De muchas incomunicaciones profundas ¿quién te ha librado?: el libro, el libro y su lectura libre, es decir, los libros, el juego de ideas que es como el río que no cesa en forma impresa. De él emergen todas las voces, todas las palabras, todos los mensajes.
Chapeau, monumento al libro en el lugar que antes estuvieran las alambradas del Muro de Berlín. Aunque mucho me temo que no caerá esa breva en tiempo breve.
Tan excelente el libro, que no puede comprenderse cómo cabe preferir los medios de masa a una buena masa de libros. Cuando un libro se quema, algo suyo se quema, señor conde, algo de su ecología humana queda dañado en lo profundo. ¿Y cuando llegue el momento de convertirse al fin en hombre-libro porque ya los libros no interesen a los hombres? Bueno, quizá entonces encarnaremos en nosotros la historia de la humanidad.
Así pues, el libro debería ser, y a pesar de todo es, el mejor comunicador, porque no sustituye en modo alguno al ser humano, sino que como lectores nos permite un dialoquio tranquilo y un soliloquio profundo y bien temperado con las páginas del autor, dando a través de ellas entrada a eventuales diálogos con los ángeles y con los demonios, con las flores y con las cloacas, con todo lo pensable, posible e imaginable. Anímate, tírale los tejos: el libro siempre te espera, siempre está ahí del salón en el ángulo oscuro para que retomes su lectura o reinterpretes su discurso, no cabe pensar dialogante más franciscano, más modesto, más silente ni más agradecido. El dice siempre lo mismo, pero te brinda la posibilidad de que tú lo leas de distinto modo, de que digas, desdigas, contradigas y hasta que calles. Si quieres, puedes estar toda una vida dialogando con él sin pasar página, él no tiene prisa ni desperdicio, es todo para ti. Puedes plagiarle incluso, que él no va a delatarte, porque te sabe y te siente suyo sin posesividad: está hecho para ti y gusta descansar en ti.
El libro te recuerda también ese tu pasado más o menos remoto en que lo leíste con otros ojos menos castigados por las dioptrías, dando de esta forma continuidad a tu propia vida, a esas horas mágicas de tu infancia, así recuperada, en las que trepabas por sus ramas con el vigor inusitado del ayer siempre mejor; porque tú-eres-tú-y-tus-lecturas. Recuerda, pues, lector leído: no existe locuacidad mayor que la mudez de nuestras bibliotecas, ni más caudalosos ríos de palabras en silencio que nos llevan hacia el País de Metáfora, ese lugar donde siempre es más lejos y donde nunca es eclipse.
El libro, sin más: ¿hay quien dé más, cabe regalo mayor? Sólo el que escribe, sólo el que lee, sólo el que lee y escribe lo sabe. El libro: en los días tan honrado, y en las canas tan anciano, y en las noches tan generoso y en las postrimerías tan experimentado. Por lo demás no te excuses, el libro continúa ofreciéndote aún hoy los tres estilos medievales: el humilde, el mediocre y el alto, puedes acogerte a cualquiera de esos escalones, o a los tres, pues los tres son transitables con distinto grado de provecho por tu pupila.
Y cuando además de lector apasionado tienes la suerte de ser escritor apasionado, entonces lo del libro adquiere ya caracteres góticos, y puedes escribir cosas como ésta de primeros del siglo XVI pero comprobable por cualquiera en cada instante de su dedicación: «En traducir las sentencias, en ordenar las palabras, en examinar los romances, en castigar y tantear las sílabas, cuántos sudores se hayan sufrido en el enojoso verano, cuántos fríos en el enojoso invierno; cuánta abstinencia habiendo de comer, cuánto trasnochar habiendo de dormir, cuánto cuidado estando descuidado, júzguelo el que lo experimentare si a mí no me creyere» (Fray Antonio de Guevara: Relox de Príncipes, pp. 60-61).
Para una buena ecología, compañero, ponga un libro en su mesita de noche (tocho o literatura de cordel, vale igual), y apague a ser posible el ruidoso televisor lo antes posible. No hay ecología sin librería, ni cuerpo sano que no lo fuera en mente leída. Ponga un libro en su vida.
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