Este artículo trata de la evolución de la visión del ser humano como sujeto psicológico desde una concepción pasiva hasta un nuevo entendimiento en donde el comportamiento está protagonizado y dirigido por los valores e intenciones del sujeto. Se abordan los elementos integrantes de la inteligencia emocional y factores relacionados con las emociones que son esenciales para un adecuado desarrollo emocional. Hace referencia al protagonismo vital y su desarrollo en la llamada Terapia de Aceptación y Compromiso (TAC) y se especifican sus coordenadas.
Aceptación o actitud realista, compromiso en función de los valores según la realidad psíquica individual. También se detiene en la comunicación empática y sus características, cuyo método es posible aprender, practicar, perfeccionar e interiorizar.
TERAPIA PROYECTO
Si entendemos por inteligencia emocional la cualidad psíquica que, por encima de la mera comprensión intelectual, nos facilita el acceso a una vivencia afectiva más plena, entonces tendremos que considerar como elementos integrantes de esta clase de inteligencia a todos aquellos factores relacionados con la fuente de nuestras emociones: los demás, en cuanto constituyen la urdimbre de la que como seres esencialmente sociales formamos parte; nuestra propia visión de la realidad, como fundamento de esa otra realidad psíquica individual que, indefectiblemente, elaboramos y ante la cual reaccionamos, y nuestras estructuras de comunicación tanto interna como externas en cuanto vehículos de conexión entre el universo objetivo y social, y la realidad personal a la cual traducimos los elementos exteriores. Comunicación efectiva —con los demás y con nosotros mismos—, conciencia de nuestro papel protagonista y apertura a los otros son, por lo tanto, los elementos esenciales para un adecuado desarrollo emocional.
En este contexto entendemos por aceptación el cultivo de una actitud realista ante la vida, capaz de asumir las dificultades de todo orden que, de manera inevitable, surgirán en el camino. No se trata de “resignación” ni de “fatalismo”, sino de una conciencia madura y responsable del camino que se decide tomar. De igual modo, compromiso hace referencia a la implicación con la meta Inteligencia emocional: el valor de la aceptación y el compromiso elegida, a la actitud de elegir el camino vital en función de los valores personales propios de manera que esa “realidad psíquica individual” que cada uno de nosotros construimos, se convierta en un compromiso vital lleno de sentido; en una palabra, en una vida vivida en plenitud y con sentido de lo que se vive en cada momento.
Un símil útil para comprender todo el planteamiento podría ser el de la madre que decide tener a su bebé; desde el momento en el que asume —se compromete con— su maternidad, ella no sólo piensa en los futuros momentos de satisfacción que vivirá con su hijo sino que también es consciente —y, por ello, acepta— todas las incomodidades que le va a suponer el embarazo, el dolor que le va a implicar el parto así como las futuras angustias y preocupaciones que se derivarán del cuidado y educación de su hijo.
Los fundamentos teóricos que sustentan este “nuevo” punto de vista sobre el comportamiento humano los podemos encontrar en autores muy diversos, cuyos planteamientos se articulan en torno a los conceptos de protagonismo, responsabilidad y acción: desde el constructivismo de G. Nelly que abre la vía a la actual terapia narrativa; la logoterapia de Viktor Frankl, orientada hacia la definición de los valores vitales; la teoría de la elección, de William Glasser con su énfasis en la responsabilidad personal a la hora de elegir nuestro comportamiento o la psicología positiva de Martin Seligman, orientada hacia el cultivo de las fortalezas personales.
Un apartado especial, en el capítulo de los fundamentos teóricos, se merecen la teoría de la “semántica general” de Alfred Korzybsiki y, por supuesto, la articulación sistemática de la “terapia de aceptación y compromiso” de Stephen Hayes y otros, introducida recientemente en nuestro país por la Dra. Carmen Luciano Soriano.
