No hay fuerza más bella y más eficaz de autoridad que el ejemplo. Los adultos, padres y educadores, nos empeñamos en transmitir valores a nuestros hijos y alumnos. Lo hacemos a través de programas, proyectos, lecturas, consejos, advertencias, reproches, castigos… y un sinfín de estrategias “educativas”.
No caemos en la cuenta, muchas veces, de que hay una forma mucho más eficaz de aprendizaje de los valores. Es el aprendizaje vicario del que habla el psicólogo ucraniano-canadiense Albert Bandura. Es también conocido como aprendizaje observacional, de imitación, modelado o aprendizaje cognitivo social.
Este aprendizaje esta basado en una situación social en la que al menos participan dos personas: el modelo, que realiza una conducta determinada y el sujeto que realiza la observación de dicha conducta; esta observación determina el aprendizaje. A diferencia del aprendizaje por conocimiento, en el aprendizaje social el que aprende no recibe refuerzo, sino que este recae en todo caso en el modelo; aquí el que aprende lo hace por imitación de la conducta que recibe el refuerzo.
De los cientos estudios realizados por Bandura, un grupo se alza por encima de los demás: los estudios del Muñeco Bobo. Los llevó a cabo a partir de una película en la que una chica pegaba al muñeco, gritando: ¡estúpidooooo! Le pegaba, se sentaba encima de él, le daba con un martillo gritando frases agresivas. Bandura enseñó la película a un grupo de niños de guardería que como se podrá suponer saltaron de alegría al verla. Posteriormente se les dejó jugar. En el salón de juegos había varios observadores con bolígrafos y carpetas, un Muñeco Bobo nuevo y algunos pequeños martillos… Se observó al grupo de niños y se anotaron sus comportamiento con el Muñeco Bobo… Le pegaban gritando ¡estúpidooooo!, se sentaron sobre él, le polpeaban con martillos y demás, es decir, imitaron a la joven de la película. Esto podría parecer un experimento con poco de aportación en principio, pero consideremos un momento: los niños cambiaron su comportamiento sin que hubiese inicialmente un refuerzo dirigido a explotar dicho comportamiento.
En respuesta a la crítica de que el Muñeco Bobo estaba hecho para “ser pegado”, Bandura incluso rodó una película donde una chica pegaba a un payaso de verdad. Cuando los niños fueron conducidos al otro cuarto de juegos, encontraron lo que andaban buscando: “un payaso real. Entonces procedieron a darle patadas, golpearle, darle con un martillo, etc.
En el año 2001 publiqué en Buenos Aires un libro titulado “Una tarea contradictoria: educar para los valores y preparar para la vida”. En el prólogo dejo constancia de un certero pensamiento del biólogo chileno Humberto Maturana: “Tenemos que enseñar porque aquello que enseñamos no lo estamos viviendo. Yo creo que ese es el verdadero problema con los valores”.
El dueño de un huerto de árboles frutales sorprendió un buen día a un muchacho encaramado en lo alto de un árbol. Tenía en sus manos un saco en el que estaba metiendo las peras que afanosamente recogía con sorprendente habilidad.
El dueño gritó enfurecido:
- ¡Eh, tú! ¿Qué estás haciendo? Bájate ahora mismo del peral y dame ese saco con la fruta que me estás robando.
Y añadió en un tono severo y conminatorio:
- ¿Cómo se llama tu padre? Llámalo, dile que quiero hablar con él sobre lo que estabas haciendo.
El chico mira hacia arriba y dice:
- Papá, baja del árbol. Aquí hay un hombre que quiere hablar contigo.
Es fácil imaginar el desconcierto del afligido horticultor. ¿Qué le puede decir al padre del muchacho, salvo pedirle que le entregue el saco con la fruta que ha robado? ¿Qué le puede explicar ese padre a su hijo sobre la obligación de respetar los bienes ajenos? ¿Cómo le puede reprochar su comportamiento? ¿Con qué autoridad le puede reprender por lo que hace y exhortar para que se comporte de otra forma en el futuro? Si los adultos viviésemos los valores no habría necesidad de dar tantas lecciones sobre ellos. Decía Séneca: “Elige por maestro a aquel a quien admires, más por lo que vieres en él que por lo que escuchares de sus labios”.
Todos los lectores y lectoras recordarán el famoso cuento de los hermanos Grimm.
Había una vez un pobre muy viejo que no veía apenas, tenía el oído muy torpe y le temblaban las rodillas. Cuando estaba a la mesa, apenas podía sostener su cuchara, dejaba caer la copa en el mantel, y aun algunas veces escapar la baba. La mujer de su hijo y su mismo hijo estaban muy disgustados con él, hasta que, por último, le dejaron en un rincón de un cuarto, donde le llevaban su escasa comida en un plato viejo de barro. El anciano lloraba con frecuencia y miraba con tristeza hacia la mesa. Un día se cayó al suelo y rompió la escudilla que apenas podía sostener en sus temblorosas manos. Su nuera le llenó de improperios a los que no se atrevió a responder, y bajó la cabeza suspirando. Le compraron una tarterilla de madera, en la que se le dio de comer de allí en adelante.
Algunos días después, su hijo y su nuera vieron a su niño, que tenía algunos años, muy ocupado en reunir algunos pedazos de madera que había en el suelo.
- ¿Qué haces?, preguntó su padre.
- Una tartera, contestó, para dar de comer a papá y a mamá cuando sean viejos.
No dijeron ni una palabra. Después se echaron a llorar. Volvieron a sentar al abuelo a la mesa y comió siempre con ellos, siendo tratado con la mayor amabilidad.
¿Qué ejemplo le estamos dando los adultos a los niños y los jóvenes a quienes pretendemos educar?
Pienso ahora en tres ámbitos dentro de los cuales se hace imperiosa la necesidad del ejemplo:
Ámbito social: Algunos políticos están diciendo con sus vidas y con sus comportamientos que “todo vale” para hacerse con el poder o mantenerse en él. Lo mismo habrá que decir de los banqueros respecto al dinero o de los famosos respecto a la fama.
Ámbito docente: Lo que somos los profesores influye de manera determinante sobre los alumnos. Mucho más que aquello que decimos o recomendados. Lo decía Voltaire: “Los ejemplos corrigen mucho más que las reprimendas”.
Ámbito familiar: Los padres y madres actuamos, a veces, de manera inconveniente. El padre subido al árbol, poco puede decir a su hijo sobre la inconveniencia de robar al prójimo.
La falta de coherencia entre el discurso teórico y los hechos, no solo produce esterilidad en cuanto a la aparición de buenos hábitos en los niños y en los jóvenes. Lleva, además, a una reacción despectiva e incluso agresiva hacia quien dice una cosa con las palabra y otra con los hechos.
¿Cómo puede aconsejar decencia un político corrupto, amor al conocimiento un profesor perezoso, respeto a la dignidad de las mujeres un padre machista o castidad un sacerdote pederasta? Pueden hacerlo, claro. Pero solo cosecharán, como respuesta, irritación y desafecto. Una cosa es predicar y otra dar trigo. Decía Madame de Sablé: “Nada hay más peligroso que un buen consejo acompañado de un mal ejemplo”.
Publicado por Miguel Ángel Santos Guerra
| 21 Diciembre, 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario