No sabemos su nombre. Ni la edad que tiene. Ni qué come con los 1,3 euros al día que gana por coser las camisas y pantalones que su jefe luego vende en Europa multiplicado por diez. Con su salario, no se puede comprar ni la prenda más barata que haya en la tienda de Zara de cualquier ciudad española. Es una niña esclava, a ella nadie le hace homenajes de cumpleaños porque su única meta es salir viva de la esclavitud diaria que padece para que Amancio Ortega pueda llorar y presumir de emporio empresarial.
A sus ocho o nueve años, esta niña no va a la escuela pero eso no nos emociona en Occidente, porque no ha emprendido tanto y tan bien como el segundo hombre más rico del mundo, su jefe, que presume de origen humilde como si el origen fuera suficiente para ser justo con la gente sencilla el resto de su vida.
Tampoco sabemos nada de las cientos de niñas que han muerto abrasadas por las llamas en los incendios que tienen lugar en los talleres textiles de Bangladesh por menos de 30 euros al mes. Del último incendio conocido, sabemos que murieron 400 personas y más de 1.000 heridos. Ni siquiera sabemos si esta niña sigue viva o ha muerto mientras engordaba la cuenta de resultados del dueño de Inditex.
Sabemos algo más, pero no mucho más, de las criaturas que venden las ropas estilosas de Amancio Ortega en las tiendas de su emporio en España. Mujeres jóvenes a las que les pagan 800 euros y que su dueño, para evitar la representación sindical y que las trabajadoras reclamen derechos a un salario digno y un trabajo decente, despieza sus tiendas en innumerables sedes fiscales con el objetivo de pagar menos impuestos en el país que lo ha encumbrado a los altares de los emprendedores.
No sabemos nada de los pobres, de las víctimas del sistema capitalista que se nutre del sufrimiento y explotación de los seres humanos. De los ricos, en cambio, lo sabemos todo: cuánto ganan, dónde viven, el lujo del que están rodeados, adónde van de vacaciones, la elegancia de su vestimenta, la fecha de sus cumpleaños, los donativos que dan y lo trabajadores y sufridores que han sido para levantar su fortuna.
De los pobres sólo sabemos que se merecen ser pobres, que no han trabajado lo suficiente como para merecer una vida digna y que de vez en cuando les afecta un terremoto para el que damos un donativo, porque en Occidente, otra cosa no, pero somos muy buenos cristianos y nos encanta sentar a un pobre en la mesa por Navidad. Si te preguntas por qué los pobres son pobres ya pasas a ser enemigo y señalado por comunista y querer romper España. O las dos cosas.
En cualquier sociedad decente, Amancio Ortega estaría perseguido por la Justicia por haber levantado un emporio a base del sufrimiento de niñas de ocho o nueve años y de trocear sus empresas para pagar los mismos impuestos que cualquier pequeño y mediano empresario decente que se las ve y se las desea para sobrevivir.
Sin embargo, este gallego de fama internacional recibe honores del Gobierno de España, premios de reputados institutos internacionales y es el héroe en todas las escuelas de negocios. Las lágrimas de Amancio Ortega por su 80 cumpleaños ocupan portadas en esta versión de capitalismo a lo Paulo Coelho que nos paraliza con la emotividad para que no pensemos que es inmoral poder ser enterrado en dinero, mientras que tus empleadas ganan menos que lo que cuesta una camisa en cualquiera de tus tiendas de ropa con olor a plástico y a sufrimiento humano.
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