Fragmento de Instituto Tavistock (Págs 215 a 222)
La televisión es el medio más eficaz de aplicar lavado de cerebro, pero no el único. La avenida Madison de Nueva York, epicentro de la publicidad, también ha aportado su granito de arena, y por extensión el «culto a los famosos» contribuye a difundir ampliamente lo que Tavistock quería que creyéramos. En los años veinte, Edward Bernays convirtió la propaganda de tiempo de paz en relaciones públicas. Las relaciones públicas crearon la sociedad de consumo, que, según se decía, iba a ser la guinda de la tarta del capitalismo de libre mercado, con la introducción de los patrocinios de famosos y la colocación de productos. Las relaciones públicas consolidaron las teorías de la psicología de masas y los planes que tenían las empresas y los políticos de influir en las creencias del ciudadano medio apelando, por encima del intelecto, directamente a las emociones y a los instintos.
«La gente ya lleva más de cincuenta y cinco años viendo anuncios publicitarios que, mediante un inteligente uso de imágenes y de música, intentan manipular los impulsos subconscientes y los instintos para vender productos. La mayoría dura menos de un minuto, pero contienen numerosas imágenes y a menudo una música repetitiva y pegadiza.»[77] Es una fórmula sencilla. Si usted es una persona joven de la cultura occidental, la publicidad satisface las necesidades informativas que tiene usted respecto de hacerse mayor y vivir la vida. Si lo analiza, verá que, en lo que se refiere al estímulo emocional y no racional, prácticamente no hay diferencia entre ver series de televisión y ver publicidad en la televisión. Las dos cosas venden un punto de vista. Sin charlas, sin clases. Sin decirnos esto es lo correcto y esto es lo incorrecto. Se limitan a expresar, a través de las experiencias ajenas, cómo es o cómo puede ser la vida para el grupo de población al que va dirigido. Es muy posmoderno y muy engañoso. La realidad funciona, porque, como tal, puede ser orquestada y manipulada.
Uno de esos puntos de vista puede ser, fácilmente, la nostalgia. La nostalgia, como en Cuéntame cómo pasó, es una cosa interesante, actúa como un pasado común que une a las personas que pertenecen a esa época o a esa generación en particular. Si se utiliza correctamente, también puede resultar muy práctica para manipular a la gente. Esto los publicistas lo descubrieron hace mucho, y puede que sea ésa una de las razones de que en estos diez años hayan vuelto a estar de actualidad determinadas modas y tendencias de las tres últimas décadas.
A juzgar por lo que aparece en la publicidad hoy en día, puedo deducir que hay personas creativas, que poseen recursos y carecen de escrúpulos, intentando constantemente descubrir qué cosas valora más la gente, para a continuación buscar la manera de vincular su producto a las estrellas.
Precisamente por su misma razón de ser, no existe ningún producto capaz de ayudarnos a alcanzar los ideales que se nos prometen visualmente, como por ejemplo la unión familiar, el poder personal, la autoestima, la sociabilidad, la seguridad, el atractivo sexual y una orientación clara dentro de un mundo cada vez más confuso.
La publicidad es el proceso de fabricar glamour. El glamour es el estado de ser envidiado. Por lo tanto, la publicidad habla de la felicidad solitaria que le llega a uno cuando es envidiado por los demás. Pero la envidia tiene un lado siniestro que casi siempre ha sido pasado por alto en el pensamiento del siglo XX. Desde la Edad Media, la envidia ha sido la palabra que mejor identifica las causas del sufrimiento humano. Al igual que la desesperación, la envidia se deriva de la separación de la persona respecto del objeto de deseo, más la sensación de impotencia al no poder alcanzar lo que se desea. En la envidia, la necesidad de conseguir se convierte en la necesidad de destruir.
Y aun así, en el centro de ese odio reside la notable profundidad y la simplicidad del anhelo humano, anhelo por la vida, por los ideales, los valores, la vitalidad y el amor. Anhelo por la conexión con alguien. Anhelo por la belleza. Es un anhelo que se proyecta de forma optimista mediante símbolos, imágenes y conceptos idealizados.
La publicidad es la versión de la mitología que se da en la cultura del consumo. Ninguna sociedad existe sin contar con alguna forma de mito. Así pues, no es de sorprender que una sociedad que está basada en una economía de producción y consumo en masa desarrolle un mito propio en forma de anuncio publicitario. Al igual que el mito, la publicidad toca todas las facetas de la vida, y al igual que el mito, se sirve de lo extraordinario para aplicarlo a lo trivial.
¿Para qué iban a querer los creadores de anuncios evocar la envidia y el odio? Howard Gardner, en un libro en el que comparaba a Piaget con Levi-Strauss, escribió lo siguiente: «Los mitos tienen como finalidad tratar los problemas de la existencia humana que parecen insolubles; encarnan y expresan estos dilemas dándoles una estructura coherente, y de esa forma los hacen inteligibles. Gracias a que los mitos poseen una estructura similar a la de muchas situaciones del “mundo real”, establecen un punto de equilibrio en el que los hombres pueden comprender los componentes cruciales del problema. Así pues, el mito satisface intelectualmente y fortalece socialmente.»
