«El
cocodrilo sabio», «El motociclista enamorado», «Me marcho con los gatos», «El
mundo en lata» y «El doctor está fuera» son algunos de los 26 relatos breves
que integran este volumen.En
ellos, Gianni Rodari plantea y describe de forma magistral situaciones llenas
de humor, imaginación y fantasía, para ofrecernos su genial visión crítica y
desbordante de ironía del mundo que nos ha tocado vivir.
ESTÁN TODOS LOS CUENTOS. DISPÓN DE ELLOS CÓMO QUIERAS
Gianni
Rodari
Cuentos
escritos a máquina
Título
original: Novelle fatte a macchina
Gianni
Rodari, 1973
Traducción:
Esther Benítez
Ilustración
de portada: Emilio Urberuaga
Editor
digital: viejo_oso
ePub
base r1.0
El
cocodrilo sabio
Un
cocodrilo se presenta en la sede de la Radio-Televisión, calle Mazzini, 14,
Roma, y pide ser recibido por el director del programa Doble o nada. El portero no quiere dejarlo pasar. El cocodrilo
insiste:
—No
veo ningún cartel que prohíba la entrada a los cocodrilos. ¿Acaso quiere usted
saber más que los carteles?
—Espere
al menos que pegue un telefonazo.
—Muy
bien. No tengo nada en contra del uso del teléfono.
El
portero llama al despacho del jefe supremo de Doble o nada.
—Profesor,
hay aquí un cocodrilo.
—Ah
—dice el profesor, que, como habla siempre por dos o tres teléfonos al mismo
tiempo, las palabras largas las entiende sólo a medias—, el señor Coco. Está
bien, dígale que suba.
El
cocodrilo se monta en el ascensor. Se ve obligado a inclinarse un poco para
entrar porque mide dos metros de alto, más una chistera violeta. Viste un largo
abrigo amarillo. Una señora se desmaya por el contraste de colores.
La
secretaria del gran jefe de Doble o nada
es miope y se limita a decir:
—Pase,
señor Coco. El profesor lo está esperando.
Al
profesor, que no se esperaba en absoluto un cocodrilo con todos esos dientes en
hilera bajo las gafas de sol, le da un violento ataque de tos. El cocodrilo,
con santa paciencia, espera a que se le pase la tos; después dice:
—Conque,
vamos a ver, etcétera, etcétera; tengo también una carta de recomendación de mi
hermano. Tengo intención de participar en su magnífico e instructivo programa.
—Ya
veo, ya. ¿Cómo está su hermano?
—Un
poco apretado. Ya sabe, acostumbrado al Nilo, no se encuentra a sus anchas en
el estanque del zoo.
—Y
usted, discúlpeme, ¿en qué tema es experto?
—En
caca de gatos.
—¿No
le parece un tema un poquitín fecal?
—También
felino, sin embargo.
—Claro,
no se me había ocurrido.
Entonces,
estamos de acuerdo y me presento el sábado. Mi hermano se pondrá muy contento.
El
profesor en jefe se mete en la boca un caramelo de menta al seltz y se lo traga
entero por distracción. Se mete otro en la boca y empieza a sudar.
—¡Qué
raro! —reflexiona—, estos caramelos hacen sudar.
El
cocodrilo agita la chistera en señal de despedida y se va. El gran jefe de Doble o nada llama a su secretaria,
manda que le traigan un café triple y le dice que se ocupe ella de todo.
Los
periódicos de la tarde anuncian: «El próximo sábado el señor Coco se enfrentará
en Doble o nada con el doctor Usmardi
y la señora Fiutaburro.[1] Cuentan maravillas de este nuevo campeón
y de su abrigo amarillo. Pero el tema en el que es experto se guarda con
escrupuloso secreto. Se sabe sólo que tiene algo que ver con el culto de la
Diosa-Gata en el Antiguo Egipto. ¿Cómo de antiguo? ¿Los faraones o Nasser? A
esta pregunta se ha negado a responder hasta el portero de la calle Mazzini».
Los
lectores de los periódicos se dividen inmediatamente en cinco partidos.
El
primer partido sostiene que el doctor Usmardi, especialista en carne de gallina
desde el siglo XIV al XVII, hará albondiguillas con el señor Coco, se lo comerá
sazonado con ajo, aceite y guindilla, y dará los huesos a su gato.
El
segundo partido garantiza que la señora Fiutaburro, especialista en quesos
africanos, pondrá de rodillas al nuevo concursante y lo obligará a reconocer la
superioridad del requesón sudanés sobre el queso blando de la Valtellina.
El
tercer partido está seguro de que sonará la marcha triunfal de Aida para el señor Coco. El cuarto
partido está indeciso.
Al
quinto le importa un pepino y se interesa sólo por el campeonato de fútbol y
por el ajedrez.
Llega
el jueves, despunta el alba la noche del viernes. Ya estamos a sábado.
El
cocodrilo aparece en todas las pantallas, salvo en las apagadas, pero el
presentador del tele-concurso, un tal Mike Bongiorno, sigue llamándolo «Señor
Coco», ateniéndose a las instrucciones recibidas. «Señor Coco por aquí», «Señor
Coco por allá». Pero no está ciego y lo da a entender.
—Señor
Coco, ¿sabe que se parece usted mucho a un cocodrilo del Nilo?
—Ése
es mi hermano, señor Maique: yo soy oriundo del lago Tana.
—¡Viva,
viva! Por fin también nosotros, en Doble
o nada, tenemos un oriundo, como los equipos de fútbol. Y dígame, dígame,
señor Coco, ¿cómo se le ocurrió la idea de especializarse en caca de gatos?
—¡Qué
quiere, señor Maique! Me crié en un país subdesarrollado, pobre en quesos,
carente del todo de música barroca, absolutamente desprovisto de historia de
las remolachas. Me he hecho a mí mismo, con fuerza de voluntad y espíritu de
observación. Soy un autodidacto, como Giuseppe Verdi.
—¡Alegría,
alegría! ¡El señor Coco resulta también un experto en música de ópera!
—En
mis buenos tiempos —revela el cocodrilo, con los ojos modestamente bajos— me
comí un tañedor de contrabajo y lo lloré en si
bemol mayor.
El
doctor Usmardi da señales de asco. La señora Fiutaburro, con aire indiferente,
se saca del bolso un queso Gorgonzola, obligando al presentador a pasar a las
preguntas.
Todos
los concursantes han de responder a diez preguntas sobre diez. De Copenhague,
en un vuelo chárter, llegan numerosos aficionados para hacer de hinchas del
cocodrilo. Los tres campeones entran en las cabinas. El doctor Usmardi agarra
al vuelo un «doble» en arquitectura pero, invitado a concretar cuántos huevos
duros podría contener la torre de Pisa si en vez de ser un campanario fuera un
depósito de huevos duros, se equivoca en la respuesta.
El
cocodrilo salta de su cabina, muerde al doctor Usmardi y se lo traga enterito,
escupiendo sólo el reloj de oro fabricado en Ginebra.
—Pero,
señor Coco —exclama el presentador riéndose—, ¿sabe que es usted un golfillo? ¡No
se come así a los concursantes!
—Ha
sido más fuerte que yo —se disculpa el cocodrilo—. Siempre he tenido una
secreta pasión por la torre de Pisa.
—Ya
entiendo —dice Mike Bongiorno—, pero, por lo menos, no debía escupir el reloj
de oro fabricado en Ginebra, que es el mejor.
—Perdone,
señor Maique.
—Está
bien, por esta vez lo perdono.
Le
toca a la señora Fiutaburro. ¡Debe decir si los bantúes del sudoeste ponen en
el queso de oveja perejil o mermelada de arándanos!
—Perejil
—responde la señora Fiutaburro. Pero se corrige enseguida—: No, no, ¡quería
decir mermelada de arándanos!
—¡No
vale! —truena el cocodrilo—. ¡La primera respuesta es la que cuenta!
Y
se come también a la señora Fiutaburro, engulléndola sin masticar.
—Vamos,
vamos, señor Coco —dice el presentador, agitando de un lado a otro el índice de
la mano derecha en señal de cariñoso reproche—. ¡No está nada bien hacer eso!
Con las damas hay que ser caballeroso. Y mucho más cuando estamos en Eurovisión
y nos ven también en Bellinzona y en Amsterdam.
—¿Y
nos ven en Friburgo de Brisgovia? —pregunta el cocodrilo, alarmadísimo.
—Natural.
—Lo
siento, prometo no volver a hacerlo.
—Ah,
claro, pero de momento se ha comido a los otros concursantes. Ni siquiera sé si
podremos continuar la competición. ¿Qué dice el señor notario?
—El
señor notario dice que el reglamento no prevé sanciones contra el canibalismo.
El juego puede proseguir.
—Pues
entonces, dígame, señor Coco —sigue el presentador—, por cuatro millones de kilómetros
y setecientos veintisiete miriagramos, ¿dónde la hizo la gata de Carlomagno el
día en que su dueño fue proclamado emperador?
—En
Roma, delante del Panteón —responde el cocodrilo sin vacilar.
—¡Respuesta
exacta! —grita el señor Maique.
Pero
de poco le sirve. En efecto, el cocodrilo, volando fuera de su cabina, se le
echa encima y lo ingiere antes de poder contar hasta tres. Se oye la voz del
presentador en la barriga del cocodrilo, que protesta:
—Señor
Coco, está usted exagerando. ¡Y pensar que nos ven también en Bruselas!
El
cocodrilo se endereza la chistera, porque se le había torcido, y mira a su
alrededor con aire de preguntar: «¿Queda alguien más?».
—Estoy
yo —responde la azafata Sabina, con su sonrisa de estudiante de filosofía.
Los
espectadores contienen la respiración. Se prepara un emocionante duelo. ¿Conseguirá
el cocodrilo tragar también a Sabina, cuando ya tres personas se disputan el
espacio de su estómago, elástico sólo hasta cierto punto? ¿Conseguirá el
notario salvar a Sabina del dragón, obtener su mano, casarse con ella y partir
en viaje de bodas por las más hermosas páginas de las más conocidas revistas?
Mientras
la gente responde como cree a éstas y a otras preguntas, la encantadora Sabina
no pierde la calma. Engaña al cocodrilo con una sonrisa, lo agarra por la cola,
lo levanta a un metro cincuenta de altura y le golpea la cabeza en el suelo.
—¡No
vale! —protesta el cocodrilo—. ¡Este capítulo no está en el reglamento!
—Pues
yo te hago hacer algo de movimiento —replica Sabina.
Siempre
sujetando al cocodrilo por la cola, lo hace girar en torno a su cabeza como si
fuese la caldereta de la leche: una vez, dos veces, tres veces, a velocidad
creciente.
—Apelo
al notario —vocifera el cocodrilo—. La señorita, con todo respeto, se muestra
muy injusta.
—Y
yo te utilizo como una fusta —anuncia Sabina.
Pone
manos a la obra con la habilidad de un cowboy del Circo Americano. El cocodrilo
silba y restalla en el aire que da gusto oírlo. Tras cada restallido, golpea el
suelo con los dientes. La chistera ha rodado lejos. El abrigo amarillo se tensa
como una vela en día de mistral.
—Una
—dice Sabina—, dos, tres…
Al
llegar al diez, de la boca del cocodrilo salta Mike Bongiorno, abrochándose la
chaquetilla, porque un presentador debe estar siempre presentable. Al once sale
despedida la señora Fiutaburro, murmurando:
—¡Qué
mala suerte! Tenía la mermelada de arándanos en la punta de la lengua.
Al
doce sale de puntillas el doctor Usmardi y se pone enseguida a buscar su reloj
de oro.
—¡Basta!
—implora el cocodrilo—. ¡Piedad! ¡Socorro! ¡Ya he devuelto lo que comí!
—Pues
entonces, ahora, yo te doy la vuelta a ti —dice Sabina. Le mete una mano en la
garganta, le agarra la cola por dentro y vuelve al cocodrilo como un calcetín.
—¿Le
parece bonito? —llora el cocodrilo dado la vuelta—. Se lo diré a mi hermanito.
Pero
ya es una sombra del invencible concursante de hace un rato. Con sus últimas
fuerzas se ajusta la piel, se desempolva las escamas y el abrigo, se lava los
dientes y se arrastra fuera de allí farfullando oscuras amenazas:
—¡Volveremos!
¡Volveremos!
—¡Qué
lástima, señor Coco! —comenta Mike Bongiorno—. Ha cometido usted un feo error:
debería decir «volveré», en singular.
—No
—responde el cocodrilo, enjugándose las lágrimas con la chistera—, porque la próxima
vez vendré con mi hermano. De modo que «volveremos», en plural.
El
profesor Terríbilis o
La muerte de Julio César
Hoy
el profesor Terríbilis es más alto de lo normal. Le sucede siempre eso los días
de interrogatorio. Los estudiantes miden con miradas de precisión su estatura:
ha crecido por lo menos veinticinco centímetros. Ha crecido tanto que se le ven
los calcetines violeta al final de los pantalones marrones, y por encima de los
calcetines una franja de chicha blanca, que de ordinario se tiene púdicamente
cubierta.
—Ya
está —suspiran las masas estudiantiles—, mejor sería irnos a jugar a los bolos.
El
profesor Terríbilis hojea sus expedientes y anuncia:
—Os
he convocado aquí para saber la verdad y de aquí no saldréis ni vivos ni
muertos hasta que me la hayáis dicho. ¿Está claro? Que salga… veamos la lista
de los encausados: Albani, Albetti, Albini, Alboni, Albucci… Está bien, que
salga Zurletti.
El
alumno Zurletti, que es el último por orden alfabético, se aferra al pupitre
para retrasar el instante fatal y cierra los ojos para hacerse la ilusión de
encontrarse en la isla de Elba de pesca submarina. Por fin se levanta, con la
lentitud con que se levantan las naves de siete mil toneladas allá en las
esclusas del Canal de Panamá, se arrastra hacia la tarima dando un paso hacia
delante y dos hacia atrás.
El
profesor Terríbilis le atraviesa varios puntos del cuerpo con ojeadas
incandescentes y lo pincha con numerosas frases punzantes:
—Querido
Zurletti, se lo digo por su bien: cuanto antes confiese, antes lo pongo en
libertad. Usted sabe, por otra parte, que no me faltan medios para hacerlo
hablar. Dígame, pues, a toda prisa y sin reticencias, cuándo, cómo, por quién,
dónde y por qué fue asesinado Julio César. Precise cómo iba vestido ese día
Bruto, cómo era de larga la barba de Casio y dónde se encontraba en ese momento
Marco Antonio. Agregue el número de zapato que usaba la mujer del dictador y cuánto
había pagado esa mañana en el mercado por el queso fresco de búfala.
Ante
esta tempestad de preguntas, el alumno Zurletti vacila… Sus orejas tiemblan…
Terríbilis se las asaetea repetidamente con palabras como flechas…
—¡Confiese!
—apremia el profesor con voz apremiante, alzándose otros cinco centímetros
(ahora al final de los pantalones se ve casi toda la pantorrilla).
—Exijo
un abogado —murmura Zurletti.
—No
hay nada que hacer, amigo. Aquí no estamos ni en la Comisaría ni en el
Tribunal. Usted tiene tanto derecho a un abogado como a un billete gratis para
las Azores. Debe limitarse a confesar. ¿Qué tiempo hacía el día del crimen?
