lunes, 13 de marzo de 2017

La poderosa economía de la educación


El sector tiene ante sí el desafío de reducir la desigualdad en los pupitres

Ninguna industria se levanta sobre unos materiales tan sólidos ni tan frágiles. Números y palabras, textos y voces, ideas y pensamientos; delicada argamasa. Quizá por eso la educación sea el sector más valioso del mundo. Se filtra en la vida de los 7.500 millones de seres humanos que habitan el planeta y la cambia para siempre. Y lo hace abrigada por la aritmética. Hoy es un universo de casi cinco billones de dólares. Pronto, en 2020, ocupará 6,5 billones (6,1 billones de euros). 


Una clase en la Escuela de Negocios Esade de Barcelona con presencia de alumnos extranjeros. CONSUELO BAUTISTA

Crece su importancia, mejoran sus números pero aun duelen las carencias. Es un mundo de 263 millones de niños que están fuera del colegio, 758 millones de analfabetos adultos y una distancia educativa de un siglo entre los países desarrollados y en crecimiento.

Escolarizar a todos los chicos de primaria y secundaria de las naciones menos favorecidas del mundo costará 340.000 millones de dólares al año entre 2015 y 2030. Pero faltan 39.000 millones anuales. No aparecen. Sin embargo, si el planeta, sostiene la Unesco, detuviera su gasto militar durante solo ocho días lograría cerrar esa ausencia. Ni lo sentiría la maquinaria de una industria que se parapeta tras 1,7 billones de dólares al año. Vana espera. La educación debe aguardar su destino entre los viejos encerados de pizarra y polvo de tiza blanca y las vanguardistas pantallas digitales; entre el pasado y el futuro.

Ese porvenir, tan difícil de leer como una palma de la mano sin líneas, es el que relata un minucioso trabajo de Bank of America Merrill Lynch. Por él se descubre que invertir en educación resulta más rentable que hacerlo en Bolsa, que un dólar destinado a las aulas produce un retorno de diez y que si desapareciera la desigualdad entre hombres y mujeres la riqueza del globo aumentaría hasta en 28 billones de dólares. Pero el pasar de esas páginas también revela que la disrupción tecnológica alumbra un nuevo sector que enhebra educación y tecnología. Es el ecosistema EdTech y de él se esperan 252.000 millones de dólares durante 2020. Los números de una urgencia. “Necesitamos invertir pronto, invertir en calidad e invertir en equidad o pagaremos el precio de una generación de niños condenados a crecer sin los conocimientos y habilidades que necesitan para alcanzar su potencial”, advierte Anthony Lake, director ejecutivo de Unicef.

LUIS TINOCO

Esa voz aventura el tránsito de la generación perdida hacia la generación del aprendizaje. El problema (uno de ellos) es la inequidad que se abre entre quienes pueden acceder a un título superior y quiénes no. La grieta resulta visible en el sur de Europa, Reino Unido y, sobre todo, Estados Unidos. El 99% de los empleos, según la Universidad de Georgetown, que surgieron tras la Gran Recesión fueron copados por trabajadores con títulos universitarios. Además existe un peligro real de que el precio de esos pupitres se convierta en un cepo. 

En Estados Unidos 40 millones de graduados acumulan una deuda de 1,3 billones de dólares por sus estudios. Un lastre que supera el PIB nominal de Rusia. “Este alarmante número continúa creciendo mientras aumentan los costes escolares. En diez años, las deudas contraídas por estos chicos se han multiplicado en la misma proporción”, alertan en Gradifi, una fintech con sede en Boston que gestiona préstamos para estudiantes.

La presencia del dinero es tan común que se diría que la calculadora ha sustituido al móvil en los campus. “Los alumnos están echando cuentas entre el coste de la matrícula y los años que perderán sin tener ingresos. En Estados Unidos se dice que debes ganar al menos 70.000 dólares al año para que esta educación resulte rentable”, observa Mauro Guillén, profesor de la escuela de negocios Wharton, en Pensilvania. Es verdad que la superpotencia posee las mejores universidades del mundo, pero también las más caras. Un año en las aulas de Harvard cuesta lo que ingresa en un siglo un trabajador medio de Sierra Leona.