No cabe duda de que, en los tiempos más recientes, la visión del ser humano como sujeto psicológico ha ido evolucionando desde una concepción pasiva, como sujeto a fuerzas –instintivas o ambientales- de las que no podía sustraerse a una visión más activa en la que ya los estímulos no determinan forzosamente la respuesta sino que el protagonismo vuelve a recaer en el propio sujeto quien, situado entre estímulos y respuestas y como constructor efectivo de su propia realidad psíquica, es capaz de modular la fuerza del estímulo según sus propios estándares o de reaccionar de manera muy diferente a la esperada en función de sus propias metas. Con la introducción de la consideración de los valores personales en el análisis funcional del comportamiento, se ha pasado de una visión del comportamiento meramente reactiva a un nuevo entendimiento plenamente “propositivo”, protagonizado y dirigido por los valores e intenciones del sujeto.
El elemento esencial que articula la base de toda posibilidad propositiva es el lenguaje, característica exclusiva de la especie humana y clave tanto de las más extraordinarias posibilidades de desarrollo y evolución como de las más profundas ciénagas conceptuales en las que, a menudo, quedamos atrapados a la hora de formular nuestras teorías personales sobre el mundo, los demás o nosotros mismos.
“El mapa no es el territorio…”. La conocida sentencia de Korzybski viene a recordarnos que las palabras no son exactamente aquello a lo que tratan de referirse, que nuestras palabras —por ricas que sean— no son capaces de mostrarnos toda la complejidad de lo que intentan representar y que a través de nuestro lenguaje expresamos más los prejuicios contenidos en nuestro universo personal que la objetividad del mundo externo que tratamos de captar.
De este modo, en el momento de abrirnos a la comunicación con los demás —o con nosotros mismos— tendremos que hacer un primer ejercicio de clarificación de mensajes. La empatía, el elemento básico de toda comunicación emocional efectiva, no se puede limitar a una mera actitud de escucha más o menos comprensiva y tolerante.
En una situación de encuentro interpersonal, en una relación de ayuda efectiva, es necesario llevar a cabo un fino trabajo de desbrozado, construir un camino que vaya desde la mera recepción del mensaje, pasando por el descubrimiento del sentimiento subyacente, hasta llegar al delicado terreno de la personalización, del refinado de la propia responsabilidad en la génesis de los sentimientos y en la adopción de decisiones o en la dejación de compromisos.
La comunicación empática tiene un método, una estructura que es posible aprender, practicar, perfeccionar, interiorizar:
- Debe partir de una observación objetiva más que de una valoración genérica (no: “siempre me haces lo mismo” sino: “ayer habías quedado en venir y no lo has hecho”).
- Debe incluir la denominación del sentimiento que tiñe nuestro ánimo (“…por eso, me he sentido muy frustrado, ya que lo tenía todo preparado”).
- Debe hacer referencia a la necesidad personal que late por debajo de ese sentimiento (“Como tengo muchas cosas que hacer, necesito ceñirme a un programa”).
- Por último, debe abrirse hacia una propuesta de acción factible. (“Te agradeceré que, para otra vez, si no vas a venir, me avises con tiempo para reorganizar mi tiempo”).
Una ayuda adicional a la comunicación efectiva es la conciencia de la clase de preguntas a las que parecen ajustarse nuestros comportamientos. En general, podemos considerar que hay dos tipos de preguntas; las inefectivas, son preguntas retóricas que, en realidad, no buscan respuesta alguna; sólo intentan culpabilizar (a los demás o a uno mismo), quejarse (del destino, las circunstancias), etc. Conducen directamente a la sima de la frustración, la depresión, ansiedad, baja autoestima…
Cuadro 1
PREGUNTAS DE PASIVIDAD
¿Por qué me tiene que pasar esto a mí?
¿Por qué soy/soy tan... (estúpido/s, malo/s...?
¿Qué habré hecho para merecerme esto?
¿Cuándo va a cambiar mi suerte?
PREGUNTAS DE PROTAGONISMO
¿Qué puedo hacer ante esta situación?
¿Qué opciones tengo?
¿Cuál es la mejor opción?
¿Qué quiero conseguir?, ¿cuáles son mis objetivos?
¿Cómo puedo mantenerme en mi propósito?
¿Qué puedo aprender de todo esto?