—No
me acuerdo…
—Naturalmente.
Me imagino que usted ni siquiera se acuerda de si Cicerón estaba presente, si
llevaba paraguas o una trompetilla, si había llegado al lugar en taxi o en
calesa…
—No
sé nada.
Zurletti
se está tranquilizando ligeramente. Nota que la clase lo sostiene en sus titánicos
esfuerzos para resistirse a la presión del inquisidor. Alza la cabeza de golpe:
—¡No
hablaré!
Aplausos.
Terríbilis:
—¡Silencio,
o mando desalojar la sala!
Pero
Zurletti ha agotado ya sus energías y se derrumba desmayado. Terríbilis llama a
un bedel, que llega corriendo con un cubo de agua y lo arroja sobre el rostro
del malaventurado. Zurletti abre los ojos, lame golosamente el agua que corre
por las inmediaciones de los labios: ¡Dios mío, es agua salada! No hará sino
acrecentar sus torturas…
Ahora
el profesor Terríbilis es tan alto que choca con la cabeza en el techo y se
hace un chichón.
—¡Confiesa,
bribón! ¡Has de saber que tengo a tu familia como rehenes!
—Ah,
no, eso no…
—Pues
sí. ¡Bedel!
El
bedel reaparece empujando ante sí al padre de Zurletti, de treinta y ocho años,
empleado de Correos y Telégrafos. Tiene las manos atadas a la espalda. Está con
la cabeza gacha. Se dirige a su hijo con un hilo de voz que no le bastaría para
musitar «diga» por teléfono.
—¡Habla,
Alduccio mío! Hazlo por tu papá, por tu madre que se derrite en lágrimas, por
tus hermanitas en el convento…
—Ya
basta —intima el profesor Terríbilis—. Retírese.
Zurletti
padre se va, envejeciendo a ojos vistas. Mechones de pelo blanco se desprenden de
su cabeza veneranda, caen sobre las baldosas sin ruido.
El
alumno Zurletti solloza. De su pupitre se levanta entonces el alumno Zurlini,
siempre generoso, y con voz firme proclama:
—Profesor,
¡hablaré yo!
—Por
fin —se regocija el profesor Terríbilis—. Dígamelo todo.
Las
masas estudiantiles se horrorizan al pensar que han criado un espía en su
propio seno. Aún no saben de lo que es capaz el generoso Zurlini…
—Julio
César —dice, fingiendo ruborizarse de vergüenza— cayó atravesado por
veinticuatro puñaladas.
El
profesor Terríbilis está demasiado estupefacto para reaccionar inmediatamente.
Su estatura disminuye varios centímetros de una sola vez.
—¿¿Cómo??
—balbucea—. ¿No eran veintitrés?
—Veinticuatro,
profesor —confirma Zurlini sin vacilar.
Muchos
lo han comprendido al vuelo y apoyan su declaración:
—Veinticuatro,
¡veinticuatro, Señoría!
—Pero
yo tengo las pruebas —insiste Terríbilis—. Consta en autos la célebre oda de
nuestro Poeta y Vate, allí donde describe los sentimientos de la estatua de
Pompeyo en el momento en que el general cae a sus pies bajo los puñales de los
conjurados. He aquí la cita exacta, tal y como resulta de las actas:
Pompeyo,
en el gélido
mármol
calladito
piensa
jubiloso:
¡Cayo,
ya estás frito!
Y
mientras el César
cae
junto a sus pies
él
cuenta agujeros:
¡y
son veintitrés!
—Ya
han oído, señores: veintitrés —prosigue Terríbilis—. Y no traten de enturbiar
las aguas con confesiones falsificadas.
Pero
de la clase se alza un solo grito:
—¡Veinticuatro,
veinticuatro!
Le
toca a Terríbilis, ahora, conocer los tormentos de la duda. Se empequeñece cada
vez más. Ya es más bajito que la profesora de matemáticas, pero no se queda así:
su frente ya está a la altura de la superficie de la mesa; para vigilar a las
masas estudiantiles se ve obligado a subirse a la silla, a brincar sobre las
puntas de los pies.
Ante
esa visión se conmueve el alumno Alberti, que tiene un corazón de oro y todos
dicen que ganará el premio a la bondad el día de Nochebuena.
—Profesor
—comienza—, el testimonio de la estatua de Pompeyo puede ser comprobado con
facilidad. Basta hacer un viaje de estudios a la antigua Roma, asistir al
asesinato de César y contar nosotros mismos las heridas con nuestros propios
ojos.
Terríbilis
se aferra a esta áncora de salvación. En un periquete entra en contacto con la
agencia Crono-Tours, la clase se embarca en la máquina del tiempo, el piloto
ajusta los mandos hacia los idus de marzo del año 44 antes de Cristo… Bastan
unos cuantos minutos para atravesar los siglos, que producen mucho menos roce
que el aire y el agua… Alumnos y profesor se encuentran entre la muchedumbre
que asiste a la llegada de los senadores al Senado.
—¿Ha
pasado ya Julio César? —pregunta Terríbilis a un fulano que se llama Mengano.
Este no lo entiende y se dirige a un amigo suyo:
—Eh, tú, ¿de onde salen estos paletos?
Terríbilis
se acuerda a tiempo de que en la antigua Roma todos hablan latín y repite la
pregunta en dicha lengua. Pero los antiguos romanos no entienden una sílaba y
se carcajean:
—Pero ¿se pue saber de onde han llovido
estos bárbaros? Mía tú qué cosa, los puen aplastar… Vienen a Roma y no se
molestan pa aprender a chapurriar romano.
Es
inútil, el latín de la escuela, para hablar en latín, no sirve mucho más que el
milanés o el karakalpac. Los alumnos se mueren de risa. Pero no todos. Zurlini
está preocupadísimo. Para salvar a Zurletti ha dicho una mentira. Pero ahora se
descubrirá que las puñaladas son efectivamente veintitrés; y él hará el papel
del liante y del saboteador. Se ganará como mínimo quince años y tres meses de
sanción. ¿Qué hacer? Ahí está Terríbilis que se ha preparado una hojita con
veinticuatro redondelitos dibujados y tiene el lápiz dispuesto: a cada puñalada
anulará un redondelito… Mambretti, el guasón de siempre, está inflando
veinticuatro globos: hará estallar uno a cada puñalada y grabará los ruidos en
el magnetofón… Los empollones se han traído minicalculadoras japonesas de
transistores… Braguglia empuña el tomavistas para filmar el experimento con película
pancromática, doble filtro y teleobjetivo.
«Maldita
sea», piensa concisamente Zurlini.
En
ese momento aparece en escena una caravana de turistas americanos, que hacen
mucho ruido mascando chicle. Arman tal follón que tapan los tañidos de trompeta
de los maceros, que anuncian la llegada de César.
Cae
también por allí un grupo de la televisión italiana, que debe filmar un
documental para un anuncio de cuchillos de cocina. El director se pone a dar órdenes:
—Conjurados,
¡un poco más a la izquierda!
Un
intérprete traduce las órdenes al romano antiguo. Muchos senadores se empujan
para que los saquen, empiezan a hacer «hola, hola» con la manita. Julio César
está jorobadísimo pero no puede hacer nada; ahora ya no manda él. El director
le hace empolvarse un poco la calva, para que no brille. Después las cosas se
precipitan. Los conjurados sacan los puñales y asestan una tanda de golpes.
Pero el director no está contento:
—¡Alto!
¡Alto! Se agolpan ustedes demasiado, no se ve brotar la sangre. ¡Vuelvan a
empezar!
—¡Qué
rollo! —rezonga Mambretti—. He desperdiciado trece globos para nada.
—¡Clack! —dice una voz—: ¡Muerte de Julio
César, segunda toma!
—Acción
—ordena el director.
Los
conjurados vuelven a golpear, pero todo se va a paseo porque un turista
americano ha escupido al suelo su chicle: Bruto resbala en él y va a caer a los
pies de una señora de Filadelfia que se asusta y pierde el bolso. A repetir de
nuevo.
«Maldita
y remaldita sea», piensa febrilmente Zurlini.
De
repente su tortura finaliza. La clase entera se encuentra de nuevo en la máquina
del tiempo, de viaje hacia el siglo XX…
—¡Traición!
—grita el profesor Terríbilis.
—Profesor
—explica el piloto—, el contrato era por una hora, y ha pasado una hora. Mi
empresa no tiene la culpa si no han visto todo lo que querían; reclámenle daños
y perjuicios a la TV.
—¡Sabotaje!
—gritan las masas estudiantiles. Ahora se lo pueden permitir, en vista de cómo
se han puesto las cosas.
—De
todos modos —continúa el piloto—, tengo una buena noticia para ustedes: ¡la
casa Crono-Tours les ofrece como obsequio una parada de cinco minutos en la
Edad Media para asistir a la invención de los botones!
—¿Botones?
—repite Terríbilis—. ¿Nos ofrecen botones a cambio de puñales? ¡Qué nos
importan los botones!
—Pues
son importantes —explica débilmente el piloto—. Si no tuvieran botones, se les
caerían los pantalones.
—Ya
basta —ordena Terríbilis—. Devuélvanos inmediatamente a nuestros días.
—Por
mí, totalmente de acuerdo —dice el piloto—. Me bajo antes y me da tiempo de
afeitarme para ir al cine.
—¿Qué
va a ver? —le preguntan las masas estudiantiles.
—¡Drácula contra el ratón Mickey!
—¡Formidable!
Profesor, ¿vamos también nosotros?
El
profesor Terríbilis reflexiona a ojos vistas. Ha habido algún error durante
esta perversa mañana. Pero ¿cuál? Quizá en la mística penumbra de un cine podrá
meditar sobre esta pregunta y hallar la respuesta exacta.
—Vale
Drácula —suspira.
Zurletti
y Zurlini se abrazan. Otros entonan cantos de júbilo.
Pero
Alberti, el corazón de oro, deja caer fuera de la máquina del tiempo, mientras
vuelan sobre el siglo pasado, su cuchillo de caza, con el cual estaba dispuesto
a asestar a hurtadillas la vigésimocuarta puñalada a César, para impedir que la
mentira de Zurlini fuera descubierta. Realmente es un buen chico este Alberti:
y si el día de Nochebuena le dan el premio a la bondad, harán muy bien, pero
que muy bien.
Patrono
y contable
o
El automóvil, el violín
y el tranvía de carreras
El
comendador Mambretti es el dueño de una fábrica de accesorios para sacacorchos
en Carpi, provincia de Módena. Posee treinta automóviles y treinta pelos.
—Cuántos
automóviles —dice la gente.
—Qué
pocos pelos —suspira el comendador Mambretti. No se sabe por qué; al fin y al
cabo, treinta es igual a treinta, ¿no?
Para
ir a la fábrica el comendador Mambretti elige un automóvil de doce metros de
largo: el más grande, el más lujoso, el más amarillo de toda la región de
Emilia-Romaña. Todas las mañanas, mientras conduce, el comendador Mambretti
pregunta al espejo retrovisor.
—Espejito,
lindo espejito, ¿cuál es el automóvil más bonito del país?
—El
suyo, comendador Mambretti —responde el espejo con voz de saxofón tenor.
Satisfecho
con la respuesta, el más famoso productor de accesorios para sacacorchos del
Valle del Po pisa el acelerador y el coche se desliza como un rey de la
carretera.
Un
lunes por la mañana, como siempre, el comendador Mambretti guiña el ojo y le
pregunta al espejo retrovisor:
—Espejito,
lindo espejito, ¿cuál es el automóvil más bonito del país?
Y
ya se prepara para saborear la respuesta como un bombón de whisky con doce años
de envejecimiento, cuando el espejo responde, con voz de tuba:
—Es
el del contable Giovanni.
—Maldita
sea —dice el comendador Mambretti, pisando el freno. Es una expresión que ha
aprendido en el cine—. No es posible —grita—. ¡Qué te dé una conjuntivitis! El
contable Giovanni es un muerto de hambre, ¡tiene sólo una bicicleta sin bombín!
Pero
el espejo, interrogado más veces, lo remacha con firmeza. Pese a la amenaza de
ser hecho pedazos, vendido como esclavo, recubierto con papel de seda, no muda
su sentencia.
El
comendador Mambretti estalla en llanto, y un guardia le pone una multa porque
interrumpe el tráfico. Paga, se marcha, corre a la fábrica. En su despacho el
contable Giovanni está repasando en su violín el concierto de Max Bruch.
El
contable Giovanni es un hombrecillo enjuto, de pelo blanco. Lo tenía ya blanco
de pequeño, tan blanco que sus compañeros lo apodaron Blancanieves.
En
la empresa hace de todo. Abrillanta los accesorios para sacacorchos, sirve de
mesa a su principal cuando da una vuelta por la fábrica y tiene que tomar notas
(las toma sobre la espalda del contable Giovanni) y se ocupa de la música de
fondo. El comendador Mambretti no quiere ser menos que los personajes de las
telenovelas, que no hablan si no hay una música de fondo; incluso cuando huyen
por la noche, tienen siempre detrás una orquesta entera (a lo mejor está en un
camión) que les toca tremendas sinfonías. En el despacho hay un biombo. Cuando
llega un cliente a tratar un negocio el contable Giovanni se pone detrás del
biombo con su violín. Por la voz del principal deduce si tiene que tocar un
adagio, un andantino o un presto molto.
—Buenos
días, comendador —dice el contable Giovanni, apartando el arco de las cuerdas.
El
comendador lo mira largamente, con una mirada pesimista, y cuando habla lo hace
con una voz tan triste que el contable Giovanni se siente en la obligación de
iniciar el tema de la muerte de Isolda.
—No
hay manera, no hay manera, Giovanni —dice el comendador—, y deje en paz a
Wagner. Todas estas novedades… estos automóviles.
—Ah,
¿ya se ha enterado?
—Son
cosas que se saben. La gente murmura…
—Pero
¡no tiene nada de malo! Ha muerto mi tía Giuditta, me ha dejado unos cuartos, y
así me decidí a comprar ese cochecito.
—¿Cochecito,
eh? Ande, ande…
—Pero
¿qué dice, comendador? Mírelo con sus propios ojos.
Allá,
en un rincón del patio, se observa con algún esfuerzo un minúsculo automóvil
rojo de tres ruedas, no más alto que un taburete. Parece un automóvil que se
quedó canijo por falta de vitaminas.
«¿Y
eso es el automóvil más bonito del país? —reflexiona el comendador Mambretti,
sonriendo con un solo diente—. Está visto que mi espejo se ha vuelto tonto de
nacimiento. Así le entre la urticaria».
Mientras
tanto se ven unos obreros que cruzan el patio para ir a su trabajo. Y todos se
paran a mirar el automóvil del contable Giovanni. Uno le hace una caricia, otro
le desempolva el guardabarros con el pañuelo; un tercero está tan distraído que
enciende dos pitillos a la vez. Y ninguno parece darse cuenta de que justamente
esa mañana el automóvil del comendador Mambretti tiene una antena nueva para la
radio, toda de lapislázuli, y un cuadro nuevo de Annigoni en el sector artístico.
—Subversivos
—rezonga el patrono—. Basta con que vean algo rojo.
Después,
al regresar a casa, el comendador Mambretti pregunta por última vez al espejo
retrovisor:
—Dime,
pero no mientas, ¿cuál es el automóvil más bonito del país?
