Esta es tan sólo la introducción a un libro de lectura imprescindible no sólo en psicología sino también en pedagogía. La búsqueda de sentido no es ni más ni menos que el objetivo de cualquiera que quiera llegar a desarrollar su personalidad. Está pues en la base de toda la educación.
Si con esta primera parte animamos a leerlo completo a quién no lo haya hecho aún, o a volver a leerlo a quién lo hizo sólo bajo la presión del profesor que se lo mandó engullir de forma obligatoria, pues habrá merecido la pena este intento.
PARTE PRIMERA
“Un psicólogo en un campo de concentración”. No se trata, por lo tanto, de un relato de hechos y sucesos, sino de experiencias personales, experiencias que millones de seres humanos han sufrido una y otra vez. Es la historia íntima de un campo de concentración contada por uno de sus supervivientes. No se ocupa de los grandes horrores que ya han sido suficiente y prolijamente descritos (aunque no siempre y no todos los hayan creído), sino que cuenta esa otra multitud de pequeños tormentos. En otras palabras, pretende dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿Cómo incidía la vida diaria de un campo de concentración en la mente del prisionero medio?
Muchos de los sucesos que aquí se describen no tuvieron lugar en los grandes y famosos campos, sino en los más pequeños, que es donde se produjo la mayor experiencia del exterminio.
Tampoco es un libro sobre el sufrimiento y la muerte de grandes héroes y mártires, ni sobre los preeminentes “capos” -prisioneros que actuaban como especie de administradores y tenían privilegios especiales- o los prisioneros de renombre. Es decir, no se refiere tanto a los sufrimientos de los poderosos, cuanto a los sacrificios, crucifixión y muerte de la gran legión de víctimas desconocidas y olvidadas, pues era a estos prisioneros normales y corrientes, que no llevaban ninguna marca distintiva en sus mangas, a quienes los “capos” realmente despreciaban. Mientras estos prisioneros comunes tenían muy poco o nada que llevarse a la boca, los “capos” no padecían nunca hambre; de hecho, muchos de estos “capos” lo pasaron mucho mejor en los campos que en toda su vida, y muy a menudo eran más duros con los prisioneros que los propios guardias, y les golpeaban con mayor crueldad que los hombres de las SS. Claro está que los “capos” se elegían de entre aquellos prisioneros cuyo carácter hacía suponer que serían los indicados para tales procedimientos, y si no cumplían con lo que se esperaba de ellos, inmediatamente se les degradaba. Pronto se fueron pareciendo tanto a los miembros de las SS y a los guardianes de los campos que se les podría juzgar desde una perspectiva psicológica similar.
Selección activa y pasiva
Es muy fácil para el que no ha estado nunca en un campo de concentración hacerse una idea equivocada de la vida en él, idea en la que piedad y simpatía aparecen mezcladas, sobre todo al no conocer prácticamente nada de la dura lucha por la existencia que precisamente en los campos más pequeños se libraba entre los prisioneros, del combate inexorable por el pan de cada día y por la propia vida, por el bien de uno mismo y por la propia vida, por el bien de uno mismo y por el de un buen amigo. Pongamos como ejemplo las veces en que oficialmente se anunciaba que se iba a trasladar a unos cuantos prisioneros a un campo de concentración, pero no era muy difícil adivinar que el destino final de todos ellos sería sin duda la cámara de gas. Se seleccionaba a los más enfermos o agotados, incapaces de trabajar, y se les enviaba a alguno de los campos centrales equipados con cámaras de gas y crematorios. El proceso de selección era la señal para una abierta lucha entre los compañeros o entre un grupo contra otro. Lo único que importaba es que el nombre de uno o el del amigo fuera tachado de la lista de las víctimas aunque todos sabían que por cada hombre que se salvaba se condenaba a otro. En cada traslado tenía que haber un número determinado de pasajeros, quien fuera no importaba tanto, puesto que cada uno de ellos no era más que un número y así era como constaban en las listas. Al entrar en el campo se les quitaban todos los documentos y objetos personales (al menos ése era el método seguido en Auschwitz), por consiguiente cada prisionero tenía la oportunidad de adoptar un nombre o una profesión falsos y lo cierto es que por varias razones muchos lo hacían. A las autoridades lo único que les importaba eran los números de los prisioneros; muchas veces estos números se tatuaban en la piel y, además, había que llevarlos cosidos en determinada parte de los pantalones, de la chaqueta o del abrigo. A ningún guardián que quisiera llevar una queja sobre un prisionero —casi siempre por “pereza”— se le hubiera ocurrido nunca preguntarle su nombre; no tenía más que echar una ojeada al número (¡y cómo temíamos esas miradas por las posibles consecuencias!) y anotarlo en su libreta.
Volvamos al convoy a punto de partir. No había tiempo para consideraciones morales o éticas, ni tampoco el deseo de hacerlas. Un solo pensamiento animaba a los prisioneros: mantenerse con vida para volver con la familia que los esperaba en casa y salvar a sus amigos; por consiguiente, no dudaban ni un momento en arreglar las cosas para que otro prisionero, otro “numero”, ocupara su puesto en la expedición.
De lo expuesto hasta ahora se desprende que el proceso para seleccionar a los “capos” era de tipo negativo; para este trabajo se elegía únicamente a los más brutales (aunque había algunas felices excepciones). Además de la selección de los “capos”, que corría a cargo de las SS y que era de tipo activo, se daba una especie de proceso continuado de autoselección pasiva entre todos los prisioneros. Por lo general, sólo se mantenían vivos aquellos prisioneros que tras varios años de dar tumbos de campo en campo, habían perdido todos sus escrúpulos en la lucha por la existencia; los que estaban dispuestos a recurrir a cualquier medio, fuera honrado o de otro tipo, incluidos la fuerza bruta, el robo, la traición o lo que fuera con tal de salvarse. Los que hemos vuelto de allí gracias a multitud de casualidades fortuitas o milagros —como cada cual prefiera llamarlos— lo sabemos bien: los mejores de entre nosotros no regresaron.