Las preguntas eficaces, en cambio, sí que están orientadas hacia la búsqueda de respuestas; así, conducen hacia acciones, soluciones, aprendizajes nuevos… En definitiva, en una situación de encuentro personal, si se trata de una relación de ayuda, ya sea en el contexto terapéutico, de orientación, motivación, asesoramiento o consejo, un posible esquema de actuación podría estar constituido por los siguientes elementos:
ACOGER: Se trata de disponer los elementos físicos y ambientales de tal manera que el consultante perciba que él es el foco de interés principal. En algunos manuales llaman a este paso establecer el “rapport”.
ESCUCHAR: Prestar atención a la narración del consultante. Extraer datos de todo tipo, percibir sus explicaciones causales, palpar sus sentimientos, intuir sus necesidades…
PREGUNTAR: Como estrategia elemental básica para aclarar datos o puntos oscuros, refinar los sentimientos del interlocutor, determinar metas, explorar vías alternativas, examinar sus disponibilidades para el compromiso y la acción.
COMPROMETER: Determinar un curso concreto de acción con el que el consultante esté conforme; anticipar los inconvenientes, establecer estrategias de afrontamiento, reforzar la visión de las metas a alcanzar, motivar a la acción, intercambiar el compromiso de esfuerzo por parte del interlocutor, y disponibilidad y apoyo por la nuestra.
La Terapia de Aceptación y Compromiso (TAC) se ha desarrollado en los últimos años a partir de la concepción de “protagonismo vital” a la que venimos aludiendo y se articula como una visión integradora de los postulados científicos —en el sentido de control de variables— de la psicología conductista y de lo que podría llamar una “psicología significativa”, centrada en el nada científico ámbito de los valores personales.
Sus coordenadas más características son: La clarificación de valores vitales, por lo que la TAC tiene un alcance que va más allá del mero síntoma y toma en cuenta la totalidad vital de la persona. La exposición o el afrontamiento de aquello que tendemos a evitar, en un sentido amplio, desde eventuales estímulos fóbicos hasta nuestra responsabilidad en el diseño de nuestro guión vital. La desactivación del lenguaje responsable, en su versión negativa, de la construcción de nuestros universos problemáticos. El fortalecimiento del yo a partir de una nueva consideración (una nueva narración) de nuestra propia realidad personal.
A partir de la premisa de que el sufrimiento es normal, es una realidad inseparable del propio curso del vivir, todo el empeño de la TAC se va a centrar, más que en la evitación del sufrimiento, en el empeño en vivir una vida valiosa aun contando con la inevitable presencia del dolor emocional. En este empeño será necesario, además de la precisa clarificación de los propios valores vitales centrales, un claro entendimiento de las barreras socioverbales para llegar a alterar el propio contexto socioverbal en el que narramos nuestra realidad, las reglas a las que nos sometemos, nuestras expectativas y nuestros límites.
En cuanto a las reglas a las que nos sometemos —y que es preciso revisar— los humanos, regulamos nuestro comportamiento en función de tres reglamentaciones básicas: el sometimiento (“¡tienes que hacerlo porque lo digo yo!”) que puede dar como resultado acatamiento o rebeldía, el “encarrilamiento” (“tienes que hacerlo porque es lo correcto, lo que hay que hacer”) –que puede conducirnos a la frustración o a la perpetuación del dolor través de carriles verbales que no se ajustan a la realidad (recordar: “el mapa no es el territorio”) o el “sobredimensionamiento” (“tienes que hacerlo porque es “lo ideal” o lo que hacen tus ídolos”) que, a menudo conduce a la alienación a base de la sobrevaloración de lo externo bien en sus aspectos materiales o en cuanto al comportamiento de dudosos modelos de vida.
Aprendemos a tomar las palabras como si fueran la propia realidad; evaluamos ciertas realidades como positivas o negativas (la risa es “buena”, la frustración es “mala”) y, en consecuencia, nos empeñamos en una lucha por evitar lo que consideramos negativo, dándonos a menudo “buenas razones” para justificar nuestro comportamiento.
