miércoles, 19 de enero de 2011

EL ESTIGMA. El virus que ‘se merienda’ a los niños


Ucrania está viviendo una alerta sanitaria insólita en Europa: el 1,4 por ciento de la población es seropositiva. Y en el último año se detectaron 19.000 nuevos casos. Los números son de epidemia. Y el virus se ceba con los más pequeños. En un país donde hay 120.000 niños en las calles y 62.000 en orfanatos, la situación es dramática. ‘XLSemanal’ acompaña durante un día a los que luchan en primera línea contra el sida en Kiev.


 
8.05 de la mañana. Vera Alexandra es la paciente más joven del hospital infantil Okhmadut. Tiene siete meses y sólo pesa tres kilos. Sus percentiles son liliputienses. Vera Alexandra es seropositiva. «El virus consume la mitad de lo que come», cuenta la enfermera que le da el biberón. De momento, no pueden suministrarle antirretrovirales. Primero hay que engordarla. Sin un poco más de ‘chicha’, no resistiría el tratamiento. Vera Alexandra es una víctima más de la plaga que está chupando la savia más joven de la sociedad ucraniana. Una generación condenada al orfanato o a la calle. De los ocho millones de menores de edad que hay en el país, 62.000 han sido abandonados por sus padres o se han quedado huérfanos. Otros 120.000 vagabundean por las calles, mendigando y robando. ¿Hay algo peor que ser huérfano o indigente cuando todavía eres un crío? Sí, lo hay: ser, además, portador del virus del sida.

La madre de Vera Alexandra es drogadicta y la abandonó en la maternidad donde dio a luz. Firmó un papel para que el Estado se hiciese con la tutela. Sabía que el bebé tenía más oportunidades de sobrevivir en una institución que con ella. Vera Alexandra es uno de los 24 niños seropositivos ingresados en Okhmadut. Las cifras son implacables. En el último año nacieron 24.452 niños de madres seropositivas, de los que 2.500 fueron contagiados por el virus, 1.700 están recibiendo tratamiento y casi 300 murieron.


Las visitas a Okhmadut deben ser rociadas con un desinfectante porque los bebés están muy inmunodeprimidos. El VIH abre la puerta a todo tipo de complicaciones: leucemia, infecciones oportunistas, tuberculosis... El retorno de esta dolencia pulmonar, que se creía desterrada, asusta. La tisis se contagia por el aire. Y el último fármaco efectivo data de hace 60 años... Alexandre, de ocho años, lleva una mascarilla y el cráneo mondo por la quimioterapia. Lucha contra un linfoma con la determinación de un gladiador. Su madre lo mira como si no se creyese lo que ocurre. La psicóloga cuenta que un problema añadido es el ‘efecto ostra’: en muchos casos, los chiquillos mueren porque sus padres se niegan a aceptar el diagnóstico. Otro de los dilemas se presenta a la hora de revelarle al niño su condición de seropositivo. Suele hacerse cuando tiene cinco o seis años. «Cuanto más mayores son, más difícil es contárselo. Los peques aceptan mejor la enfermedad.» Los que no suelen aceptarla son los compañeros de colegio... y tampoco muchos profesores; y menos aún los padres de los otros niños. El estigma es despiadado. Por eso, también hay que enseñarles a guardar el secreto. En ocasiones, el diagnóstico llega demasiado tarde, cuando la infección está muy avanzada y lo único que se puede hacer es ahorrarles sufrimiento. Pero faltan unidades de cuidados paliativos.


10.32 horas. Centro de día para niños de la calle. Alguien le dio un puñetazo en el ojo a Zhenya, al que jamás se le ocurriría ir a un hospital. Desconfía de todo el mundo, en especial de la gente con bata o uniforme. Zhenya sólo se fía de sus dos perros. Pasa hambre muchos días, pero si tiene un bocado, les da primero a sus perros. Así que Zhenya iba por ahí con un ojo morado. Pero la inflamación de los párpados no bajaba y el color violeta viró a un marrón oscuro, carbonizado. Una mañana, el ojo de Zhenya, entre lagrimeos, resbaló de la cuenca como una nuez podrida y cayó a la acera. Zhenya tiene derecho a una pensión, pero no ha rellenado los papeles... ni lo hará.


Olga, de 17 años, se protege de otra manera. Lleva el pelo cortísimo y se viste como un chico. De hecho, se hace pasar por un chico. Olga evita así que la violen otros indigentes. Ha ido al centro a comer algo y a lavar su ropa. Tiene todos los dientes picados y una trabajadora social concierta una cita con un odontólogo. «A veces, nos cuesta un mes convencer a nuestros ‘clientes’ para que se den una ducha o se cepillen los dientes. Es un primer paso. Si les sugieres algo, su primera reacción es rechazarlo. Así que hay que tener mano izquierda», cuenta. El centro abre de diez de la mañana a diez de la noche. Muchos chavales llegan con síndrome de abstinencia y están a la que saltan. El mono de pegamento es muy agresivo, así que el personal intenta mantenerlos ocupados. «No se los deja entrar si no están sobrios. Tampoco podemos tener una agenda fija, porque llegan a cualquier hora, hambrientos, ateridos. Lo primero es que coman algo. Luego charlas con ellos. Algunos están embrutecidos después de varios años en la calle, otros son muy críos y están muertos de miedo. Hay talleres donde aprender un oficio: soldadura, albañilería... Pero lo más difícil es descubrir lo que quieren hacer, porque ni ellos mismos lo saben.»


