco días de vacaciones al año. Luego de una década tendrá dos semanas libres por año, que no se las podrá tomar seguidas. 
La "República de Samsung" es un grupo empresarial multirrubro: un coreano podría nacer en una clínica Samsung, ir a una universidad Samsung, trabajar en Samsung, tener tarjeta de crédito y seguro de vida Samsung, ir a un parque de diversiones o a una panadería Samsung, e incluso votar un presidente financiado por Samsung. 
En 2008 Lee Kun-hee -sucesor del creador de Samsung- fue condenado a tres años de cárcel por fraude fiscal. Pero fue indultado por el presidente Lee Myung-bak, un expresidente de Hyundai. 
Según Im Sang-soo -director de la película El sabor del dinero, inspirada en una familia dueña de un chaebol-, en Corea existen dos dinastías: "Kim en el norte comunista y Lee en el sur capitalista, quienes convierten a las personas en esclavas". En opinión de este artista crítico -cuyas películas son ignoradas por la prensa-, al caer en 1987 la dictadura militar ligada al modelo chaebol, el poder que detentaba un solo hombre se transfirió a diez familias que dominan cada intersticio de la sociedad y concentran el 60% de la riqueza. 
Las elecciones presidenciales en Corea del Sur las ganó Park Geun-hye, hija del último dictador, que les había dado un trato preferencial -nada gratuito- a los chaebol. Aquel régimen reprimía a los sindicatos incluso con muertes, mientras las empresas aplicaban como técnica de crecimiento un dumping feroz para suprimir la competencia y sobornaban a ingenieros en el extranjero -como se le comprobó a Daewoo contra BMW y General Motors-, todo con un costo ecológico tal que hasta hoy el agua de la canilla viene a veces cargada de metales pesados. 
Jung Lee -empleado de LG- se queja de que los días de semana no ve a su hijita porque llega tan tarde de trabajar que siempre la encuentra durmiendo. "Y si protestas te acusan de ser un comunista del norte". En una empresa coreana es habitual que un jefe insulte en público a un subordinado, una costumbre que viene del servicio militar. 
¿Quién será más feliz? ¿El monje o el trabajador laico de un chaebol? Se lo pregunto a un oficinista de una multinacional coreana, quien, al borde de la embriaguez en un bar a medianoche, ya no tiene filtro: "Para serte honesto, yo no estoy orgulloso de trabajar en una empresa que me absorbe la vida entera. Yo admiro a los monjes porque ellos pueden vivir sin viajar, sin mujer, sin dinero, sin comer un banquete y sin la obsesión por comprar el último smartphone. La empresa no me paga todo lo que desearía, no tengo vacaciones suficientes para viajar, veo poco a mi familia, vivo estresado y preocupado por pagarles la educación a mis dos hijos, en lo que se me va el sueldo: todo para que al crecer repitan la misma rutina que su padre. La gran diferencia es que el monje no sufre por lo que no tiene. ¿Quién crees entonces que será más feliz? ¿Él o yo?". 

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