—Es
el del contable Giovanni.
—Pero
¿por qué?
—Es
el del contable Giovanni.
—Pero
¡si ni siquiera tiene instalación de ducha caliente y fría, samovar y magnetofón
de casete!
—Es
el del contable Giovanni.
—Así
te salga un panadizo —exclama el comendador Mambretti.
El
espejo calla muy digno, reflejando de paso un camión con remolque lleno de
cerdos, camino de una fábrica de embutidos de Reggio Emilia.
Esa
misma noche el comendador Mambretti decide ir al cine para olvidarse de su
disgusto. Ante el Cine Star encuentra automóviles parados, tan abundantes como
los pinos en el pinar, las encinas en el encinar y las guindas en el frasco de
aguardiente de guindas. Mientras busca un sitio para aparcar su supercoche,
descubre allí mismo, a dos metros de su parachoques delantero, el molinillo, el
miniescuerzo, el microgarabato del contable Giovanni. La plaza está desierta.
Los de Carpi están todos en el cine, en casa viendo la televisión y en el café
jugando al mus. No circula un alma, no hay guardacoches fraudulentos a la
vista, la luna tiene una falta justificada.
—Ahora
o nunca —decide el comendador Mambretti.
Basta
una pisadita al acelerador. El poderoso morro de la supercilindrada se lanza
sobre el cochecito rojo, que además, al ser de noche, parece negro. Lo aplasta
como un acordeón. Freno. Marcha atrás. Primera y segunda. Y largo a todo gas.
Nadie ha visto nada. Ni siquiera el espejo retrovisor, porque miraba hacia el
otro lado y en la práctica estaba de comparsa.
A
la salida del cine el contable Giovanni ve su coche reducido a algo intermedio
entre un colador y una pizza a la napolitana y se desmaya. Muchas personas lo
asisten amorosamente, le dan pequeñas bofetadas, le hacen oler sales y
pimientas para que vuelva en sí.
—Pobre
de mí —suspira el contable Giovanni—. ¡Adiós, hermosos sueños felices del
pasado!
—Ánimo,
no se lo tome así —dice la gente—. Lo arreglará Sietemanos.
—¿Quién?
—El
carrocero, ¿no? Ese a quien llaman Sietemanos por lo bueno que es, que parece
que tiene de verdad siete manos en vez de dos.
—Ah,
Sietemanos.
—¿Quién
me llama? —pregunta un hombretón que sale el último del cine.
—Justamente
hablábamos de usted, señor Malagodi, llamado Sietemanos. Mire qué desastre.
—Bah,
los he visto peores. Yo lo arreglo. ¿Puedo llevármelo, Giovanni?
—Sí,
muchas gracias.
Con
una sola mano, Sietemanos levanta el carrucho, se lo mete bajo el brazo y se
dirige a su taller entre dos hileras de gente.
Esa
noche el contable Giovanni duerme en el suelo del taller, abrazado a la
chatarra de su coche. A la mañana siguiente, Sietemanos se pone al trabajo y el
contable Giovanni ni siquiera va a la fábrica y se queda mirándolo
quejumbrosamente.
El
comendador Mambretti tiene una entrevista de negocios con un comerciante de
Estocolmo; siente mucho la falta de la música de fondo pero finge que no pasa
nada. Después de comer manda a un espía a espiar lo que sucede en el taller de
Sietemanos. El espía regresa casi enseguida.
—¿Y
qué?
—Ese
Sietemanos es un verdadero fenómeno, comendador. El coche ha quedado como
nuevo. Sietemanos lo está pintando y el contable Giovanni lo acompaña al violín.
El
comendador Mambretti suelta un puñetazo sobre la mesa y la rompe. Con lo difícil
que es hoy encontrar un buen ebanista. Después manda al espía a otro sitio. Hay
que saber que Mambretti es el jefe secreto de una banda de ladrones de automóviles.
A sus órdenes, la banda se pone en marcha. Primero pasa un tipo por el taller a
llamar a Sietemanos:
—Ha
dicho su mujer que vaya a casa, porque le han robado los polvos de talco.
—¿Otra
vez? —estalla Sietemanos—. Es ya la tercera en una semana. Voy enseguida a ver.
Usted, señor Giovanni, espéreme aquí.
Sietemanos
corre a su casa. Entonces pasa por el taller otro tipo e invita al contable
Giovanni a un helado de nata. El contable Giovanni lo acepta como señal de
solidaridad por sus desgracias, pero en el helado hay un somnífero. En cuanto
el contable Giovanni se duerme, llega la banda y hace desaparecer el coche.
Llega también Sietemanos, muy contento porque lo del robo de los polvos de
talco no era verdad; ve al contable Giovanni durmiendo. No ve el coche, que ha
desaparecido; lo comprende todo y se echa a llorar: no les va a mandar la
factura a los ladrones…
Inmediatamente
después llega el cartero:
—Un
telegrama para el contable Giovanni.
—¡Pobrecito!
Acaban de robarle el coche, y ahora encima un telegrama. Yo no lo despierto.
También a mí me gustaría dormir así…
Por
fin la cosa acaba en que el cartero se ocupa de despertar al contable Giovanni.
El telegrama dice: «Muerta tía Pascualina, ven recoger herencia».
—Menos
mal —dice Sietemanos—. A lo mejor con la herencia se compra un coche de cuatro
ruedas…
Al
día siguiente, mientras va a la fábrica, el comendador Mambretti pregunta
malignamente al espejo retrovisor:
—Espejito,
lindo espejito, ¿cuál es ahora el automóvil más bonito del país?
Y
el espejo, con voz de balalaica:
—Es
el del contable Giovanni.
El
comendador Mambretti, con el susto, se salta un semáforo y se gana una multa.
Corre a la fábrica, manda a llamar al contable Giovanni, lo ve muy contento, dispuesto
a tocar el Moto Perpetuo de Paganini.
—No
hay manera, Giovanni. Todas estas novedades, estos automóviles…
—Pero
¿qué automóvil, comendador? Mire usted mismo con sus propios ojos.
El
comendador Mambretti mira por la ventana. En un rincón del patio, rodeado por
la admiración de obreros y empleadas, con el hocico metido en un saquito de
avena, hay un caballo blanco que golpea con un casco en el suelo y hace «toc,
toc, toc», como diciendo: «Sírvase usted mismo».
—Me
lo ha dejado mi tía Pascualina, al morir en su lecho de muerte.
«Quién
me habrá mandado —piensa el comendador— contratar un contable con tantas tías
moribundas. Afortunadamente soy el jefe secreto de una banda de ladrones de
caballos y antes de mañana estará solucionada también la herencia de la tía
Pascualina. Pero el espejo tendrá que explicarme por qué le gusta más ese rocín
que mi automóvil, ¡que tiene veintisiete caballos!».
El
espejo, en cambio, no explica nada. Sigue repitiendo que el caballo del
contable Giovanni es el automóvil más bonito del país y el comendador Mambretti
se enfada, tanto que se tira de los pelos. Así le quedan sólo veintiocho.
—Espejo
del diablo —grita—. Eres el peor día de mi vida. Así te den las paperas.
Cuando
le roban también el caballo blanco, el contable Giovanni quiere volverse loco
de dolor, pero no lo consigue. Entonces agarra el violín y toca una música de
fondo tan bonita, tan bonita, que la gente llega hasta de los pueblos de la
comarca para oírla. Llega también un maestro de la Scala de Milán. Se había
parado a echar gasolina en la Autopista del Sol y había oído el violín.
—¿Quién
toca tan bien? —pregunta al gasolinero.
—Es
el contable Giovanni que pone música de fondo.
—Quiero
conocerlo.
Se
lo presentan y le dice:
—Usted
es el mejor violinista del mundo. Si viene conmigo, ganará dinero a espuertas y
aún más.
El
contable Giovanni vacila. A pesar de todo está encariñado con la empresa
Mambretti y le gustan los accesorios para sacacorchos. Pero siente tanto la
falta del caballo que acepta la propuesta. Se va a Milán. Trabaja de mejor
violinista del mundo. Gana un montón de rupias y, por fin, puede coronar el sueño
secreto de su vida: ¡Comprarse un tranvía de carreras!
Cuando
va a Módena con su tranvía de carreras, todos corren a aplaudirle. Salen hasta
las monjas de los conventos y el comendador Mambretti se encierra en casa para
no ver, para no oír, para que no le entren ganas de arrancarse otro pelo.
El
motociclista enamorado
El
comendador Mambretti, propietario de una fábrica de accesorios para sacacorchos
en Carpi, provincia de Módena, tiene un hijo llamado Eliso, que tiene dieciocho
años. Viste siempre un pesado chaquetón impermeable con acolchado interior
pespunteado, pero debajo se pone un mono bicolor separable en la cintura con
cremallera, y en la cabeza lleva un casco integral de fibra, con acústica
perfecta, y visera recambiable. En suma, un motociclista propiamente dicho.
Una
mañana Eliso se presenta en la empresa de su señor padre y dice:
—Papá,
quiero casarme.
El
comendador Mambretti contesta:
—Menos
mal que te han entrado ganas de hacer algo. Mides un metro noventa y uno, pesas
ochenta y siete kilos, no has acabado el Bachillerato, los accesorios para
sacacorchos no te interesan, has gastado más en botas de motocross que yo en
cuadros del maestro Annigoni… Oigamos. ¿Es rubia o morena?
—Es
roja —responde Eliso.
El
comendador Mambretti reflexiona.
—Roja
—dice—. ¡Pues sí que es un colorcito adecuado para el hijo de un industrial! Ya
me parece oír las carcajadas de la comisión obrera.
—Si
quieres, puedo pintarla de blanco —dice Eliso, por darle gusto.
El
comendador Mambretti reflexiona un poco más. Eliso aprovecha para agregar otros
detalles:
—Es
japonesa.
—¡Ah,
qué bien! Encima extranjera. No estoy de acuerdo, hijo: el caballo y la mujer
de tu tierra han de ser. ¿Nombre?
—Yo
la llamo Minina.
—Claro
que sí, Eliso, emparentemos con los felinos.
—No
es una gata, es una motocicleta. Quiero casarme con mi moto Setecientos
cincuenta.
El
comendador Mambretti suspira:
—Hijo
mío, nunca te he negado nada; estoy aquí para darte la felicidad. Pero ¿no
piensas en nuestra honra? En el terreno de los accesorios para sacacorchos
somos los primeros del Valle del Po y los segundos de Europa, equiparables con
los Krupp de Solingen. Y tú vas a elegir una mujer de clase inferior. Tu madre
se morirá de congoja. Ella quería darte a la Susi, hija de la Firma Mambrini,
que produce collares para cuellos de botella. Ésa sí que sería una mujer para
ti y el consuelo de mi vejez.
—Ni
siquiera tiene espejo retrovisor…
—Sí
que lo tiene; lo lleva en el bolso, se lo he visto yo. Pero si no te gusta, no
he dicho nada. Estaría también la Foffi, hija de la firma Mambroni, que produce
accesorios para perros guardianes.
—Pero
¿tiene encendido electrónico? —pregunta Eliso.
—Claro,
lo utiliza para encender los cigarrillos. Pero si no te gusta, amén. ¿Y la
Bambi, hija de la firma Mambrinelli, que produce tapas para ollas y ollas para
tapas, eh?
—No,
ésa no. Sé con seguridad que no tiene bujías con electrodo de cobre. No la
quiero. Quiero a mi Minina con el cambio a la izquierda.
—A
la izquierda —se enfurece el comendador Mambretti—. ¡A la izquierda! Te ha
estropeado el Paese Sera.[2]
Ya basta. Esa boda no se celebrará. Cambio y corto. Y a partir de hoy, puedes
ir despidiéndote de las cien mil liras de paga semanal.
Eliso
palidece. Quisiera responder algo, pero siempre ha sido flojo en lengua
italiana y no tiene a mano un diccionario. Por lo tanto se levanta y se va.
Anda
que te andarás, va al garaje y saca su Minina, la pone en marcha con el
encendido electrónico, cruza con estruendo pueblos y ciudades, todos se echan a
un lado, los chiquillos corren a ver. Eliso se siente fuerte, poderoso,
envidiado, invencible; sería capaz de ganar el Gran Premio de Monza y
Gorgonzola, de ganarse los aplausos de un millón de personas, de hacer perder
la cabeza a quinientas mil chicas suecas; ve ya su fotografía en la revista ¿Dos cilindros o tres?, y de vez en
cuando grita: «¡Abajo los accesorios para sacacorchos!».
Cuando
la Minina se para significa que se ha acabado la gasolina. Cuando se para del
todo significa que se ha acabado el dinero. Pero Eliso no se desanima. Para
mantener a su Minina lava platos en los restaurantes, se dedica a recoger
pieles de conejo, trabaja de levantador de pesos en las ferias, de guarda en el
Museo del Triciclo, en cien oficios. No piensa regresar jamás a su casa.
La
Minina parece contenta con esta nueva vida y da muchas pruebas de buena voluntad.
Alcanza los ciento cincuenta por hora en cuatrocientos metros, toma las curvas
parabólicas a doscientos; es tan escrupulosa que pide que le compre una
cabecita magnética para medirse las vibraciones. De vez en cuando, claro, algún
caprichito; todas las mujeres los tienen, ¿no? La Minina se porta bien una
semana entera para que le regalen un megáfono que aumenta el ruido del tubo de
escape y también Eliso está encantado con ese invento, porque así cuando
acelera lo oyen hasta en Suiza y en Hungría.
Con
el tiempo la Minina se aficiona a las transformaciones. Primero quiere un depósito
de colores psicodélicos, después pide una horquilla con amortiguadores
oscilantes inferiores, con grandes muelles delante del cabezal de dirección,
después exige un manillar de ángulos rectos y el soporte del espejo retrovisor
tiene que ser de hierro forjado, retorcido en forma de candelabro del siglo
XVII.
Eliso
protesta tímidamente:
—Minina,
mira que no estoy muy de acuerdo. Una moto seria no anda por ahí con el farolillo
trasero en forma de orquídea.
La
Minina, por toda respuesta, exige un tubo de escape tipo tubo de órgano y manda
sujetar un pequeño trombón bajo el sillín. Después tampoco el sillín le va
bien; lo cambia todos los días. Y acaba queriendo, en lugar del sillín, un sillón
de dentista.
—¡Cuesta
un ojo de la cara! —exclama Eliso con lágrimas en los ojos—. Tendré que
trabajar hasta de noche, como el Pequeño Escribiente Florentino,[3]
para comprártelo… Sin contar con que, a este paso, tú ya no eres mi niña, como
dice la canción: te me estás volviendo una… casi me da vergüenza decirlo… Te
estás volviendo una chopper.
La
Minina, calladita. No le peta discutir. Eliso compra el sillón de dentista a
plazos y para pagar los plazos trabaja veinte horas al día: de deshollinador,
de afilador, de herrador, de físico atómico, de vendedor de pedales, y cien
oficios más. Trabajando así se ve obligado a descuidar a la Minina, le hace
poca compañía, la saca raramente de paseo, nunca la lleva al cine. La Minina,
taimada, no habla, pero demuestra que está poco satisfecha con esa existencia,
que para una moto jovencita como ella debe de ser más aburridilla que nada. A
lo mejor piensa que se le enmohecen los caballos y el freno delantero de disco
con mando hidráulico; pero si lo piensa no lo dice, si lo dice nadie la oye, si
alguien la oye no va por ahí contándolo.