De este modo, podría darse el caso de una persona que, ante un desengaño amoroso (que él o ella ha verbalizado como “terrible fracaso”) sienta la inevitable punzada de la frustración, de la tristeza, del desencanto. Si tal persona sigue fielmente la norma social “encarriladora” de que “el sufrimiento emocional es malo y, por lo tanto, debe ser evitado a toda costa” es posible que decida recurrir a remedios rápidos ante la depresión: fármacos, alcohol o drogas suelen ser las soluciones más inmediatas.
¿Por qué me tiene que pasar esto a mí?
¿Por qué soy/soy tan... (estúpido/s, malo/s...?
¿Qué habré hecho para merecerme esto?
¿Cuándo va a cambiar mi suerte?
PREGUNTAS DE PROTAGONISMO
¿Qué puedo hacer ante esta situación?
¿Qué opciones tengo?
¿Cuál es la mejor opción?
¿Qué quiero conseguir?, ¿cuáles son mis objetivos?
¿Cómo puedo mantenerme en mi propósito?
¿Qué puedo aprender de todo esto?
Las preguntas eficaces, en cambio, sí que están orientadas hacia la búsqueda de respuestas; así, conducen hacia acciones, soluciones, aprendizajes nuevos… En definitiva, en una situación de encuentro personal, si se trata de una relación de ayuda, ya sea en el contexto terapéutico, de orientación, motivación, asesoramiento o consejo, un posible esquema de actuación podría estar constituido por los siguientes elementos:
ACOGER: Se trata de disponer los elementos físicos y ambientales de tal manera que el consultante perciba que él es el foco de interés principal. En algunos manuales llaman a este paso establecer el “rapport”.
ESCUCHAR: Prestar atención a la narración del consultante. Extraer datos de todo tipo, percibir sus explicaciones causales, palpar sus sentimientos, intuir sus necesidades…
PREGUNTAR: Como estrategia elemental básica para aclarar datos o puntos oscuros, refinar los sentimientos del interlocutor, determinar metas, explorar vías alternativas, examinar sus disponibilidades para el compromiso y la acción.
COMPROMETER: Determinar un curso concreto de acción con el que el consultante esté conforme; anticipar los inconvenientes, establecer estrategias de afrontamiento, reforzar la visión de las metas a alcanzar, motivar a la acción, intercambiar el compromiso de esfuerzo por parte del interlocutor, y disponibilidad y apoyo por la nuestra.
La Terapia de Aceptación y Compromiso (TAC) se ha desarrollado en los últimos años a partir de la concepción de “protagonismo vital” a la que venimos aludiendo y se articula como una visión integradora de los postulados científicos —en el sentido de control de variables— de la psicología conductista y de lo que podría llamar una “psicología significativa”, centrada en el nada científico ámbito de los valores personales.
Sus coordenadas más características son: La clarificación de valores vitales, por lo que la TAC tiene un alcance que va más allá del mero síntoma y toma en cuenta la totalidad vital de la persona. La exposición o el afrontamiento de aquello que tendemos a evitar, en un sentido amplio, desde eventuales estímulos fóbicos hasta nuestra responsabilidad en el diseño de nuestro guión vital. La desactivación del lenguaje responsable, en su versión negativa, de la construcción de nuestros universos problemáticos. El fortalecimiento del yo a partir de una nueva consideración (una nueva narración) de nuestra propia realidad personal.
A partir de la premisa de que el sufrimiento es normal, es una realidad inseparable del propio curso del vivir, todo el empeño de la TAC se va a centrar, más que en la evitación del sufrimiento, en el empeño en vivir una vida valiosa aun contando con la inevitable presencia del dolor emocional. En este empeño será necesario, además de la precisa clarificación de los propios valores vitales centrales, un claro entendimiento de las barreras socioverbales para llegar a alterar el propio contexto socioverbal en el que narramos nuestra realidad, las reglas a las que nos sometemos, nuestras expectativas y nuestros límites.