El informe del prisionero n.° 119.104: ensayo psicológico
Este relato trata de mis experiencias como prisionero común, pues es importante que diga, no sin orgullo, que yo no estuve trabajando en el campo como psiquiatra, ni siquiera como médico, excepto en las últimas semanas. Unos pocos de mis colegas fueron lo bastante afortunados como para estar empleados en los rudimentarios puestos de primeros auxilios aplicando vendajes hechos de tiras de papel de desecho. Yo era un prisionero más, el número 119.104, y la mayor parte del tiempo estuve cavando y tendiendo traviesas para el ferrocarril. En una ocasión mi trabajo consistió en cavar un túnel, sin ayuda, para colocar una cañería bajo una carretera. Este hecho no quedó sin recompensa, y así justamente antes de las Navidades de 1944 me encontré con el regalo de los llamados “cupones de premio”, de parte de la empresa constructora a la que prácticamente habíamos sido vendidos como esclavos: la empresa pagaba a las autoridades del campo un precio fijo por día y prisionero. Los cupones costaban a la empresa 50 Pfenning cada uno y podían canjearse por seis cigarrillos, muchas veces varias semanas después, si bien a menudo perdían su validez. Me convertí así en el orgulloso propietario de dos cupones por valor de doce cigarrillos, aunque lo más importante era que los cigarrillos se podían cambiar por doce raciones de sopa y esta sopa podía ser un verdadero respiro frente a la inanición durante dos semanas. El privilegio de fumar cigarrillos le estaba reservado a los “capos”, que tenían asegurada su cuota semanal de cupones; o quizás al prisionero que trabajaba como capataz en un almacén o en un taller y recibía cigarrillos a cambio de realizar tareas peligrosas. Las únicas excepciones eran las de aquellos que habían perdido la voluntad de vivir y querían “disfrutar” de sus últimos días. De modo que cuando veíamos a un camarada fumar sus propios cigarrillos en vez de cambiarlos por alimentos, ya sabíamos que había renunciado a confiar en su fuerza para seguir adelante y que, una vez perdida la voluntad de vivir, rara vez se recobraba.
Lo que realmente importa ahora es determinar el verdadero sentido de esta empresa. Muchos recuentos y datos sobre los campos de concentración ya están en los archivos. En esta ocasión, los hechos se considerarán significativos en cuanto formen parte de la experiencia humana. Lo que este ensayo intenta describir es la naturaleza exacta de dichas experiencias; para los que estuvieron internados en aquellos campos se trata de explicar estas experiencias a la luz de los actuales conocimientos y a los que nunca estuvieron dentro puede ayudarles a aprehender y, sobre todo a entender, las experiencias por las que atravesaron ese porcentaje excesivamente reducido de los prisioneros supervivientes y su peculiar y, desde el punto de vista de la psicología, totalmente nueva actitud frente a la vida. Estos antiguos prisioneros suelen decir: “No nos gusta hablar de nuestras experiencias. Los que estuvieron dentro no necesitan de estas explicaciones y los demás no entenderían ni cómo nos sentimos entonces ni cómo nos sentimos ahora.”
Es difícil intentar una presentación metódica del tema, ya que la psicología exige un cierto distanciamiento científico. ¿Pero es que el hombre que hace sus observaciones mientras está prisionero puede tener ese distanciamiento necesario? Sólo los que son ajenos al caso pueden garantizarlo, pero es mucha su lejanía para que lo que puedan decir sea realmente válido. Únicamente el que ha estado dentro sabe lo que pasó, aunque sus juicios tal vez no sean del todo objetivos y sus estimaciones sean quizá desproporcionadas al faltarle ese distanciamiento. Es preciso hacer lo imposible para no caer en la parcialidad personal, y ésta es la gran dificultad que encierra este tipo de obras: a veces se hará necesario tener valor para contar experiencias muy íntimas. El auténtico peligro de un ensayo psicológico de este tipo no estriba en la posibilidad de que reciba un tono personal, sino en que reciba un tinte tendencioso.
Dejaré a otros la tarea de decantar hasta la impersonalidad los contenidos de este libro al objeto de obtener teorías objetivas a partir de experiencias subjetivas, que puedan suponer una aportación a la psicología o psicopatología de la vida en cautiverio, investigada después de la primera guerra mundial, y que nos hizo conocer el síndrome de la “enfermedad de la alambrada de púas”. Debemos a la segunda guerra mundial el haber enriquecido nuestros conocimientos sobre la “psicopatología de las masas” (si puedo citar esta variante de la conocida frase que es el título de un libro de LeBon), al regalarnos la guerra de nervios y la vivencia única e inolvidable de los campos de concentración.
Llegado a este punto desearía hacer una observación. En un principio traté de escribir este libro de manera anónima, utilizando tan solo mi número de prisionero. A ello me impulsó mi aversión al exhibicionismo. Una vez terminado el manuscrito comprendí que el anonimato le haría perder la mitad de su valor, ya que la valentía de la confesión eleva el valor de los hechos. Decidí expresar mis convicciones con franqueza, y por esta razón me abstuve de suprimir algunos de los pasajes, venciendo incluso mi desagrado hacia el exhibicionismo.
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