Lo que cuesta estudiar

La geografía del nacimiento y el acceso a la universidad es una frontera que parte en dos la prosperidad y la desdicha. “Puede haber desigualdad a la hora de encontrar empleo entre quien tiene título y quién no. Siempre ha habido diferencias entre unos y otros”, lamenta Ángel Cabrera, rector de la universidad George Mason, de Virginia (Estados Unidos). Esa brecha crece y ni siquiera las aulas públicas sirven de refugio. Por ejemplo, el Reino Unido, acorde con la OCDE, tiene las universidades estatales más caras del planeta. Un año de estudios cuesta, de media, 9.000 libras (10.500 euros). ¿Razonable? “Una formación de excelencia, la enseñanza superior y de postgrado se asocia a costes altos, puesto que lleva aparejada invertir en equipos, espacios, profesores y años de formación de los docentes”, justifica Óscar del Moral, decano de la Escuela de Organización Industrial (EOI).

Si se cumplen las previsiones, el mercado de la enseñanza privada sumará 200.000 millones de dólares en 2020. En un mundo híper competitivo, los padres que pueden permitírselo buscan la mejor formación para sus hijos. Aunque produzca monstruos. En países asiáticos como India, Singapur, Taiwán, Corea del Sur o China se extiende la “fiebre de la educación”. Hay familias que venden sus casas, se endeudan, renuncian a sus seguros de salud e incluso a sus pensiones para pagar, sobre todo, las facturas de estas escuelas.

Apenas sorprende que las naciones del sudeste asiático tengan algunas de las tasas de suicidio más altas del planeta. Los chicos están asfixiados por la presión de los exámenes. China es un manual perfecto de esta ansiedad. Todos los años nueve millones de estudiantes se examinan del gaokao, que da entrada a la universidad. El año pasado el Gobierno chino anunció, por primera vez, que cualquier candidato que fuera sorprendido haciendo trampas podría afrontar siete años de cárcel. “La educación es la principal herramienta de ascenso social en China”, cuenta Mario Esteban, investigador principal del Real Instituto Elcano para Asia-Pacífico. “El país ha orientado su formación universitaria hacia un visión muy instrumental: crear riqueza para el gigante”.
Universo tecnológico

Al igual que en la novela de Hemigway, la educación se rompe entre “tener y no tener”. Y en esta topografía, el universo EdTech reivindica su capacidad de sutura. “La innovación facilitará el acceso a los contenidos educativos, y su distribución, al ser gratuita, reducirá la inequidad”, prevé Alper Utku, fundador de la Universidad Europea de Liderazgo. En este cambio, “las diferencias llegarán de la parte integral del alumno. A través de la formación de sus aptitudes, valores y habilidades antes que por el volumen de información del que disponga”, vaticina Claudio Pérez Serrano, socio responsable de Educación de KPMG.

Sin embargo donde unos ven gratuidad y levedad otros atisban negocio. Solo el 2% de la industria educativa, que maneja casi cinco billones de dólares, está digitalizado. Por eso el aula es un terreno fértil para que arraiguen los eBooks y la distribución online de contenidos. “Existe un gran negocio en la creación de productos educativos —ya sea hardware o software— para los colegios”, estima Eduardo Berástegui, responsable de Kuaderno.com, una plataforma de enseñanza de inglés dirigida a niños. Ese filón hace tiempo que lo explotan Microsoft, Alphabet (Google) y Apple. Entre 2013 y 2015, las escuelas de primaria y secundaria estadounidenses compraron a estos tres gigantes más de 23 millones de dispositivos.

