Son tres protagonistas cuyas historias ponen nombre a una
realidad que padecen miles de niños en países empobrecidos
Malala Yousafzai,
Bibi Aisha y Omar Fidai. Tres nombres propios para tres historias con un nexo común: la privación de su infancia. También son tres
protagonistas de una realidad compartida por unos 61 millones de niños (más de
la mitad niñas) en el mundo en desarrollo.
Entre ellos, ha sido
la historia de Malala la que ha vuelto a poner ante los ojos del mundo hasta
qué punto el hecho de ser un niño en determinados países supone un riesgo
cuando reclamas un derecho
tan básico y esencial como es el de ir al colegio.
«Tengo derecho a la educación, a jugar, a cantar, a ir al mercado, a que se
escuche mi voz», escribía ella misma en su blog, todo un desafío en su país, Pakistán, donde los
talibanes luchan contra la escolarización.
Un tiro en la cabeza fue el modo en el que
intentaron poner fin a sus demandas pero, sin embargo, con él han generado el
efecto contrario: miles de niños - y adultos - se echaron a las calles bajo el lema: «Yo también soy Malala». Lo hicieron pese a ser
conscientes de lo que suponía ya que lo normal es que se vean obligados a dejar
la educación ya que los militantes han terminado con cerca de mil colegios
desde 2006 como parte de una campaña
contra la educación secular. Este mismo sábado el
mundo ha rendido un homenaje a Malala,
demostrando el gran número de apoyos con los que cuenta.
Crecer fuera de casa
Tras el ataque a
Malala, los talibanes la describieron como una «espía de Occidente» por haber abogado por la educación de los niños en
Pakistán. «Por este espionaje, los infieles le han dado premios y recompensas.
El Islam ordena la muerte de los que están espiando para los enemigos»,
manifestó el grupo a través de un comunicado.
«Ella solía hacer propaganda contra los muyahidines y
difamar a los talibanes. El Corán dice que el que hace propaganda contra el
Islam y las fuerza islámicas deben morir», apunta el comunicado talibán»,
añadían.
Pese a la gravedad de su ataque, ahora Malala se recupera en Reino
Unido y cuenta con un amplio respaldo internacional, hecho
que ha favorecido que su historia llegara a oídos de Bibi Aisha, otro de los
nombres propios de esta historia.
«Se enteró a través de Internet. Hablamos sobre ello
pero estaba muy triste, y no quiso hablar mucho sobre el tema. Tratamos de
evitar que conozca este tipo de historias, ya que se le hacen muy dolorosas y
no es capaz de digerir este tipo de noticias», explicaba
a «The Daily Beast», Rasouli Arsala, próxima a Aisha.
Su caso es diferente al de Malala aunque
también pone de manifiesto otro reto al que se enfrentan miles de niñas a
diario en Afganistán: el de no
quedar anuladas al no disponer de capacidad para
desarrollar su autonomía pese a estar sometidas a torturas y explotaciones. Su
imagen dio la vuelta al mundo de la mano de la revista «Time».
La foto de portada lo decía todo: Bibi Aisha, que por aquel entonces tenía 18
años, aparecía sin
orejas y sin nariz. Los talibanes se las habían arrancado
por haber intentado escapar de la familia de su marido.
Los nuevos retos
Como Malala, Aisha ha encontrado refugio
en el extranjero aunque en su caso es en Estados Unidos donde trata de
recuperar la normalidad. Allí ha empezado una nueva vida, se ha sometido a varias operaciones y
poco a poco va recuperando la normalidad aunque todavía con dificultades: «Se
siente como en casa, pero tiene
heridas muy profundas en su corazón por
lo que le pasó. Sigue luchando contra todas estas cosas», explicaba a la CNN un miembro del equipo
médico que la atiende.
Es un ejemplo de cómo seguir adelante
pese a tener un pasado que ha marcado su futuro. Precisamente esto ha sido lo
que ha determinado la vida de Omar
Fidai, quien con solo 14 años confesó haber
formado parte de un plan para perpetrar un doble ataque contra un santuario
sufí.
«Hice algo muy mal. Por favor, perdonadme», se
pronunciaba él mismo desde la cama del hospital tras sobrevivir al ataque. Es
otra cara más de cómo en países como Pakistán o Afganistán - por citar solo
algunos - los niños son reclutados para perpetrar ataques, obtener armas y, de
este modo, convertirles en parte del conflicto.
De hecho, según el último informe
publicado por Unicef sobre este asunto, solo en Afganistán más de 300 niños menores de 18
años han crecido como suicidas.
Son tres historias con nombre propio a los que habría
que sumar los de miles de niños que, a día de hoy, siguen bajo las mismas
amenazas que en un día a ellos les convirtieron en protagonistas.
Malala Yousufzai
"Que no me digan que solamente soy una niña, tengo
derecho a la educación, tengo derecho a jugar, tengo derecho a cantar, tengo
derecho a hablar, tengo derecho de ir al mercado y tengo derecho a levantar la
voz, y mientras mi pueblo me necesite, seguiré luchando y levantando la voz”
Día 11/11/2012 - 09.55h
REUTERS
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