En cuanto a las reglas a las que nos sometemos —y que es preciso revisar— los humanos, regulamos nuestro comportamiento en función de tres reglamentaciones básicas: el sometimiento (“¡tienes que hacerlo porque lo digo yo!”) que puede dar como resultado acatamiento o rebeldía, el “encarrilamiento” (“tienes que hacerlo porque es lo correcto, lo que hay que hacer”) –que puede conducirnos a la frustración o a la perpetuación del dolor través de carriles verbales que no se ajustan a la realidad (recordar: “el mapa no es el territorio”) o el “sobredimensionamiento” (“tienes que hacerlo porque es “lo ideal” o lo que hacen tus ídolos”) que, a menudo conduce a la alienación a base de la sobrevaloración de lo externo bien en sus aspectos materiales o en cuanto al comportamiento de dudosos modelos de vida.
Aprendemos a tomar las palabras como si fueran la propia realidad; evaluamos ciertas realidades como positivas o negativas (la risa es “buena”, la frustración es “mala”) y, en consecuencia, nos empeñamos en una lucha por evitar lo que consideramos negativo, dándonos a menudo “buenas razones” para justificar nuestro comportamiento.
De este modo, podría darse el caso de una persona que, ante un desengaño amoroso (que él o ella ha verbalizado como “terrible fracaso”) sienta la inevitable punzada de la frustración, de la tristeza, del desencanto. Si tal persona sigue fielmente la norma social “encarriladora” de que “el sufrimiento emocional es malo y, por lo tanto, debe ser evitado a toda costa” es posible que decida recurrir a remedios rápidos ante la depresión: fármacos, alcohol o drogas suelen ser las soluciones más inmediatas.
El resultado es que esta persona, por tratar de evitarse una parte muy importante de su vida (su dolor) ha renunciado a seguir el camino vital; se ha aplicado un anestésico emocional y se ha alienado de sus propias vivencias personales. Pero lo cierto es que hay tanta vida en un instante de dolor como en uno de placer.
Una constatación curiosa —y contracultural— es el hecho de que, en nuestra lucha por evitar el dolor, en realidad, solemos avivarlo: la propia lucha por echar fuera un “síntoma” tiene el efecto paradójico de convocar ese síntoma (“no pienses en tu problema más grande”; “¿en qué estás pensando?”). El dolor es inevitable a lo largo de la vida; el trauma es la consecuencia de empeñarse en luchar contra el dolor en lugar de continuar viviendo aún con la presencia de nuestro dolor.
Los “carriles culturales” nos enseñan que debemos actuar hacia lo que nos “sienta bien” y huir de lo que nos “sienta mal”. Pero la verdadera brújula para un viaje con sentido no pueden ser los sentimientos, ni siquiera los pensamientos, sino los valores, los únicos puntos de referencia que, cuando son elegidos de una manera realmente personal y responsable, alcanzan a dar sentido a la trayectoria vital a pesar de las insoslayables turbulencias que será preciso afrontar.
BIBLIOGRAFÍA
Ramiro J. Álvarez., 1999, Pensándolo bien. Desclée de Brouwer. Bilbao.
Marshall B. Rosenberg, 2000. Comunicación no violenta. Urano. Barcelona.
Giordani Bruno. 1998, La relación de ayuda: de Rogers a Carkhuff. Desclée de Brouwer. Bilbao.
Nelly G. Wilson y M. Carmen Luciano Soriano. , 2002, Terapia de aceptación y compromiso. Pirámide. Madrid.
Ramiro Alvarez, psicólogo, jefe del departamento de orientación del IES Gregorio Fernández de Sarria (Lugo)
Me parece acertadísimo el resumen sobre este tipo de terapia (terapia que, bajo mi punto de vista, debería traspasar las fronteras de lo "patológico" y enseñarse como red emocional) Os dejo el enlace de un artículo escrito por Carmen Posadas respecto a la importancia que el dolor tiene en nuestra vida, cómo forma parte de la misma y hasta qué punto puede salvarnos. Espero que lo disfruteis
ResponderEliminarUn saludo
http://aineegabinetepsicologico.blogspot.com/2011/04/la-importancia-del-dolor.html