La educación tradicional deja paso a los pupitres del siglo XXI. Los colegios se desprenden del mortero y del ladrillo y la mayor escuela del planeta carece de techos y paredes. Khan Academy es una plataforma online, multilingüe y gratuita que enseña a 15 millones de chicos. Forma parte del entorno MOOC (cursos masivos, abiertos, en Internet y gratuitos), un chirriante acrónimo que describe el segmento educativo con el crecimiento más rápido. Sus aulas virtuales —calcula la consultora GSV Advisors— pasarán de los 50 millones de alumnos a unos 380 durante 2020. Y esos números persiguen un anhelo: democratizar la educación de élite. El camino franco para cursar gratis, por ejemplo, un grado en Harvard sentado en el sofá de casa.
Múltiples formatos

“Vamos rápidamente hacia un mundo de abundancia en educación. A medida que ésta se desmaterializa, desmonetiza y democratiza cualquier hombre, mujer y niño del planeta podrá recoger los beneficios del conocimiento”, reflexiona Peter Diamandis, cofundador de Singularity University, un think tank de Silicon Valley que reúne a algunas de las mentes más inspiradoras del planeta. En el fondo es la puerta entreabierta hacia “un escenario de múltiples formatos educativos basados en la idea de que el individuo es una persona que aprende durante toda su vida”, valora Iván Bofarull, profesor de Esade. Consecuencia de esa desmaterialización, el aprendizaje digital a distancia (e-learning) promete un mercado de 244.000 millones de dólares en 2022.

Pero como si mirásemos el lado oscuro de algo con demasiada luz, ese protagonismo tecnológico resulta contradictorio. “Cuando la tecnología avanza tan rápido que el sistema educativo no puede adaptarse al mismo ritmo aumenta el paro, la diferencia salarial y con ello la desigualdad”, advierte un informe de CaixaBank Research. No existe ninguna evidencia, por ahora, de que “la mayor disponibilidad informática esté añadiendo valor adicional a la enseñanza”. Porque las aulas tienen una relación de ida y vuelta con el reto digital. “Un título universitario no es una póliza de seguros frente a la automatización del puesto de trabajo”, avisa Carl Frey, investigador de la Universidad de Oxford. “Sin embargo sí permite a los trabajadores con empleos en peligro de ser automatizados cambiarse a otros puestos libres de riesgo”.

La mejor estrategia, por lo tanto, pasa por minimizar el tiempo de ajuste entre velocidad tecnológica y educación. “Resulta imprescindible anticiparse y diseñar medidas educativas que ayuden a reducir los costes de transición. Cuanto más rápido sea el cambio, menor será el impacto”, analiza Oriol Aspachs, director de Macroeconomía de CaixaBank Research. Pero el cambio no es abrazar con desespero las tecnologías de la información sino identificar qué persigue el mercado de trabajo (creatividad, habilidades comunicativas, emprendimiento) y adaptarse. Sostiene el Instituto de Estudios Económicos (IEE) que debido a esa desconexión hay 85.000 empleos sin cubrir en España.

“La sociedad española necesitaría repartir por tercios su fuerza laboral en trabajos de baja, media y alta cualificación. Tenemos un porcentaje demasiado elevado en los extremos y demasiado bajo en el medio”, razona Gloria Macías, socia de McKinsey & Company. ¿Solución? La consultora PwC cree que un sistema de formación dual (trabajar y estudiar a la vez) como el alemán podría impulsar a largo plazo el PIB de España un 6,4%. Mandan las necesidades de las compañías. ¿Pero tendrán que sacrificar los jóvenes su vocación a este nuevo becerro de oro?

El filósofo Fernando Savater censura esta obsesión reciente de mezclar en las aulas la memoria y el deseo de las empresas. “La educación no puede supeditarse a lo inmediato, no puede responder solo a formar ‘empleados’ o ‘empleables’ ni puede dejar que las compañías diseñen, de acuerdo con sus necesidades, los planes de estudio. Educar es desarrollar la humanidad e ilustrar a los futuros ciudadanos. Los saberes en apariencia inútiles en el plano de la rentabilidad crematística (literatura, filosofía, historia) son los más útiles para la persona libre, no para el que tenga vocación de siervo; que es lo opuesto a la ciudadanía”. Quizá el sentido profundo de la educación sea solo eso: crear ciudadanos y no siervos.

En ese empeño, el mundo tiene deudas pendientes. Para alcanzar la educación universal en primera y secundaria, la inversión —avanza Bank of America Merrill Lynch— tendría que escalar de los actuales 1,2 billones de dólares a tres billones durante 2030. Sin embargo el malestar social, la desglobalización que promueve Trump y el proteccionismo pueden costar al planeta 1,8 billones de dólares en 2050. Una cuenta que pagarían los países más débiles y que accionaría esa bomba de explosión retardada que es el descontento. ¿Cómo explicaríamos este fracaso a los 600.000 niños sirios que penan como refugiados y no pueden asistir a clase?

Pero todavía queda esperanza. La educación tiene algunos aliados. Una demografía aún joven acude al rescate. En el planeta se sientan a estudiar 1.500 millones de chicos y su contribución resuena poderosa. Solo los estudiantes extranjeros aportan a la economía estadounidense 30.500 millones de dólares (28.600 millones de euros) por curso académico. La enseñanza es global y los libros pasan página. Los Gobiernos destinan el equivalente al 5% (cuatro billones de dólares) de la riqueza del mundo a las aulas. Y lejos de las grandes cifras, los países de la OCDE gastan, de media, 10.493 dólares (9.800 euros) por estudiante al año. Aunque el dinero ni da la felicidad ni la sabiduría.

“Economistas como Woessmann y Rafael Doménech sostienen que, alcanzados ciertos niveles, no existe relación entre más gasto y mayor rendimiento educativo: lo importante es invertir en mejor en educación”, recuerdan en BBVA Research. Además la OCDE advierte de que clases más reducidas tampoco aseguran mejores resultados y es un lugar común de nuestros días que la universidad no garantiza el empleo. “En Egipto, la expansión de las universidades ha producido muchos parados con título. Todo depende de lo que se entienda por buena educación y su relación con el mercado laboral local”, precisa Jill Hedges, experto de Oxford Analytica. En el caso griego, el analista propone ayudar a los desempleados a encontrar trabajo fuera del país. “Una manera de exportar paro”, asegura.

Una solución más que cuestionable y que bien se responde con unos versos de Juan Gelman: “No debería arrancarse a la gente de su tierra o país, no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida”. Porque lejos de librase del problema aventándolo en las fronteras, la mejora de la enseñanza y su impacto sobre el empleo recae en el tiempo de instrucción y la calidad de los profesores. Y esto también tiene mucho que ver con su nómina. El salario base medio de un profesor de primaria con 15 años de experiencia es de 42.675 dólares. Aunque esta cifra oscila al igual que un junco de un país a otro.

Pero si la sociedad quiere tener buenos alumnos deberá cuidar a sus docentes. Porque son esenciales. Hacen falta 69 millones de nuevos maestros solo para alcanzar los objetivos de desarrollo sostenible que la ONU se ha fijado en educación. Y hacen falta para maximizar el potencial de cada chico, “que es el Santo Grial de la enseñanza”, reflexionan en Bank of America Merrill Lynch. Porque el desafío hiere como una promesa incumplida. “La sociedad debe prepararse para trabajos que no existen con herramientas que no se han desarrollado para resolver problemas que aún no se han planteado”, martillea Almudena Semur, coordinadora del Servicio de Estudios del IEE.

El saber cotiza

Ajeno al trabalenguas, el mercado siente la vocación de los números. Desde 2010 casi medio centenar de empresas del sector educativo cotizan en Bolsa. Un hecho que también ha atraído a los gigantes del capital riesgo. Providence Equity Partners compró en 2011 la plataforma de e-learning Blackboard por 1.640 millones de dólares y Apollo se hizo el año pasado con la célebre editorial McGraw Hill tras desembolsar 2.400 millones. Al fondo, Amazon ha trazado una bisectriz que le lleva desde la venta de libros a la comercialización de la tableta kindle.

Educar a un chico resulta muy caro. En 1960 la manutención y la enseñanza suponían el 2% del coste de guiarlo a la edad adulta. Hoy los millennials tienen que afrontar un esfuerzo del 18%. A una familia estadounidense con ingresos medios criar un niño hasta los 18 años le supone 245.000 dólares. En Europa, la historia es un eco. Cuidar un chaval en el Reino Unido hasta alcanzar 21 años exige 230.000 libras, un 65% más que en 2003. ¿Y qué chicos, en España, se independizan a esa edad? En los antiguos libros de textos, en las disruptivas tabletas digitales, la educación se siente, a veces, tan sola como un huérfano en una tormenta.

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