Sin
embargo, una noche Eliso llega a casa y Minina no está. Ya no está. Ha dejado
allí un embrague automático, se ve que se lo ha cambiado, y se ha escapado con
un ladrón de choppers que se
compadeció de ella al verla tan sola y abandonada.
—¡Vuelve
a casa, Minina! —llora Eliso acariciando tiernamente el embrague automático.
Pero la Minina está ya en Monticelli de Ongina, está ya en Massalombarda, está
ya en Falconara Marittima con su guapo ladrón, quién sabe dónde estará.
Eliso
parte en su busca, a pie, enjugándose los ojos con un pañuelo sucio para ver
bien la carretera y los alrededores. Hace auto-stop en la autopista, toma
autobuses, automotores, autotanques, autofurgones. De noche duerme bajo los
viaductos, entre los setos de las isletas, o apoyado en un quitamiedos. Cada
vez está más triste. Pesa sólo setenta y cinco kilos, pero no ha disminuido de
estatura.
Así,
ahora, por las carreteras hay muchos buscando. Está Eliso que busca a la
Minina. Y están los agentes secretos del comendador Mambretti que buscan a
Eliso. En efecto, el comendador Mambretti no se ha resignado nunca a la fuga de
su amado hijo, también a causa de que su mujer, doña Osvaldina, le ha puesto la
cabeza como un bombo a fuerza de reproches:
—Ya
podías dejarlo casarse con quien quisiera; ¿te parece que hoy en día una moto
japonesa no es una mujer tan buena como cualquiera? Todo por tu orgullo de
fabricante de accesorios para sacacorchos. ¿Ya no te acuerdas de que tu madre
quería que te casaras con la Firma Mambrucci, productora de desodorantes para
gatos y afines, y a mí no me quería, porque era hija de simples latifundistas?
El
señor Mambretti, que en secreto es también propietario de una agencia de
agentes secretos, manda buscar a Eliso por tierra y por mar, con todos los
medios de comunicación y de transporte. Durante meses y meses los agentes le
mandan informes sin sustancia, por telégrafo, por correo y en mano por
motoristas: «Eliso localizado en Bordighera disfrazado de jubilado de
Ferrocarriles stop Conocida motocicleta camuflada de plantación de claveles»; «Huellas
de moto japonesa en Mont Blanc stop Siguen detalles». Y después los «detalles»
consisten en una tarjeta postal con una flecha que tendría que señalar las
supuestas huellas y en cambio señala un ventisquero, con un aspecto nada
motociclista.
El
comendador Mambretti responde a estos mensajes con amenazas encendidas y
furiosas: «Si no encontráis a mi hijo os mando exilados a Portugal stop Dejad
de buscarlo donde no está. Buscadlo donde se encuentra, listillos stop
Cordiales saludos de X 15,75».
«X
15,75» es el nombre secreto del comendador Mambretti para estas circunstancias.
Por
fin el agente Kappa Cero —un contable de Bagnacavallo apasionado por el
espionaje— tiene una idea que vale por dos: se disfraza de cartelón
publicitario de una marca de guardabarros y bastidores y se coloca en la
Autopista del Sol, entre Orvieto y Bomarzo, a la espera de los acontecimientos.
Y ocurre que Eliso pasa justamente por allí, a bordo de un bólido conducido por
un fraile capuchino, ve el cartel y exclama enseguida:
—Padre,
me quedo aquí. Gracias por el viaje y hasta la vista.
El
fraile pega un frenazo en seco en cuarenta y dos metros y veinticinco centímetros.
Eliso se baja y corre a contemplar los guardabarros y bastidores, que son su
pasión. El agente Kappa Cero lo reconoce y empieza a hablarle de papá que
llora, de mamá que reza, de la señorita Susi Mambrini que lo espera, de la señorita
Foffi Mambroni que piensa en él, de la señorita Bambi Mambrinelli que sueña con
él por la noche.
—¿Y
cómo sueña conmigo? —pregunta Eliso.
—Vestido
de ángel —responde el agente Kappa Cero.
—No
me va —dice Eliso—, habría preferido que soñase conmigo con faja de ante, la
amiga del motociclista, que se adhiere agradablemente a la piel preservando el
abdomen de las corrientes de aire, mantiene una grata tibieza, pero no hace
sudar y además no se enrolla.
—¡También
yo la llevo! —grita con entusiasmo el agente Kappa Cero. Se desabrocha la
camisa y demuestra que dice la verdad. Eliso, a causa de la faja, simpatiza con
él. Van a tomar un té frío a un restaurante de la autopista, abriéndose paso entre
diversos autobuses de turistas holandeses. Mientras toman el té, el agente
Kappa Cero se dedica a convencerlo.
—Vuelve
la primavera —dice—, vuelven las golondrinas al nido, vuelve el asesino al
lugar del crimen, ¿por qué eres el único que no quiere volver?
—Eso
mismo me pregunto —dice Elisopero no sé qué responder. Nunca ha sido mi fuerte
responder a las preguntas.
—¿Sigues
amando a Minina? —susurra confidencialmente Kappa Cero.
Eliso,
imitando sin saberlo a su padre, reflexiona un poco. Después responde:
—No,
ahora que lo pienso se trató de una chifladura pasajera. Ha sido el primer amor
que jamás se olvida, pero ahora estoy un poco harto. Casi, casi regreso a casa,
con la condición de que mi padre me devuelva la paga semanal.
—¡Te
lo aumenta! —comunica el agente Kappa Cero, que tiene plenos poderes—. Te lo
sube a ciento cincuenta.
—Pero
quiero un Ferrari —continúa Eliso.
—Concedido
—anuncia Kappa Cero—, y también tendrás un Stanguellini.
—Y
además —acaba Eliso—, quiero casarme con una motocicleta. No con la Minina, que
me traicionó con otro.
—¡Cuentas
con la bendición de tus padres! —anuncia Kappa Cero—. Tu madre te acompañará al
garaje y al altar.
—Entonces,
de acuerdo —concluye Eliso.
Emprenden
viaje en el coche del agente Kappa Cero, que es un Jaguar disfrazado de Porsche
de incógnito.
Por
el camino, para no descuidar la cosa cultural, visitan el castillo de Francisca
de Rímini, la iglesia de Polenta y la Exposición del Calzado de Bolonia. Y
precisamente en Bolonia, bajo los soportales, Eliso se detiene fascinado ante
un escaparate. Kappa Cero, desconfiadísimo, trata de arrancarle el secreto de
esa fascinación. Mira a la tienda y ve una dependienta morena, de ciento
sesenta y dos centímetros de alto sin tacones, con ojos de terciopelo verde,
una sonrisa tan amable que sólo con verla se oyen tañer las campanas.
—Preciosa
—dice Kappa Cero—, realmente preciosa.
—¿Verdad?
—agrega Eliso—. Me caso con ella. O con ninguna. He dicho.
Se
suceden otras preguntas y respuestas y por fin Kappa Cero comprende que Eliso
no se ha enamorado de la bellísima dependienta, sino de una lavadora expuesta
en el escaparate. Un milagro de la técnica electrodoméstica. La perfección diseñada
por un gran artista. La Miss Universo de las lavadoras.
Eliso
no se mueve del escaparate, no quiere dar un paso más. El agente Kappa Cero se
ve obligado a usar su radio receptotransmisora que lleva en la boca, metida en
un diente postizo. Con ella advierte al comendador Mambretti y una hora después
allí están, el comendador Mambretti y doña Osvaldina. Él no está del todo feliz
con ese proyecto matrimonial, pero la señora está en el séptimo cielo.
—¡Figúrate!
¡Tener una nuera lavadora! Seré la primera en toda la provincia de Módena. Y
además será muy cómodo, para la colada.
En
resumen, piden la mano de la lavadora. Ella no dice que no; quien calla otorga.
Eliso se casa con ella y viven felices y contentos. De Minina no se vuelve a
tener noticias. Pero sabemos que se ha convertido en triciclo y vive pacíficamente
en Busto Garolfo, junto a Busto Arsizio.
Marco
y Mirko contra la banda de los polvos de talco
Marco
y Mirko son gemelos, pero es fácil distinguirlos entre sí porque Marco lleva un
martillo con mango blanco y Mirko un martillo con mango negro. Nunca se separan
de sus martillos, nunca; preferible el jabón en los ojos.
Sus
padres son don Augusto y doña Emenda, también fáciles de distinguir, porque don
Augusto es propietario de una tienda de electrodomésticos y doña Emenda, en
cambio, es propietaria de una tienda de ropa para perros. Por la mañana, antes
de salir de casa, dirigen a sus hijos cariñosas enseñanzas:
—Marco
y Mirko, por favor, no abráis la puerta a nadie, porque andan por ahí esos
terribles ladrones de talco.
—Sí,
mamá, sí, papá.
Naturalmente,
en cuanto los padres han desaparecido del horizonte, los gemelos corren a abrir
la puerta, con la viva esperanza de descubrir un ladrón de talco al acecho en
el descansillo. Desilusión. No hay nadie. Entonces salen a la terraza a
entrenarse con los martillos, a los que están enseñando a comportarse como
boomerangs y otros muchos jueguecitos. Los martillos vuelan por el cielo y
regresan. Bajan a plomo a la calle, dan tres vueltas en tomo al sombrero de un
transeúnte y suben de nuevo a la terraza silbando.
—Silban
—observa Marco—, todavía no hacen un buen pitido.
—Silbando
se aprende —dice pacientemente Mirko.
De
improviso, en la fachada del chalecito de enfrente se abre de par en par una
ventana, se asoma una señora sin quitarse las manos de la cabeza, y un horrible
grito sale de sus dientes:
—¡Socorro!
¡Socorro! ¡Me han robado los polvos de talco!
—Van
siete —hace constar Marco, que lleva la cuenta de los robos en el barrio.
—¡Socorro!
¡Auxilio! —agrega la pobre mujer.
—La
señora de ayer —observa Mirko— tenía los dientes más blancos.
Pero
ya un nuevo espectáculo apela al espíritu de observación de los dos gemelos:
por la verja del chalecito sale un hombre enmascarado, de modales bastante
sospechosos. Estrecha contra su seno varios botes de talco y manifiesta
visiblemente su intención de dirigirse a toda prisa a otro lado.
—La
ocasión que esperábamos —dice Marco.
—Justamente
—dice Mirko—, la ocasión la pintan ladrona.
Los
martillos salen disparados. Esta vez, al cruzar el aire, producen como un
principio de aullido. El hombre enmascarado mira hacia arriba, pero haría mejor
mirándose a los pies, porque el martillo de mango blanco está apuntando a su
zapato izquierdo, mientras que el de mango negro apunta a su zapato derecho.
Podría ahora, si quisiera, abrir los pies. Pero en cambio abre los brazos, deja
caer los botes, sin la menor coherencia, y se pone a gritar a su vez:
—¡Socorro!
¡Auxilio!
Los
martillos giran a velocidad vertiginosa en torno a sus pies y no le permiten el
menor desplazamiento.
—¡Basta!
—suplica el hombre enmascarado—. ¡Me rindo!
—Demasiado
poco —dice Marco.
—Primero
queremos una confesión completa —precisa Mirko—. Quién es usted, por qué roba
el talco, quiénes son sus cómplices, quién es su jefe, cómo se llama y cuántos
años tiene la mujer del jefe, etcétera.
—Yo
me llamo «el hombre enmascarado». Robo por cuenta ajena. Quien me transmite los
encargos es el conocido malhechor Lento Lento. No sé más. Corto.
—¿Dirección
de Lento Lento?
—Avenida
Garibaldi, 3567 y medio, interior dos, llamar cuatro veces, canturreando la
canción que dice: «Ramona, oyes el timbre que te llama…».
El
hombre enmascarado es puesto en libertad bajo palabra. Los martillos suben a la
terraza con un alegre silbido y la conciencia del deber cumplido. Pero
enseguida vuelven a bajar, por otro camino, al bolsillo de los gemelos que se
dirigen a visitar al conocido malhechor Lento Lento.
Encuentran
la dirección indicada. Llaman cuatro veces. No hay respuesta. Vuelven a llamar
cuatro veces.
—No
vale —grita una voz desde dentro—. Tenéis que cantar también la canción, si no,
no abro.
—Ah,
sí, la canción.
Marco
y Mirko entonan el Himno de Garibaldi, pero Lento Lento responde muerto de
risa:
—Todo
equivocado. Vuelta a empezar.
Esta
vez Marco y Mirko usan los martillos y la puerta se abre.
—Lo
sentimos —dicen—, la canción esa de «Ramona, oyes el timbre que te llama» la
hemos olvidado.
—Me
habéis destrozado la puerta —protesta Lento Lento.
—Perdónenos
por esta vez y díganos toda la verdad sobre la banda del talco.
—¿De
qué se trata? ¿Estáis haciendo una encuesta para el colegio?
Lento
Lento, sin saberlo, ha tocado la tecla más dolorosa. Ante el sonido de la
palabra «colegio» los gemelos vacilan, los martillos se vuelven pequeños, pequeñitos,
para no ser capturados por la maestra. Lento Lento se ha marcado un punto, pero
no se da cuenta:
—¿Os
habéis escapado de casa para enrolaros en la Legión Extranjera? ¿Os embarcaréis
como grumetes en un mercante que sale de Bríndisi hacia Patrás?
—Si
su última palabra es Patrás —contraatacan Marco y Mirko, aprovechándose de su
imprudencia—, es usted hombre acabado. Llegan los nuestros.
Lento
Lento mira hacia la puerta y se equivoca, porque los martillos le prueban los
reflejos de las rodillas.
—¡Ay!
¡Ay! ¡Verdugos! ¿Qué queréis de mí? Yo soy un simple organizador. Veintisiete
hombres a mis órdenes roban los polvos de talco y los entregan en mi almacén.
Todas las mañanas pasa a retirarlos un hombre calvo con una camioneta verde y
me los paga a peso de oro y de plata. Fin de la transmisión.
—¿A
qué hora?
—Dentro
de dos minutos justos. Escondeos. Lo veréis todo.
Los
dos minutos pasan sin prisa, indiferentes. Llega la camioneta verde conducida
por el hombre calvo. Lento Lento carga los sacos de talco, tiende la mano para
recibir su paga y el hombre calvo escupe en ella riéndose burlonamente:
—¡Ja,
ja!, la última remesa se puede pagar también de esta manera.
Va
a marcharse, pero no puede porque el martillo de Marco le inmoviliza la mano
izquierda sobre el volante y el martillo de Mirko le inmoviliza la mano derecha
sobre la palanca de cambio.
—¿Os
parece bonito golpear así, a traición y sin previo aviso? —lloriquea el hombre
calvo.
—Pague
a este honrado profesional —intiman Marco y Mirko.
Lento
Lento recibe unos lingotes de oro, se limpia las manos en los pantalones y huye
al Líbano.
Marco
y Mirko saltan a la camioneta.
—Vámonos
—ordenan.
—Ahora
mismo —dice el calvo, recobrándose—. Vamos al jardín zoológico; os compraré dos
paquetes de avellanas para dárselas a los monos.
—De
zoo, nada, vamos a ver al jefe.