Los anuncios publicitarios cargados de imágenes repletas de valores que no guardan relación con el producto pueden alejarnos de los mismos valores que están explotando, confundirnos acerca de cómo hay que alcanzar dichos valores, y abrir la puerta a la desesperanza, el resentimiento y la apatía.
Como los productos no proporcionan la recompensa psíquica que prometían las imágenes del anuncio, nos quedamos con la duda de si habrá algo que la proporcione. Si continuamos con esa duda, terminaremos deprimiéndonos y viendo casi todos los productos rodeados de un agujero negro, el negativo fotográfico de su antiguo resplandor, el agujero negro de las promesas incumplidas.
Y en ese agujero negro, que no es sino la explotación por parte de la publicidad de muchas imágenes ideales, se mete cualquier religión que prometa romper el círculo de la idolatría y conectarnos con el único ideal grandioso que trasciende a todos los demás: Dios, la inmortalidad, la conciencia cósmica, la iluminación, el mundo de los espíritus, el yo profundo o como demonios se lo quiera llamar. Haciendo uso de técnicas que son fundamentalmente religiosas, la publicidad, sin darse cuenta, está haciendo publicidad de la religión.
Vista como religión, la publicidad estimula a la gente a que crea que los ideales más vívidos y más atrayentes de nuestra cultura son fáciles de alcanzar, sólo con que demos con el producto adecuado y, por extensión, acertemos con el sabor, la filosofía, la iglesia, el gurú, la secta y hasta los fármacos que mejoran el rendimiento.
Ésa es una posibilidad inquietante; pero hay otra que lo es todavía más. ¿Es posible que estemos fabricando una generación que desconfía de todos los ideales, porque las presentaciones más potentes y más convincentes de dichos ideales tienen lugar en anuncios de televisión, un sitio donde los ideales se prostituyen al servicio de las ventas? ¿Somos responsables de que la generación actual sea la que tenga menos ilusiones de toda la historia de la humanidad, una generación de personas que van a tener dificultades para no odiar esa belleza que se utiliza en la publicidad para manipularlas y que acaba decepcionándolas? Peor todavía, ¿odiarán también verse delicadamente superadas por la belleza auténtica cuando se la encuentren en el mundo?
¿Seguirán siendo capaces estas personas de abrigar esperanzas, de tener fe, de fijarse metas y de creer en algo que no sean ellas mismas?
Resulta irónico que la mayoría de los anuncios no haga uso de la obviedad sexual pero en cambio se basen en contar una historia sexual en la que la seducción, el engaño y la pasión aparecen retratados como medios aceptables para tener personalidad.
Inseparables de la ropa que vestimos y de los productos que usamos son las ideas y las fantasías que nos hacemos respecto de nuestro cuerpo. Los productos de belleza muestran los rituales del momento en que los usamos como ocasiones trascendentales, y los productos dietéticos evocan la imaginería religiosa de culpabilidad y salvación. El cuerpo en sí debe ser manipulado con ansiedad y ejercitado de forma sistemática por la persona en cuestión, hasta que se convierta en un anuncio publicitario de sí misma, un complicado cartel que hay que leer y admirar.
La cualidad de la belleza no siempre ha sido tan rebuscada. Desde los tiempos de los griegos hasta principios del siglo XX, los filósofos y los poetas relacionaban la belleza con ideas tan gloriosas como la verdad y la armonía. Para Dante, dichos ideales constituían las luces que iluminaban la existencia. No hay más que recordar el final de la Oda a una urna griega de Keats:
La belleza es verdad, y la verdad, belleza, nada más se sabe en esta tierra, y nada más hace falta.
Las portadas de revistas o las tiras cómicas en las que la seducción femenina de las primeras y la claridad narrativa de la segundas han absorbido la totalidad de los impulsos creativos del artista, son despreciables, pero no porque insistan en el atractivo sexual o en concentrarse en lo anecdótico —Tiziano y Boucher podrían competir con la revista, Giotto y Goya con la tira cómica—, sino porque les falta riqueza interior. Son superficiales por la misma razón que los artistas abstractos son triviales y a menudo insignificantes.
El éxito de la publicidad moderna es reflejo de una cultura que por sí misma ha preferido el espejismo a la realidad.
Merece la pena pararse a reflexionar un momento acerca de las imágenes supernormales sobre la perfección que aparecen en los medios, porque cualquier imagen que pretenda sugestionar tiene una naturaleza doble. Por un lado, las imágenes idealizadas pueden dar valor a la persona y orientarla. En la búsqueda de lo inalcanzable, la gente alcanza cosas maravillosas. Ese ideal edificante puede ser amar como amó Jesucristo, manifestar la compasión de Buda o tener la sabiduría de Confucio.