12.49 horas. Pabellón de tratamiento y prevención de sida del hospital público número 5. Hay 7.000 seropositivos registrados en el hospital número 5 de Kiev, el 20 por ciento del total de las personas infectadas en la capital. Y el Estado sólo destina 20 céntimos diarios por paciente, así que el servicio depende de los colaboradores extranjeros, como Unicef, y de la creatividad local. Y, aunque el tratamiento es gratuito, hay que pagar por muchas de las pruebas diagnósticas. Incluso por la sangre de una transfusión; en ocasiones, el paciente tiene incluso que ‘buscar’ la sangre, convenciendo a algún familiar o amigo compatible para que done.


La doctora Irina Rauss es la responsable de controlar la tasa de contagio vertical, esto es, de madres a hijos. Tratamiento temprano, parto por cesárea y no amamantar al bebé son las claves. No obstante, en el hospital hay registrados 540 niños, de los que 140 son portadores confirmados. «Tenemos que ser psicólogos antes que médicos. Cuando nos llega una joven embarazada que sospecha que puede ser seropositiva, a veces hay que cogerla literalmente de la mano y llevarla agarrada a la consulta. Otros problemas son depresión, intentos de suicidio, sobre todo entre las adolescentes, y los cánceres intravaginal y de mama, que se aprovechan de la disminución de las defensas.»


La dura transición del sistema soviético al capitalismo está en la raíz de la epidemia. Tasas de inflación desbocadas, desilusión general y una sociedad cada vez más egoísta hicieron que parte de la población buscase una manera de evadirse de la realidad, algo parecido a lo que ocurrió con la heroína en España en los 80. Y el tipo de droga más popular en Ucrania es una mezcla casera de opiáceos que se cocina como si fuera una sopa y que tiene un ingrediente peligrosísimo: plasma sanguíneo. La sangre se utiliza para que el mejunje sedimente. Los drogadictos suelen compartir jeringuilla y, si la sangre está infectada, el contagio está garantizado. Además, los sueldos son muy bajos. El salario medio oscila entre 150 y 300 euros. Y muchas chicas ven en la prostitución una salida, así que la vía de contagio sexual también ha aumentado.


18.10 horas. Clínica de orientación para jóvenes. La entrada es secreta. No hay carteles. Hay que cruzar un pasillo decorado con grafitis y subir unas escaleras mal iluminadas en un ala del hospital pediátrico número 9 de Kiev. En las puertas de las consultas, tampoco se indica el nombre del médico o la especialidad. Confidencialidad absoluta. Se intenta así que los jóvenes, de diez a 24 años, superen sus temores a la hora de pedir asesoramiento sobre prevención de enfermedades de transmisión sexual o consultar al urólogo. A veces, los chavales se acercan a la recepción simplemente a recoger un par de condones gratuitos. Es una de las 76 clínicas de orientación juvenil que hay en Ucrania, atendidas por personal voluntario: doctores, enfermeras, psicólogos y trabajadores sociales, aunque no es fácil completar las plantillas. Los médicos están muy mal pagados en Ucrania. El salario de un recién licenciado ronda las 1.500 grivnas mensuales, unos 120 euros. Y hacer horas extra gratis no apetece... No obstante, Victoria, una de las trabajadoras sociales, explica que hay otras compensaciones. «Yo empecé de casualidad hace diez años y todavía sigo. Cuando trabajas con jóvenes, recibes energía a raudales. No hay profesionales quemados aquí.»


23.17 horas. Patrulla social callejera. Leonid circula con una furgoneta por la periferia de Kiev. Lo acompañan una asistente social, una enfermera y una psicóloga, además de Igor, un tipo que se conoce las calles como la palma de su mano. La furgoneta estaciona junto a un parque; tierra, dos columpios, farolas. Es el punto de encuentro. Igor ha hecho correr la voz entre los grupos de chavales que esa noche la furgoneta dará una vuelta por la zona. Les llevan galletas, zumos y mantas. Y, si quieren, les hacen una prueba rápida del sida en la misma furgoneta, a la luz de un flexo. Tarda media hora. El primero en acercarse es Anatoly, seis años viviendo en las calles. Anatoly no quiere galletas, quiere dinero. Y anda con ganas de bronca. La razón de su nerviosismo no tarda en asomarse: se llama Galina, tiene 17 años y está embarazada de 32 semanas.


La última en llegar es Marina, también de 17 años. Es de Uzgorod, en los Transcárpatos, pero prefiere mendigar que vivir con su madre, alcohólica. Lleva desde los 12 buscándose la vida. Su padre abandonó a la familia. «En casa es un infierno.» No sabe leer ni escribir. Tampoco tiene pasaporte. Hace unos días su hermano Artur, de 13 años, se unió a ella. Han estado viviendo en el cuarto de calderas de un edificio abandonado, pero hubo un incendio y tuvieron que irse. Ahora han acampado en un bosquecillo junto a uno de los puentes del río Dniéper, donde reúnen leña para hacer una hoguera. Un poncho para quitarse el relente, esterillas y bolsas de supermercado con sus pocas pertenencias son su ajuar. «Dios me envió a este mundo y este mundo está empeñado en mandarme de vuelta con Dios», sentencia Marina. Pero habla sin resentimiento. Y sonríe todo el rato, aunque a uno de sus amigos lo apalearon hasta la muerte otros indigentes cuando descubrieron que era seropositivo. Marina lleva un abrigo limpio y no tiene un aspecto descuidado. «Me aseo en el río todos los días, aunque haga frío», dice. Guiña mucho los ojos, las pestañas le crecen hacia dentro y no ve bien. Resume sus ilusiones: «Me gustaría tener un trabajo, un teléfono móvil, un techo y vivir sin dolor».

Carlos Manuel Sánchez
MAGAZINE SEMANAL 21-11-10

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