—¡Ah,
no! —implora el hombre calvo—. ¡Al jefe, no! ¡Prefiero un café con leche sin azúcar!
Los
martillos lo obligan a pensárselo mejor y a arrancar. Mientras van, el hombre
calvo les abre su corazón:
—El
jefe es el doctor Diabolus.
—¿Quién?
¿El famoso científico diabólico?
—Un
hombre terrible. Si no le obedezco en todo, con una simple ojeada hace que me
entre dolor de barriga. ¿Sabéis cómo me ha obligado a convertirme en su
ayudante?
—No,
nunca nos lo ha dicho nadie.
—Mandándome
en sueños a mi abuelo, que me daba bofetones toda la noche. Me despertaba con
cardenales. ¡Y pensar que mi profesión preferida es la de observador de plátanos!
—¿Cómo
se hace?
—Se
escoge un plátano, se pone debajo una hamaca y se observa. Se hacen
observaciones interesantísimas. A propósito, me llamo Segundo.
—Volvamos
al talco. ¿Qué hace con él el doctor Diabolus?
—Lo
necesita para Anselmik, un robot dotado de supermente, fabricado por Diabolus
tras años de estudios y llamado así por el nombre de su tío Anselmo.
—Y
Anselmik, ¿qué hace con el talco?
—Se
lo come. Come un quintal diario. Se pasa el tiempo comiendo talco y pensando.
—¿Y
en qué piensa, don Segundo?
—Se
lo dice sólo al doctor Diabolus. Cuando hablan entre sí me mandan fuera a
partir leña. Pero ya llegamos. ¿Veis ese chalecito blanco con pintas azules?
Marco
y Mirko miran: ¡sorpresa! Es el chalecito donde viven, en el segundo piso, con
sus padres y sus martillos.
—El
laboratorio está en el sótano —les explica su guía—. Diabolus sale solamente
disfrazado de comerciante de grifos.
—¡El
señor Giacinto! —piensan al tiempo Marco y Mirko—, el que de vez en cuando nos
regala grifos viejos para jugar. Lo que son las cosas.
El
señor Giacinto, vestido de científico diabólico, se enfada muchísimo con don
Segundo cuando ve a los dos gemelos. Anselmik, en cambio, ve sólo el talco y se
pone a bailar de alegría, gritando:
—¡La
papilla! ¡La papilla! ¡Viva la papilla!
Se
ata la servilleta al cuello y ataca el talco con una cuchara. Mientras tanto el
doctor Diabolus, con su ojeada diabólica, trata de darles dolor de barriga a
Marco y Mirko, para quitárselos de encima. Pero no consigue concentrarse,
porque los martillos giran ululando en torno a sus orejas y le entran mareos.
—No
ofrezca resistencia, señor Giacinto Diabolus. Está rodeado.
El
científico se doblega llorando:
—¡Basta!
¡Basta! ¡Diré la verdad!
Pero
no puede decirla, al menos de momento, porque Anselmik, alzando la boca del
plato, lanza un chillido que vale por dos:
—¡Lo
encontré! ¡Lo encontré! Escucha, amo: «El talco Nixon nos lo quitan de las
manos». ¿Entiendes la sutil alusión?
El
doctor Diabolus se hunde aún más, murmurando entre sollozos:
—Esto
es demasiado. Precisamente hoy había decidido renunciar a la empresa, por ser
demasiado difícil. Y ahora Anselmik ha funcionado, pero con dos minutos de
retraso, porque vosotros me habéis descubierto y desenmascarado. ¡Cuántas
cualidades de una sola vez! Y pensar que estaba llegando a la meta de mi vida…
—¿Qué
meta, infernal doctor Diabolus?
—Encontrar
una frase para el lanzamiento del talco Nixon en la televisión. Habéis de saber
que hace diez años la casa Nixon me contrató con este encargo secretísimo.
Fabriqué un robot maravilloso, hecho todo con moneditas de cinco liras… Ya veis
que es verdad. Anselmik, con su super-mente, debía producir la frase. Para eso
lo alimentaba con talco. Y seguí alimentándolo incluso cuando la empresa
interrumpió las remesas y me vi obligado a recurrir al robo. Ahora vosotros me
denunciaréis como jefe de la banda del talco; me condenarán a presidio; quizá
en la cárcel me den un número par, ¡a mí, que sólo me gustan los números
impares…! ¡Qué tragedia!
Anselmik
seguía brincando por la gran habitación, cantando en todos los tonos:
—«El
talco Nixon es tan bueno, ¡que nos lo quitan de las manos!»
—Ya
basta —le ordena Marco.
—El
talco Nixon es una porquería —agrega severamente Mirko.
—¿De
veras? —dice Anselmik, sorprendido—. No se me había ocurrido.
Y
también él estalla en llanto.
—Vamos,
vamos —lo exhortan Marco y Mirko—. ¿No se te habrá metido jabón en los ojos?
Hagamos una cosa. No denunciaremos a nadie, con estas condiciones: primero, el
doctor Diabolus presentará la dimisión, se dedicará totalmente al comercio de
grifos y devolverá el talco a los que han sido robados por correo.
—¿Y
cómo hago? ¡No tengo las direcciones!
—Las
encontrará en el listín de teléfonos. Segundo, don Segundo podrá consagrarse
libremente a la observación de los plátanos.
—¡Viva!
¡Corro ahora mismo a comprarme una hamaca!
—Tercero,
Anselmik será encerrado en el armario y sólo saldrá una vez al día, a las diecisiete
horas, para hacer los deberes del colegio para nosotros y nuestros amigos. Con
este fin se alimentará de libros escolares.
—¡Hurra!
—grita Anselmik, entusiasta—. ¡Los libros escolares son tan buenos que nos los
quitan de las manos!
Y
corre a encerrarse él mismo en el armario. Después abre la puerta:
—¿Empezamos
hoy?
—No,
después de las vacaciones.
—Esperaré
con ansia el final de las mismas.
¿Queda
algo que hacer? No, nada más. Marco y Mirko pueden despedirse del señor
Giacinto y volver a casa. Justo a tiempo. También vuelven don Augusto y doña
Emenda, muy contentos de encontrar a sus hijitos sanos y salvos en su nido, al
abrigo de los peligros de la metrópoli.
—Habéis
sido muy buenos —dice doña Emenda—. Como premio, hoy os lavaré la cabeza.
Marco
y Mirko preferirían un par de bofetadas, pero son demasiado orgullosos para
demostrar su terror. ¡Ay!, no todas las cosas de la vida son tan agradables
como dar caza a la banda de los polvos de talco.
Los
magos del estadio
o
El Barbarano contra el Inglaprusia
El
presidente de la Asociación Balompédica Barbarano está desesperado porque su
equipo, pese a la presencia de elementos de clara valía, como Brocco I y Brocco
II, y de jóvenes promesas, como Brocco III, Brocco IV y Brocco V (a quien los
hinchas llaman Menisco de oro), pierde todos los domingos y las otras fiestas
de guardar. Tras haber pedido consejo a sus consejeros, chambelanes y
mayordomos, lanza un bando en su reino: «Daré —dice el bando, que todos los
diarios publican en primera plana— mi hija por esposa y el castillo de Santa
Lilaila de regalo a quien salve al Barbarano del descenso».
Al
día siguiente se presentan muchos jóvenes prometedores, algunos ya secretamente
enamorados de Lauretta, la espléndida hija del Presidente, que mide uno setenta
y cinco de alto y tiene los ojos verdes, estudia para campeona olímpica y
aprende a tocar el tocadiscos. Conocen numerosos sistemas infalibles para que
gane el Barbarano: por ejemplo, comprar a Riva, Rivera, Netzer y Beckenbauer;
regalar setas venenosas a los adversarios; ofrecerle al árbitro un coto de caza
de jabalíes. Pero para comprar a Beckenbauer hay que estudiar primero alemán;
es una complicación. Todos esos sistemas son poco prácticos.
Hacia
el atardecer, los últimos serán los primeros, se presenta un tal Rocco de
Pisciarelli, conocido más que nada como tratante de pieles de conejo. Como
primera medida pide que le enseñen la fotografía de Lauretta, la estudia a
fondo y se muestra bastante satisfecho.
—¿Qué
referencias futbolísticas tiene usted? —le pregunta el Presidente.
—Bueno,
de segundo nombre me llamo Helenio —dice Rocco.
—Eso
ya es una recomendación. ¿Y además?
—Hagamos
una cosa —propone Rocco—. El próximo domingo, en el partido, me pone usted en
el banco al lado del antiguo entrenador, y si el resultado le gusta, volvemos a
hablar en presencia de testigos.
—De
acuerdo —dice el Presidente.
El
domingo, con ocasión del encuentro con el Formello Football Club (que juega con
camisetas blancas con listas blancas), Rocco entra en el campo y se va a sentar
junto al antiguo entrenador, un hombre desilusionado de la vida y del
campeonato, triste como una canción sin palabras, que difunde a su alrededor un
perfume de crisantemos marchitos. El árbitro pita el comienzo como si nada
ocurriese. Y en quince minutos el Formello marca tres tantos, más otros nueve
anulados por fuera de juego.
Durante
el descanso Rocco va a los vestuarios, pasa de un jugador a otro y a todos les
dice unas palabritas al oído. El Presidente se da una vuelta entre los
jugadores después que él:
—¿Qué
os ha dicho?
—A
mí me ha dicho: tres por nueve veintisiete —revela Brocco I.
—Y
a mí: seis por cuatro veinticuatro —confía Brocco II.
—La
tabla de multiplicar la sabe —observa el Presidente meditabundo—. Veremos qué
pasa.
Se
reanuda el juego. Pasa un minuto y Brocco I marca de un cabezazo. Dos minutos
después marca Brocco II, con la izquierda. Marcan con la derecha,
sucesivamente, Brocco III, Brocco IV y Brocco V (a quien los hinchas llaman
Menisco de oro). Brocco VI con la rodilla. Brocco VII marca con las amígdalas.
El Barbarano gana por doce a tres. El Presidente se desmaya de emoción y ni
siquiera se da cuenta de que los hinchas lo sacan a hombros, por eso no le
proporciona el menor placer.
Cuando
vuelve en sí, manda llamar a Rocco, que estaba montando en su vespino para
regresar a Pisciarello, y lo contrata como nuevo entrenador. El viejo se exila
a Oporto, en Portugal.
—Y
ahora —dice el Presidente—, ¿me cuentas tu secreto?
—No
hay secretos —explica Rocco—. El comercio de las pieles de conejo deja mucho
tiempo libre, de modo que he estudiado parapsicología y me he convertido en un
mago del fútbol. Puedo mandar el balón a donde quiera con la pura fuerza del
pensamiento. Puedo espantar a los jugadores contrarios provocándoles terribles
alucinaciones. Cosas sencillísimas, como ve.
—De
acuerdo. Pero será mejor que la prensa no sepa nada.
—A
mí me basta con la gloria —dice Rocco—, y el castillo de Santa Lilaila. ¿A su
hija le gustan los callos?
—Sí,
¿por qué?
—Sólo
por saberlo. Mi hobby preferido es recoger informaciones.
En
pocas semanas el Barbarano se pone a la cabeza de la clasificación y gana el
campeonato. Rocco y Lauretta se casan, se van a vivir al castillo de Santa
Lilaila y comen callos una vez por semana.
En
pocos años el Barbarano asciende a primera división, gana la Liga nacional,
conquista la Copa de los Campeones, la Copa de las Copas, el Torneo nocturno de
la Tolfa, etcétera. Se convierte en el equipo más famoso de todos los tiempos.
Rocco se convierte en el entrenador más famoso del mundo.
—Usted
—le dice una vez un periodista—, conseguiría enseñar a una cabra a meter goles.
—Claro
—responde Rocco.
Manda
a buscar una cabra, coloca en la portería a doce porteros de primera división,
codo con codo, y cuando la cabra chuta todos caen patas arriba. ¡Gol! El caso
es que los doce porteros, en lugar del balón, han visto que se les venía encima
un piano de cola. Pero se avergüenzan de decirlo, porque, pasado el momento, ya
no están seguros de si era un piano de cola o un órgano electrónico.
Sólo
una vez, en tantos años, Rocco pierde la calma. Un árbitro ha pitado un fuera
de juego a Broceo V (a quien los hinchas llaman Menisco de oro), que estaba en
cambio en posición correcta. Un instante después se ve a aquel señor con
pantaloncitos negros trepar por el palo de la portería e ir a sentarse en el larguero.
—Pero,
Rocco, ¿qué haces? —susurra nerviosamente el Presidente del Barbarano.
Rocco
se da cuenta de que ha exagerado con sus superpoderes parapsicológicos, a
riesgo de inspirar desconfianza a cualquier mente desconfiada. Deja al árbitro
en libertad de bajar y se contenta con mandarle la alucinación de la anaconda:
el árbitro, mientras corre, tiene continuamente la impresión de poner los pies
sobre una serpiente anaconda de diez metros y cincuenta centímetros de largo y
para esquivarla da preciosísimos saltitos. El público le aplaude. El Barbarano
gana por cuarenta y siete a cero y todos sus jugadores son nombrados Caballeros
de Santa Lilaila.
Después,
un día se oye contar que allá en Inglaprusia ha aparecido otro equipo que gana
siempre por cuarenta, cincuenta a cero, y derrota incluso a Alemania, y
Beckenbauer, humillado, abandona el fútbol y se convierte en propietario de un
banco.
Rocco,
disfrazado de industrial textil en viaje de instrucción, va a ver un encuentro
entre el Robur (así se llama el equipo inglaprusiano) y el Vetralla. Le basta
una ojeada para reconocer en el entrenador a un famoso mago tibetano,
caracterizado de brisgoviés. Para hacer una prueba, se concentra, reúne todos
sus superpoderes y transforma al extremo derecho del Inglaprusia en un grillo
que chilla desesperadamente, «cri-cri», por miedo a que lo aplasten. Pasan tres
segundos, el grillo se transforma de nuevo en extremo derecho, recoge un pase y
marca. Desplazando el balón con el pensamiento, Rocco logra hacer marcar al
Vetralla un par de tantos, pero a la tercera no lo consigue: el pensamiento del
mago tibetano parece más fuerte que el suyo. ¿No será porque piensa en
tibetano, lengua de antiguas magias?
A
Rocco, de la preocupación, le sale un, orzuelo. Sabe que un día u otro, y quizá
antes, los dos mejores equipos del mundo tendrán que enfrentarse. Para
prepararse, Rocco se pone a estudiar tibetano. En tres días y tres noches
aprende de memoria cuarenta mil vocablos y decide que bastan. Para estar
verdaderamente dispuesto a todo aprende también chino, indostano y una decena
de dialectos bantúes.
Y
llega el día del superpartido. Se juega en el Estadio Olímpico de Roma. Conexión
radiovisual con ciento dieciocho países. Presentes veinte mil periodistas,
muchos de ellos con su señora y su cuñada. En las tribunas son incontables los
ministros, los arzobispos, los tratantes de pieles de conejo, los nobles
arruinados, los ladrones en libertad provisional, los licenciados, los calvos,
los mancos. Los dos entrenadores, antes de dirigirse a sus banquillos
respectivos, se estrechan la mano y se dicen: «¡Que gane el mejor!» en arameo,
para no dar a entender sus verdaderos sentimientos. En el momento del apretón,
los dedos del mago tibetano se transforman en víbora de mortal picadura. Rocco
responde inmediatamente transformando sus propios dedos en puercos espines,
grandes comedores de víboras. Naturalmente nadie ha notado nada. Los fotógrafos
sacan fotografías sin la menor sospecha.