En el mundo occidental de la «igualdad de oportunidades», si uno intenta alcanzar esos ideales pero no lo consigue, tiene derecho a sentirse orgulloso de haber realizado el esfuerzo. La cultura de quienes vivimos en el siglo XXI está guiada por ideales inalcanzables: libertad, igualdad y felicidad. El hecho de fracasar en el intento, cuando perseguimos grandes ideales, constituye el centro de nuestra forma de ser, luchadora, romántica, quijotesca. Hoy, para la mayoría de los occidentales, con frecuencia lo hiperreal ha sido sólo una manera de mirar hacia un futuro que ha sobrepasado los sueños más descabellados de la ciencia ficción.
Pero las imágenes idealizadas enaltecen a la persona únicamente cuando existe alguna forma de desplazarse desde donde está hasta donde están los valores implícitos en esas imágenes. Si no hay nada que nos vincule a la imagen, el ideal parece inalcanzable, nos sentimos muy lejos de él y, por consiguiente, no existe un vínculo entre el ideal y el público, sino sólo esa distancia.
La publicidad fomenta la desesperación. En primer lugar, rodeándonos de imágenes de una perfección inalcanzable, y en segundo, diciendo de forma implícita que ese producto va a proporcionarnos el ideal, cuando en realidad no puede hacer tal cosa. La gente no necesita un automóvil nuevo cada tres años, la televisión de plasma aporta poca riqueza a la experiencia humana, un vestido largo no repercute en la expansión del conocimiento, ni incrementa la capacidad de amar. Así lo expresó un crítico de la publicidad: «La tristeza traiciona la idea idílica (de que la publicidad es un mundo más que perfecto).»
La desesperanza es un producto secundario de la experiencia, que depende del modo en que la publicidad promete proporcionar los valores implícitos en sus imágenes hipernormales.
Tal como señaló agudamente Vladimir Nabokov. «En nuestro amor por lo útil, por los bienes materiales de la vida, nos hemos convertido en fáciles víctimas del negocio de la publicidad. El rico filisteísmo que emana de los anuncios publicitarios no se debe a que éstos exageren o inventen la gloria de tal o cual artículo, sino a que sugieren que el colmo de la felicidad humana se puede comprar y que el hecho de comprarlo ennoblece al comprador. La parte divertida, claro está, no es la de que este mundo sea un lugar en el que ya no queda nada espiritual excepto las sonrisas felices de las personas que sirven cereales celestiales, sino la de que es una especie de satélite en la sombra, en cuya existencia no creen de verdad ni los vendedores ni los compradores.»
La publicidad es meramente un mito moderno que cumple la misma función que la mitología de las culturas de la Antigüedad. Si la publicidad es de verdad un sistema mitológico, sin duda alguna es un mito que ha fracasado en su responsabilidad fundamental, la de aportar identidad personal y significado espiritual a aquellos a quienes va dirigido.
«Estar inmerso en la cultura clásica —escribe Harley Schlanger— desarrolla nuestra comprensión de la historia universal, de las ideas que hay detrás de las batallas, y nos prepara para actuar como líderes en nuestra época. Y en el corazón de la cultura clásica realmente grandiosa, como en las tragedias, el autor demuestra que el destino trágico no es inevitable, sino que existe una manera de actuar gracias a la cual se puede evitar la tragedia.»[78]
Como ilustran los hechos en el caso de la famosa Hermandad de la Vida Común, el estudiante que se beneficia de dar un enfoque clásico a los procesos cognitivos es el estudiante que encuentra, en el peor de los casos, una oportunidad decente de convertirse en un genio original calificado.
Esta cualidad del conocimiento por la inteligencia es lo que distingue al hombre de las bestias. Son esos descubrimientos realizados y corroborados gracias a la capacidad de la mente humana y transmitidos de unos a otros, los que han permitido al hombre incrementar la densidad potencial de la población, de unos pocos millones de individuos de mala calidad a más de trescientos millones en el siglo XV y casi siete mil millones en la actualidad.
La historia, explicada desde el punto de vista del desarrollo cognitivo de culturas universales y de cada uno de los individuos de una cultura determinada, también adquiere el valor de ciencia. Gracias a la coherencia de las ideas, la humanidad está por encima del mono y la mayoría por encima de la condición bárbara y feudal del concepto de «borrego». La historia, en ese sentido, es la historia de las ideas, de su producción, de su circulación y de su realización.
No obstante, el primer requisito previo para entender cuál es el lugar que nos corresponde por derecho en el universo es que usted, lector, apague el televisor y, lo que es más importante, lo mantenga apagado, a la luz de las pruebas aportadas sobre las diabólicas y perversas intenciones de Tavistock.
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