Inmediatamente
después del pitido del árbitro, Rocco manda al campo un rebaño de dinosaurios,
pero los inglaprusianos, instruidos por su mago, ni se inmutan.
«¡Fuera
los pulpos gigantes!», ordena mentalmente Rocco. Invisibles a los ojos de
todos, pero no a los de los jugadores del Robur, bajan al terreno como once
pulpos gigantes, uno por cabeza. Tienen tentáculos de veinticuatro metros de
largo, con los cuales podrían triturar a una ballena, arrastrar bajo el agua un
trasatlántico y cortar en lonchitas —como se merece— un submarino atómico. Pero
los jugadores inglaprusianos, adiestrados por su mago, les sacan la lengua, y
los pulpos, ofendidísimos, se retiran a la nada.
En
ese momento Brocco I tiene una visión. Se le aparece Blancanieves, que le
pregunta:
—Perdone,
¿ha visto a mis siete enanitos?
Brocco
I, asombradísimo, pierde tiempo en responderle:
—No,
señorita, lo siento. Pero mire que aquí no se puede estar: se celebra el
partido del milenio.
—¿Qué
me dice? ¡Y yo que no sabía nada! —dice Blancanieves—. Sea bueno, explíqueme
por qué todos andan a patadas con esa pobre pelota, que no le ha hecho daño a
nadie.
Mientras
Brocco I charla con la chica, los inglaprusianos le soplan el balón e inician
un irresistible avance hacia la portería del Barbarano. El portero se prepara
para parar, pero pasa delante de él Cenicienta, a todo correr, jadeante.
—Señorita
—le grita el portero—, ¡ha perdido un zapato!
—No
importa —responde Cenicienta—. Tengo otro.
Y
mientras tanto el delantero centro inglaprusiano dispara un cañonazo que
derribaría, las murallas de Viterbo. Por suerte, apelando a todos sus recursos,
Rocco consigue desviar mentalmente el tiro y hacer que dé en el larguero.
«Conque
ésa es tu táctica —piensa Rocco, dirigiéndose mentalmente al mago tibetano—.
Estupendo, te responderé cuento por cuento».
Un
instante después los inglaprusianos ven entrar en el campo a Caperucita Roja
perseguida por el Lobo Feroz y no pueden dejar, por caballerosidad, de tomar
partido por la pobre niña y perseguir al lobo. El Barbarano se aprovecha y
marca. ¡Uno a cero! Siete mil doscientos dieciocho hinchas se desmayan de emoción
y son sacados en camillas.
El
mago tibetano responde con un Hada de los Cabellos Azules, que está a punto de
ser frita en la sartén por el Pescador Verde:[4] los jugadores del
Barbarano se distraen para salvarle la vida y el Inglaprusia empata. ¡Uno a
uno! Se desmayan otros cuatro mil hinchas y trescientos camilleros.
A
partir de ese momento los dos magos ya no miden sus golpes. El campo se puebla
de brujas, ogros, diablos, geniecillos, madrastras, hermanastras, princesas,
lamparillas remotas, caballos parlantes, guerreros, bandidos, músicos de
Bremen, camellos y camelleros; y de nuevo monstruos pasados, presentes y
futuros, del tiranodonte a King Kong, a los hombres-lagarto; llueven sobre los
jugadores el ratón Mickey, Superman, Nembo Kid, Diabolik, Barba Azul y
Pulgarcito. La gente no ve nada. O mejor dicho ve a veintidós jugadores y al árbitro
que corren de un lado a otro, como locos, mientras el balón está solo, olvidado
y melancólico en la línea de medio campo. Lo malo es que los dos magos ya no
consiguen hacer desaparecer los fantasmas evocados por sus mentes. El campo está
ya atestadísimo, ni siquiera hay sitio para correr. Los jugadores se sientan en
el suelo, sin resuello. El público silba.
De
repente ocurre una cosa rara. Rocco y el mago tibetano piensan al tiempo en el
flautista de Hamelin y piensan tan intensamente que el flautista no sólo
aparece en el centro del campo, sino que resulta visible para todos los
espectadores, incluidos ministros, periodistas y calvos.
¿Qué
hace aquel flautista, en el centro del estadio?
Se
produce un gran silencio. Se oiría caer una hoja si en el estadio hubiese árboles,
y fuera otoño, y soplase un viento frío para hacer caer las hojas. Y en cambio
se oye… Se oye al flautista que toca… ¿Y qué toca? ¡Asombro! ¡Es la badinerie de la conocida Suite de Juan Sebastián Bach!
El
flautista toca la parte de la flauta diecisiete veces, porque es más bien
cortita y, para apreciarla bien, no basta con oírla sólo dieciséis veces.
Cuando
acaba, se encamina hacia la salida. Los jugadores la siguen. El árbitro la
sigue. Los dos magos enemigos la siguen. El público la sigue. Todos se van a
sus casas, olvidan el partido, olvidan el juego del fútbol (durante tres meses)
y aprenden a tocar la flauta.
El
cartero de Civitavecchia
En
Civitavecchia, como en una ciudad casi grande donde además está el puerto de
los barcos que van a Cerdeña, hay muchos carteros. Hay más de doce. El más
joven es el cartero Grillo. En realidad se llama Gian Gottardo Angeloni y en
los círculos postales es conocido por Trotillo, porque siempre va al trote.
Pero en la ciudad lo llaman Grillo, que era ya el apodo de su abuelo.
Grillo
es tan joven que ni siquiera está casado. Tiene sólo una novia llamada Ángela,
muy mona, muy deportista. Es hincha del Ternana, ya que su padre era oriundo de
Terni; aunque un oriundo cualquiera, no de esos que juegan al fútbol. Ángela es
sobre todo hincha de Grillo, y le dice:
—Eres
el mejor cartero de Civitavecchia y de todo el Tirreno. Nadie lleva una bolsa
tan pesada como la tuya. Si te dan un telegrama para entregar, vas tan rápido
que a veces llegas el día antes.
Ángela
lo quiere tanto que cuando llueve le seca el paraguas con su secador de pelo.
A
Grillo lo destinan a la entrega de paquetes postales, pero para él es un juego:
lleva hasta veinticuatro a la vez y ni siquiera suda, y así se ahorra el pañuelo,
con lo que cuesta el jabón.
Una
mañana, en vez de un paquete, lo encargan de entregar un tonel de vino. Pesadísimo,
era vino de catorce grados, figuraos. Él lo pone en el manillar de la Vespino y
sale corriendo. Se acaba la mezcla, la Vespino no marcha. No importa, Grillo se
carga el tonel en el dedo pulgar y se lo lleva al destinatario. Regresa a la
oficina, su jefe lo llama:
—Vamos
a ver, ¿cómo es que llevas un tonel con el dedo pulgar y ni se te tuerce un
poco?
—Un
tonel no es nada del otro mundo, jefe. Estoy acostumbrado a las cargas. Tengo a
mi cargo una familia más larga que un día sin pan: mi mamá, mi abuela, dos tías
solteronas y siete hermanos llamados Rómulo, Remo, Pompilio, Tulio, Tarquinio…
—Alto.
¿No son los nombres de los siete reyes de Roma?
—Natural.
Al fin y al cabo Roma es la capital. Mi padre era un buen patriota.
—Oye
—dice el jefe—, ¿por qué no te dedicas al levantamiento de pesos? A lo mejor te
conviertes en un gran campeón.
—Lo
pensaré.
—¿Cuándo?
—Esta
tarde a las siete y media.
A
las siete y media, Grillo se encuentra con Ángela y ella, con lo deportista que
es, se vuelve enseguida hincha del levantamiento de pesos.
—Pero
—sugiere— entrenémonos a escondidas, así te presentas por sorpresa, los
derrotas a todos, conquistas la gloria, te hacen una entrevista en la radio y
dices que tienes una novia llamada Ángela.
Se
ponen de acuerdo. En cuanto oscurece, y todos los habitantes de Civitavecchia
se encierran en sus casas a ver la televisión (hacen lo mismo en Milán, Nueva
York y Villaconejos), Grillo comienza el entrenamiento. Primero levanta una
motocicleta japonesa que pesa dos quintales, después un seiscientos, después
una furgoneta de las grandes y, por último, un camión con remolque.
—Eres
más fuerte que Maciste —dice Ángela, muy contenta.
Maciste
es un descargador del puerto que levanta una caja de pernos con una sola mano;
pero no tiene a su cargo una abuela y tiene sólo dos hermanos, de modo que no
está tan entrenado.
A
la mañana siguiente el jefe llama a Grillo a su despacho:
—¿Te
lo has pensado?
—Sí,
desde las diecinueve treinta a las once cuarenta y cinco. Pero durante un poco
de tiempo quiero entrenarme en secreto. Si viene esta noche a las doce en punto
ya verá.
—A
medianoche, realmente, se ve muy poco.
—Mi
novia llevará una linterna de bolsillo.
A
medianoche van al puerto, se suben a una barquita. Ángela insiste en remar ella
para que Grillo no malgaste sus fuerzas, el jefe rezonga:
—¿No
iremos en busca de ballenas para levantarlas?
Grillo
se pone el bañador, se tira al agua, se acerca a un carguero de bandera turca,
de mil quinientas toneladas de arqueo y dice:
—¡Hale-hop!
—para que todo esté en regla, y levanta el barco hasta que se ve la hélice. A
bordo alguien grita un par de palabras turcas, pero Grillo, que no conoce esa
lengua, no responde.
—¿Ha
visto, jefe? —dice Ángela, apagando la linterna de bolsillo.
El
jefe, entusiasmado, se lanza vestido al agua, abraza a Grillo y casi lo ahoga.
Por suerte Ángela ha traído un secador de transistores, y puede secarlos a los
dos y también las ropas del jefe, incluido el pañuelo del bolsillo de la
chaqueta.
—Serás
la gloria de Correos y Telégrafos —dice el jefe—. Pero, por favor, a la chita
callando. Nadie debe saber nada hasta el día de la sorpresa y del triunfo, así
te hacen entrevistas en la radio, te preguntan quién te ha descubierto, y tú
respondes: «Mi jefe, don Fulano».
—Y
dice también que su novia se llama Ángela —agrega ésta.
—¿Puedo
decirlo? —pregunta respetuosamente Grillo a su jefe.
—Claro
que puedes decirlo —responde Ángela.
A
la noche siguiente se van a Roma, fingiendo ir a Viterbo, para hacer otro
entrenamiento secreto. Grillo levanta el Coliseo, desprendiéndolo de sus
cimientos, después lo vuelve a poner en su sitio con todo cuidado.
—Demasiado
deprisa —critica el jefe—. Casi no me ha dado tiempo de verlo. Lo haces todo
demasiado rápido.
—Bueno,
jefe, uno tiene que ser rápido a la fuerza cuando tiene una madre, una abuela,
dos tías solteronas y siete hermanos a su cargo.
—Y
además —agrega Ángela— uno tiene intención de casarse.
—Eso
no lo entiendo —le dice el jefe en voz baja a Ángela, mientras Grillo ha ido a
lavarse las manos a la fuente—. Una chica tan guapa como usted, de uno setenta
y tres de alto, de cincuenta y cuatro kilos de peso, con dos preciosos ojos
verdes y tanto pelo, ¿cómo se las ha arreglado para enamorarse de un cartero
tan bajito y tan cargado de familia?
—Oiga
—le responde Ángela—, que yo también soy un poco levantadora de pesos. Si me
viene otra vez con estas conversaciones, lo siento en lo alto del Arco de
Constantino. Y después ya veremos qué sucede.
—No
he dicho nada —dice el jefe—. Pensemos en nuestro campeón. Dentro de quince días
son los campeonatos del mundo. Yo pago la cuota de inscripción.
Hacen
otros pequeños entrenamientos y el buen cartero, animado por la chica y el
jefe, levanta sucesivamente: las tumbas etruscas de Tarquinia, las minas del
Canal Monterano, una isla del lago de Bolsena, el monte Soratte, la Cantina
Social de Cerveteri, etcétera. Y con eso basta. Sólo queda esperar el día y la
hora de los campeonatos mundiales, que se desarrollan en Alejandría, en Egipto.
El jefe paga también el viaje de Ángela, que en el barco hace un buen papel;
casi todos los marineros le preguntan si tiene alguna hermana casadera.
Grillo
está un poco nervioso, le entran manías como aquella vez que tenía que llevar
una carta urgente y se dio tanta prisa que llegó antes de que remitieran la
carta.
—Calma
—le recomienda el jefe—. Eres el levantador más fuerte del sistema solar, no lo
estropees todo con las prisas.
—Está
bien, jefe —murmura Grillo—. Es que no estoy acostumbrado a perder el tiempo y
este barco parece que no tiene ninguna gana de ir a Egipto.
Pero
al fin llega, los levantadores de pesos entran en Alejandría, encuentran el
hotel, y el jefe y Ángela le dicen a Grillo:
—Echa
un sueñecito, así se te pasarán los nervios. Mientras tanto nosotros vamos a
inspeccionar el gimnasio para tener la seguridad de que no utilizan pesos
falsos y engañosos.
Grillo
se va a dormir, pero duerme tan deprisa que se despierta el día anterior. Mira
el calendario y ve que es lunes, cuando ellos habían llegado el martes.
«Ya
estamos —piensa—, ahora me toca dormir todo ese tiempo para ponerme al día…».
Vuelve
a dormirse, pero duerme tan deprisa que se despierta tres o cuatro mil años
antes. Se despierta en el desierto porque el hotel aún no existe, y allí al
lado hay un tipo vestido de antiguo egipcio que le pregunta:
—¿Quick queck quack y quock?
—No
entiendo un cuerno —responde Grillo educadamente—. En Civitavecchia hablamos
distinto.
El
tipo hace dos o tres veces más: «¡Quick! ¡Quick!».
Después llama a dos esclavos, que obligan al cartero a levantarse, lo meten en
una barca llena de gente con uniforme de antiguos egipcios y le ponen un remo
en la mano.
—Quack —dice el comandante de la barca.
—Eso
lo entendí —dice Grillo—, significa: rema.
En
cuanto él empieza a remar lo dejan todos los demás, porque ya no hay necesidad:
basta Grillo para hacer volar la barca Nilo abajo a tal velocidad que los
cocodrilos se apartan protestando y los avestruces, en la orilla, se quedan
rezagados un buen trecho. El comandante de la barca está tan contento que se
vuelve loco de alegría, y lo tienen que atar.
Grillo
mientras tanto se ha olido que lo están llevando a echar una mano en la
construcción de las pirámides de Egipto. Y así es, en efecto. Allí en el
desierto hay una pirámide a medias, miles de esclavos que corren de un lado a
otro llevando, empujando, arrastrando piedrazas enormes; y está el Faraón, que
regaña a sus secretarios. También él hace: «¡Quick!
¡Queck!». Pero se comprende perfectamente que el Faraón esté descontento
porque las obras avanzan hacia atrás y sus secretarios se la hacen encima de
miedo de perder la cabeza, orejas incluidas.
«Les
echaré una mano —piensa Grillo—, no me cuesta nada. Pero después de comer, se
acabó. Si te he visto no me acuerdo».
Levanta
aquellas espantosas piedrazas como quien lava. Carga doce a la vez con una sola
mano y doce con la otra, mientras de todas partes llega gente a decir: «¡Olé!» «¡Olé!» y «¡Queck! ¡Queck!», y el Faraón se desmaya de asombro y tienen que
ponerle un gato bajo la nariz para que vuelva en sí (usanza faraónica). En un
par de horas la pirámide está acabada: rancho especial para los de las obras,
festejos populares (piñatas, carreras de burros, palo de la cucaña). El Faraón
quiere conocer al esclavo extranjero y, en parte con las manos, en parte con
palabras, le pregunta de dónde viene:
—¿Babilonia?
—No,
Excelencia. Civitavecchia.
—¿Sodoma
y Gomorra?
—Ya
se lo he dicho, faraón: Civitavecchia.
El
Faraón se harta del interrogatorio y dice algo así como: pues vete a ese país.
Grillo mantiene un prudente silencio: en los interrogatorios, ya se sabe, lo
mejor es decir lo menos posible. Come lo que le dan de comer, bebe lo que le
dan de beber, y después le hacen señas de que puede dormir bajo una palmera.
«Menos
mal —piensa Grillo—. Y ahora intentemos dormir despacito, largamente, para
regresar a nuestros días».
Durante
un rato consigue hacer pasar siglos y milenios, pero después, con su
impaciencia de costumbre, empieza a preguntarse: «¿Será hora de que me
despierte? ¿No será hora de que me despierte?».
Se
despierta a tiempo de echar una mano en las excavaciones del Canal de Suez,
donde por suerte encuentra a uno de Civitavecchia, que se llama Martino
Angeloni y ha sido compañero de escuela de su tatarabuelo, y lo invita a unas
copas.
Cuando
se vuelve a dormir, ha aprendido la lección. Pero la ha aprendido demasiado
bien. Se despierta en el hotel de Alejandría cuando los campeonatos mundiales
han acabado ya. Ganaron todos menos los de Civitavecchia. El jefe ha regresado
a Italia en el primer avión, furiosísimo. Allí está Ángela, removiendo con la
cucharilla una taza de café.
—Tómatelo
—dice—. Ya estará frío, porque lo han traído hace tres días. Se ve que te han
hecho un truco para impedirte ganar: te han dado un somnífero poderoso. El jefe
ha dicho que se querellará. No importa. El año que viene son las Olimpiadas. Y
las ganarás.
—No
—dice Grillo—, no quiero ganar nada de nada. Con la familia que tengo a mi
cargo, es inútil que ande dando vueltas por el universo levantando otras cargas.
—Entonces,
¿ya no te casas conmigo?
—Me
caso enseguida, incluso la semana pasada.
—No,
a mí me basta con mañana.
Antes
de ir a Civitavecchia a casarse, sin embargo, hacen un buen viajecito hasta las
Pirámides. Grillo reconoce enseguida la que ha hecho él, con sus manos
correotelegráficas. Pero no dice nada. Los grandes campeones son modestos. Tan
modestos que su nombre no lo sabe nadie. Todos los días de su vida levantan
pesos espantosos, pero ni siquiera piensan en que les hagan entrevistas.
El
pescador del Puente Garibaldi
El
señor Alberto, llamado Albertone, es más que nada un pescador de ciudad: pesca
desde el Puente Garibaldi, en las aguas del Tíber, o también desde otros
puentes, con el mismo sedal, pero no siempre con el mismo cebo, porque hay
peces a los que les gustan los higos, a otros los grillos, a otros la lombriz.
Lo malo es que los peces no quieren nada al señor Albertone. No pican en su
anzuelo ni en invierno ni en verano. El es ese que pasa días enteros apoyado en
el pretil esperando que una perca, o al menos una mísera boga, se compadezcan
de su flotador y le den ese tirón que arrastra bajo el agua hasta el corazón
del pescador de ley. Pasad en coche por el puente viniendo de la avenida Trastévere
en dirección a la calle Arenula, a las ocho de la mañana; volved a pasar al
ocaso, repitiendo el mismo recorrido en sentido contrario; encargad a un amigo
que pase y repase por el puente, a distintas horas, mientras vosotros estáis en
el trabajo, para comprobarlo: Albertone está siempre allí, de espaldas. Quizá
al atardecer se ha vuelto un poco más pequeño por la desilusión, pero sigue
siendo él.
A
tres metros de Albertone, a un fulano que de pescador no tiene nada y que como
mucho podría vender enciclopedias a plazos, ni le da tiempo a quitar el seguro
del carrete y a lanzar al agua su hilo, sabiamente equilibrado con plomos,
cuando inmediatamente acude una locha coleando, por así decirlo, para que la
saquen fuera con todos sus reflejos plateados. Mide cuarenta centímetros, pesará
unos dos kilos. Como para no creérselo.
El
fulano la mete en la cesta, engancha un gusanito cualquiera y, en treinta
segundos, saca un barbo de un kilo ochocientos. Parece sonreír de felicidad
bajo sus cuatro bigotes.
—A
ese tipo los peces se los traen en la palma de la mano —farfulla Albertone.
También
el fulano farfulla algo cada vez que lanza. Albertone se acerca y oye que dice:
Pez,
pececillo,
ven
con Giuseppino.
Y
el pez pica inmediatamente. Albertone no puede más.
—Perdone,
don Giuseppino —dice—, no es por meterme en sus cosas, pero ¿me explica cómo
hace?
—Es
muy fácil —responde sonriendo el fulano—. Fíjese bien.
Lanza
de nuevo, y de nuevo farfulla a toda prisa esa jaculatoria:
Pez,
pececillo,
ven
con Giuseppino.
Y
saca una anguila, que normalmente ni siquiera debería estar por esta parte del
Tíber.
—Es
estupendo —dice Albertone, estupefacto—. ¿Me deja probar?
—No
faltaría más —responde el fulano.
Albertone
prueba, pero con él el sistema no funciona.
—Me
olvidaba —dice el otro—, ¿se llama usted Giorgio?
—No,
pero ¿qué tiene que ver?
—Sí
que tiene que ver —dice el otro—. Yo me llamo Giorgio, alias Giuseppino. Por
eso los peces me hacen caso. Ya sabe, con los encantamientos hay que ser
exactos en un cien por cien.
Albertone
lía sus bártulos y se va corriendo a la calle Bissolati, donde está la
Crono-Tours, la agencia que organiza viajes al pasado. Explica su problema al
profesor de guardia. Éste hace unas cuantas cuentas con un cerebro electrónico,
las comprueba con un ábaco, programa la máquina del tiempo y dice:
—Ya
está, siéntese en esta butaca y buen viaje. Un momento, ¿ha pagado ya?
—Claro.
Ahí tiene el resguardo.
El
profesor aprieta un botón y Albertone se encuentra en 1895: el año de
nacimiento de su padre. Él es un inclusero que está en el hospicio. Pasa unos años
infernales hasta que sale, va a trabajar a la Empresa Municipal de Transportes,
donde trabaja también su padre; se hacen amigos. Cuando su padre se casa y le nace
un hijo, Albertone le aconseja por su bien:
—Llámale
Giorgio, alias Giuseppino. Ya verás qué suerte tiene.
Su
padre discute un poco:
—Realmente
a mi primer hijo le quería poner Alberto. Pero hagamos lo que tú dices.
Nace
el niño y lo llaman Giorgio, alias Giuseppino. Va al jardín de infancia, después
a la escuela, etcétera. Todo exactamente igual que antes; la misma vida que ha
tenido Alberto, pero con distinto nombre. Albertone —que ahora se llama
Giorgio, alias Giuseppino— se aburre un poco al volver a andar todo ese camino.
Es como repetir cuarenta cursos seguidos, porque él tiene que llegar a la edad
de cuarenta años y cinco meses para regresar al puente Garibaldi en el momento
justo. Pero se consuela con la idea de que esta vez los peces tendrán que
obedecerle a la fuerza.
Llegado
el día, llegada la hora —es decir el mismo día y la misma hora del primer
encuentro con el pescador afortunado— el ex Albertone corre al puente, monta la
caña, pone el cebo, lanza el hilo y mientras tanto, con el corazón en un puño
por la emoción, susurra marcando bien las sílabas:
Pez,
pececillo,
ven
con Giuseppino.
Nada.
Espera
un poco.
Nada
de nada.
Espera
otro poco.
Siempre
nada. Los peces se ríen de él de una forma indecente. Tres metros a la derecha
de Albertone-Giorgio-Giuseppino, está el otro pescador cociendo maíz en un
hornillo de alcohol. Después pincha un grano bien cocido en el anzuelo, lo
lanza y saca una carpa de doce kilos, con las aletas rojas de alegría.
—No
vale —grita el ex Albertone—. ¡También yo ahora me llamo Giorgio, alias
Giuseppino! ¿Por qué los peces van sólo a usted? ¡Eso es una verdadera
injusticia y voy a presentar querella!
—¿Cómo?
—dice el otro—. ¿No sabe que ha cambiado la contraseña? Fíjese bien.
Prepara
el cebo, lo lanza, y mientras el anzuelo cae al agua, dice alegremente:
Pez,
pececillo,
ven
con Filippino.
Dicho
y hecho. Saca otra carpa, que debe de ser la gemela de la primera, y que si no
pesa doce kilos pesa con toda seguridad diez kilos doscientos.
—Pero
¿quién es ese Filippino?
—Es
mi hermano —dice el pescador afortunado—. Es físico atómico y no tiene tiempo
de venir a pescar. Yo, en cambio, tiempo tengo mucho porque estoy parado.
«¡Maldita
sea! —reflexiona Albertone—. ¿Y quién tiene un hermano llamado Filippino? Yo
tengo sólo una hermana, y encima se llama Vittoria Emanuela. ¿Qué hago?».
Vuelve
a la agencia Crono-Tours y expone su problema al profesor de guardia, el cual
se lo piensa un poco, interroga a la calculadora electrónica y telefonea a una
tía suya. Después dice:
—Vaya
a la caja a retirar el resguardo.
Esta
vez Albertone tiene que retroceder muchos siglos en el tiempo, hacerse amigo
del retatarabuelo, ir con él en peregrinación a Santiago de Compostela para
tener la oportunidad de dormir en la misma posada. Mientras duerme le pone a
escondidas una inyección y a consecuencia de esa inyección la descendencia
cambia un poquito cada vez, tan poco que nadie lo advertirá. Pero cuando tendría
que nacer Vittoria Emanuela, en su lugar nace un varoncito, a quien le ponen el
nombre de Filippo, con la intención de llamarlo Filippino. Todo eso lleva un
poco de tiempo, pero cuando Albertone regresa a nuestros días tiene un hermano
llamado Filippino, de treinta y seis años, cocinero a bordo de un trasatlántico
y todavía soltero.
Albertone
agarra la caña, corre al Puente Garibaldi, hace un lanzamiento de una elegancia
tal que un tranviario, desde la ventanilla de su trolebús, le grita: «¡Muy
bien!».
Y
mientras tanto, naturalmente, recita la nueva contraseña:
Pez,
pececillo,
ven
con Filippino.
Como
si nada. Es como hablar con la pared. El otro, en cambio, pesca una boga, pero
ni siquiera se toma el trabajo de desprenderla del anzuelo: la deja en el agua
un momentito y he aquí que muerde el cebo vivo, según su costumbre, un magnífico
lucio-perca, que normalmente tendría que vivir al norte de la presa y que, si
ha bajado por el Tíber hasta estas latitudes, debe de haber sido sólo para
procurarle un placer personal al pescador afortunado.
—¡No
vale! —grita Albertone, con una voz que provoca un atasco en el tráfico desde
la plaza Argentina a la plaza Mastai—. Me llamo Giorgio, como usted; mi alias
es Giuseppino, como usted; tengo un hermano llamado Filippino, como el suyo; y
fíjese que para tenerlo he debido sacrificar a mi hermana Vittoria Emanuela, a
la que quería muchísimo. Y a pesar de todo los peces me esquivan como si yo
tuviera la escarlatina. ¡No me dirá que ha vuelto a cambiar la contraseña!
Pez,
pececillo,
ven
con Fray Martino.
—¿Y
quién es ese Fray Martino?
—Es
mi cuñado, que se metió franciscano y no tiene tiempo de venir a pescar porque
debe de andar por ahí haciendo la colecta.
—¡Ahora
le doy yo colecta! —grita Albertone.
Se
lanza sobre el pescador afortunado, lo alza sobre el pretil y lo arroja al Tíber,
mientras se lo reprocha en vano una maestra jubilada que ha llegado a verlo
todo desde una ventanilla del trolebús número Setenta y cinco y se asoma a
exclamar, llena de indignación:
—Jovencito,
¿es ésa la educación que le han enseñado en la escuela?
Albertone
no la oye. Ni siquiera la ve. Ve sólo que allá abajo, bajo el puente, cientos
de peces levantan al pescador afortunado y lo llevan a la orilla, teniendo
mucho cuidado de que no se moje la chaqueta. Por desgracia una ola le empapa
los pantalones, pero enseguida un pez se los seca con un secador de pilas (en
el Tíber no hay enchufes).
El
señor Giorgino Giuseppino sube por la escalerilla, muy sonriente, justo a tiempo
para liberar a Albertone de dos guardias de la Seguridad Pública que lo estaban
deteniendo por lanzar pescadores desde el puente.
—No
es nada —explica el señor Giorgino Giuseppino—. Ha sido una broma, con un leve
matiz de equívoco. Juegos de chiquillos, ¿entienden?
—¡Pero
este hombre quería ahogarlo vivo!
—¡Ahogarme!
¡Vamos, no exageremos! Salgo fiador por el señor Albertone y encabezo una
suscripción para comprarle una nueva caña de pescar, porque la otra se le ha caído
al río.
Es
cierto. Albertone, furioso, ha tirado la caña a los peces, que están jugando a
la jabalina con ella. En resumen, todo se arregla. Los guardias se van al cine,
los transeúntes se dispersan en varias direcciones, la circulación reanuda su
marcha fatal y, mientras Albertone se queda allí enfurruñado y silencioso mirándose
los botones del chaleco, el señor Giorgio Giuseppino empieza a pescar.
Pez,
pececillo,
ven
con Fray Martino.
Y
venga a salir peces. Ahora llegan hasta de Fiumicino para picar. Llegan del
mar, a la carrera, róbalos y salmonetes, lenguados y besugos, gallos y lubinas,
mújoles, escorpinas, atunes, caballas, intercambiándose fuertes cabezazos y
coletazos para ser los primeros en dejarse pescar. Para sacar un cazón, el señor
Giorgio Giuseppino debe pedir ayuda a dos tranviarios del Sesenta y a dos
barmans de la plaza Sonnino. Pero cuando asoma por detrás de la isla Tiburtina,
lanzando festivos chorros, un cachalote que parece el primo de Moby Dick, el señor
Giorgio Giuseppino hace señas de que no con el dedo y se niega a pescarlo,
declarando:
—¡Nada
de mamíferos! ¡Sólo peces!
Albertone
observa y calla. Ha enloquecido, pero no se lo dice a nadie, para que no lo
metan en el manicomio. Puede vérselo siempre, en un puente o en otro, de día o
de noche, mientras espía locamente las aguas del Tíber. Quien pasa cerca de él
lo oye farfullar:
Pez,
pececillo,
ven
con Robertino…
Pez,
pececillo,
ven
con Gennarino…
ven
con Ernestito… con Goffredino…
con
Giocondino… con Caterino…
con
Teresino… con Avelino…
con
la batalla de Borodino…
Busca
la contraseña que al final tendrán que obedecer los peces, animales más
huidizos que ningún otro. No nota el sol en verano. En invierno no siente la
tramontana, cuando desciende por el Valle del Tíber a barrer los puentes, y
hasta las lochas, en las aguas gélidas, quisieran llevar un abrigo de pieles y
en la cabeza un gorro de astracán. Busca desesperadamente la palabrita exacta.
Pero no siempre quien busca encuentra.
Es fácil
convertirse en pez
o
Hay que salvar Venecia
ESCENA
PRIMERA
—¡To…!
—dice el señor Tòdaro, agente de Seguros, a la señora Zanze, mujer del señor Tòdaro—,
mira esto, oye lo que dice el periódico: Según el profesor Se Yo Se Yo, de la
Universidad de Tokio, en 1990 Venecia estará totalmente bajo el agua. Emergerá
sólo de la laguna la punta del campanario de San Marcos. Falta poco para 1990.
Es hora de ponerle remedio.
—¿Y
cómo lo vas a permitir, tonto? Iremos a vivir con mi hermana, en Cavarzere.
—Nada
de eso —replica el señor Tòdaro—. Es mejor que nos convirtamos en peces, así
nos acostumbraremos a vivir bajo el agua. Y además también ahorraremos en
zapatos. Toca enseguida a formar.
La
señora Zanze toca la corneta. Llegan a la carrera los tres hijos, Bepi, Nane y
Nina, que estaban jugando en Campo San Palo. Llega también la sobrina Rina,
hija de la hermana de Cavarzere, que estaba en el portal buscando novio.
—Vamos
a ver —anuncia el señor Tòdaro—, nos transformaremos en peces y afrontaremos
victoriosamente la catástrofe ecológica.
—A
mí no me gusta el pescado —proclama su hijo Bepi—. Me gustan más los callos.
—¡To…!
—dice el señor Tòdaro—, quien a callos mata, a callos muere.
Y
le larga una bofetada.
—Pero,
entonces —se horroriza Bepi—, ¡eres un padre autoritario!
—Está
bien, peces —dice su hijo Nane—, pero ¿de qué clase?
—Yo
quiero convertirme en ballena —anuncia su hija Nina.
—Cero
—concluye el señor Tòdaro—. ¿No sabes que la ballena no es un pez? Pero no nos
perdamos en ociosas polémicas clasificadoras.
—¿Qué
significa eso?
—Significa:
manos a la obra; quien bien empieza bien acaba, no dejes para mañana lo que
puedas hacer hoy, y lo que sea sonará. Vamos.
La
señora Zanze:
—Pero
¿adónde, tonto? Es noche cerrada; todas las buenas familias venecianas están al
abrigo de la tibieza del doméstico nido, mientras la madre, que es el ángel del
hogar, enciende el televisor.
—¡To…!
—la corta en seco el señor Tòdaro—, es la hora exacta. Pronto, en fila,
alineaos y cubríos, barriga para dentro, pecho sacado, de frente, ¡march! Un momento, que cojo mi
sombrero.
Van
a la orilla del canal, entran en el agua y se azacanan para convertirse en
peces.
—Primero
las aletas, por favor —enseña el señor Tòdaro—. Hay que hacer crecer una en el
brazo derecho y una en el brazo izquierdo.
—Las
escamas —pregunta su sobrina Rina—, ¿de qué color me las hago? Quizá violeta,
ya que soy rubia.
La
señora Zanze quisiera una cola roja, pero mientras tanto se le pasa por la
cabeza una idea:
—¡To…!,
Tòdaro, ¿cómo se las arreglarán mañana los niños para ir al colegio?
—No
te distraigas, Zanze, concéntrate.
Pero
los niños han oído. La perspectiva de la imprevista vacación se ilumina ante
ellos como el Gran Canal la noche de la regata histórica. Redoblan sus
esfuerzos y en pocos instantes obtienen magníficas aletas laterales que asoman
agujereando los jerséis.
—¡To…!
¡Los jerséis nuevos! —chilla lastimeramente doña Zanze.
—¡Muy
bien! ¡Muy bien! —aprueba en cambio don Tòdaro.
También
él, por lo demás, ha entrado en el agua con chaqueta y las aletas le horadan
las mangas.
—¿No
nos iremos a convertir en peces chicos, para que luego nos coman los grandes? —pregunta
su hija Nina a Rina.
—Al
contrario, seremos los peces más gordos de la laguna y nos comeremos a todos
los demás.
—Yo
prefiero los callos —remacha su hijo Bepi, coleando por la cuenta que le tiene
lejos del padre para no ganarse otro bofetón.
ESCENA
SEGUNDA
Mañana
brumosa sobre el Gran Canal. Lanchas que van, lanchas que vienen. Góndolas y
motoras en orden abierto. El Patrón Rocco, al mando de una barcaza de carga,
cargada de mostaza, mientras mira al agua ve un gran pez que se quita
educadamente el sombrero y le dirige la palabra:
—¿Qué?
¿Hace o no hace ese seguro? Mire qué niebla. Si tiene un accidente, pierde el
dinero y la mostaza. Piense en sus hijos, ¡to…!
—Don
Tòdaro… pero ¿es usted? Pobrecito, ¡si lo encuentran los guardias urbanos! Ya
sabe que está prohibido bañarse en el Gran Canal.
—No
soy un bañista, soy agente de seguros. De las lanchas, de las góndolas, de las
motoras, todas las caras se vuelven hacia ese lado para ver al pez parlante. Sólo
un turista inglés se vuelve hacia el otro lado, disgustado, murmurando:
—¡Dios
mío! Lo que tiene uno que ver: un sombrero marrón… con un traje gris. Qué cosas
más raras.
ESCENA
TERCERA
Desde
el Puente de la Academia, el joven Sebastiano Morosini, de Padua, estudiante de
Bellas Artes, heredero de una mansión con frescos de Tiépolo y de cuatro fincas
en las que se produce vino y vermuts, observa tristemente la estela de una
barcaza de carga, cargada de mermelada de arándanos. Está enamorado de la
condesa Novella pero la condesa ha preferido a un doctor en economía y comercio
de Cosenza, con el cual se ha marchado a Egipto; pasarán la Navidad en lo alto
de las pirámides. El joven Sebastiano medita sobre si le conviene suicidarse al
punto, tirándose del puente, o hacer primero un crucero a las islas Galápagos
para ver, aunque sólo sea una vez, iguanas en libertad.
De
repente —¿sueño o estoy despierto?— ve colear elegantemente en el agua a Rina
de Cavarzere, hija de la hermana de la mujer del señor Tòdaro, más guapa que
nunca con sus escamas violetas que contrastan de forma deliciosa con el pelo
rubio. Palidece con la comparación, el recuerdo de la condesa Novella, que
tiene el pelo oxigenado y la nariz, a decir verdad, demasiado larga.
—Señorita
—grita el joven Sebastiano, presa de una inspiración—, ¿me permite acompañarla?
Rina
nota que el joven tiene los ojos azules e intuye que es el heredero de una
mansión con frescos de Tiépolo. Le sonríe, para darle a entender que su compañía
será apreciada como se merece. El joven Sebastiano, sin vacilar, se zambulle en
el agua, se convierte en pez y pasea con la hermosa Rina de un lado a otro de
los canales, describiéndole una a una sus cuatro fincas. Le cuenta la historia
de sus desdichados amores con la condesa Novella; le ilustra algunos de sus
proyectos para el futuro, como, por ejemplo: pintar las aguas de la laguna, de
blanco el lunes, de amarillo el martes, de rojo el miércoles, etcétera; unir
Italia, Austria y Yugoslavia en un solo Estado, con capital en Venecia;
escribir una novela de mil páginas hecha toda y solamente de puntos y comas,
sin una sola palabra, etcétera.
La
hermosa Rina lo escucha y es feliz.
NUEVOS
ACONTECIMIENTOS
La
señora Zanze lleva a Bepi, Nane y Nina a nadar hacia el Cannaregio. Muchos niños
del popular barrio, con un impulso de sana emulación, se lanzan al agua y piden
a los hijos del señor Tòdaro que les enseñen a transformarse en peces. Los
pocos que no lo consiguen vuelven a la orilla y van a su casa a cambiarse de
pantalones. Los otros están exultantes, agitando las novísimas aletas.
Por
desgracia los ve desde su azotea una vieja maestra jubilada. En vez de pensar
en sus asuntos, la entrometida señora, viuda de un experto jugador de bolos,
piensa: «Lástima que tantos chiquillos, al convertirse en peces, tengan que
renunciar al colegio. A los libros de lectura, que adoran. A los textos complementarios
de historia, geografía y ciencias, que tanto les gustan. A los lindos dictados,
redacciones y problemas que los vuelven locos».
Cuanto
más lo piensa más se excita, como suele suceder. Al final se pone su viejo y
querido uniforme de maestra, besa la fotografía del difunto campeón de bolos,
se mete en el canal y se convierte en un pez-maestra.
—¡Niños!
¡Todos aquí! —ordena, batiendo las aletas.
Ellos,
como peces, querrían inmediatamente nadar mar adentro, hacia Murano, hacia
Burano y hasta más allá de Torcello; pero, como niños, están condicionados por
la voz de la maestra y obedecen sin rechistar. Empiezan enseguida a darse
empujones, a hacer el chivato, a sacarse la lengua y a ejercitarse en el
sistema métrico decimal.
Los
más desilusionados son Bepi, Nane y Nina, que se esperaban unas vacaciones
perpetuas de su nueva condición. La señora Zanze, en cambio, está contenta,
porque, mientras la maestra entretiene a los niños, ella puede cotillear con
las comadres, sentadas a desgranar guisantes a la orilla del agua. Su cola roja
despierta un gran interés.
Otros
notables acontecimientos se producen en otros barrios de la ciudad. El señor Tòdaro,
aprovechándose de la curiosidad del vulgo respecto a él, consigue firmar
numerosos contratos de seguros de vida, contra incendios, contra
envenenamientos de pescado podrido, etcétera. Pero llama la atención un poquitín.
El rumor de que un gran pez vaga por los canales, sacándose de vez en cuando el
sombrero, atrae a todo tipo de desocupados, entre ellos al dueño de la casa del
señor Tòdaro.
«¡To…!
—piensa con su mente venal—, mira qué sistema has inventado para no pagarme el
alquiler. Ingenioso. Pero a mí no me la das».
Se
zambulle, se convierte en pez y persigue al señor Tòdaro, gritando:
—¡Eh!
¿Y esas cuarenta mil liras? ¿Esas cuarenta mil?
Al
oír hablar de dinero, un vendedor de electrodomésticos recuerda de pronto que
el señor Tòdaro no ha terminado de pagarle los plazos del televisor. Y también él
se lanza puente abajo.
Junto
a las Zattere, un cura ve pasar a la hermosa Rina y al joven Sebastián absortos
en su conversación. Hombre perspicaz y activísimo, adivina inmediatamente que
los dos novios, al haberse convertido en peces, no podrán casarse por la
Iglesia. Y al instante concibe el proyecto de convertirse en pez-cura, para
proporcionar asistencia religiosa a los nuevos peces. Dicho y hecho, ahí está
nadando con dos aletas en forma de alas de arcángel. La laguna se puebla.
ÚLTIMAS
NOTICIAS
Al
pequeño Bepi no le gusta el sistema métrico decimal. Los milímetros no le dicen
nada. Los hectolitros lo dejan más bien frío. Le gustan más los callos, como ya
sabemos. Por eso en cierto momento decide alejarse de las aguas escolares y
retirarse al fondo a meditar en orgullosa soledad. Y ¿qué es lo que descubre?
Que la laguna está totalmente cegada. Allá abajo, donde debería haber blandas
arenas y tibio lodo, mejillones y dátiles de mar, (es un decir), hay en cambio
montones de expedientes no despachados, guardados en pesadísimas carpetas. Hay
miles de metros cúbicos, quintales de toneladas, megatones hasta nunca acabar.
—¡To…!
—dice Bepi—, ahí están los males del sistema métrico decimal. A la fuerza ha
subido tan peligrosamente el nivel del agua. Me gustaría ver su fregadero, de
tanto tirar papelotes.
No
está claro a quién se refiere ese «su», pero el asunto no nos concierne. El
hijo Bepi, por lo demás, ha corrido ya a dar la alarma. Para la lancha de los
bomberos e informa rápidamente al jefe de su descubrimiento:
—Vamos
a ver: toda la culpa es de los obstáculos burocráticos. Si los eliminan, todo
se arreglará.
—¡To…!
—exclama el jefe—. Pero ¿tú tienes la licencia de pez?
Naturalmente
dice eso porque, al ser veneciano, le gusta bromear. Pero después no pierde
nada de tiempo en preguntarle quién es su padre: moviliza a los bomberos y a
los hombres-rana y empieza enseguida a dragar los canales para eliminar los
mentados obstáculos burocráticos. Para matar dos pájaros de un solo tiro, los
manda transportar a los Murallones y refuerza las defensas contra el mar. Tras
una docena de viajes se manifiestan los beneficiosos efectos de la operación.
El nivel de la laguna baja, el subsuelo, aligerado de esos pesos monstruosos,
se alza. Islas y cimientos, puentes y soportales se levantan hasta alcanzar un
decente equilibrio con la superficie palustre. ¡Venecia está salvada! «¡Ding
dong, ding dong!» (Son las campanas de la ciudad que tocan a fiesta.)
El
señor Tòdaro congrega a su familia, comunica que la alarma ha cesado y guía a
sus seres queridos fuera del agua:
—Ya
no es necesario —dice— ser peces. Podemos volver a ser venecianos. ¡Muy bien,
Bepi! ¡Esta noche festejaremos el acontecimiento con una buena fritada de
gambas y calamares!
—¡No!
—grita su hijo Bepi, fuera de sí—. ¡Quiero callos!
También
su madre y sus hermanos le echan un capote. Y hasta la hermosa Rina y el joven
Sebastián, que mañana se casan y se marchan a Mestre de viaje de bodas.
—Está
bien —dice el señor Tòdaro—, para ti, callos.
Y
alarga el paso, para distanciarse de los acreedores.
Míster
Kappa y Los Novios
A
las diez, clase de letras. Con el viejo profesor Ferretti las cosas marchaban
de modo y manera que los alumnos podían en la práctica usar esos valiosos
cincuenta minutos para intercambiar de un pupitre a otro, de una fila a otra y
también de un sexo a otro cartas de variada extensión sobre los más fascinantes
temas, como: el cine alemán entre las dos guerras, el juego del fútbol, el
desarrollo motociclístico de las islas japonesas, el amor, el dinero (dar y
tener, para pizza o ensaimada), el comercio de los tebeos, el curado del
tabaco, etcétera. Pero las cosas ya no ocurren de ese modo ni de esa manera
desde que en el aula se ha instalado el profesor Ferrini. Con él letras quiere
decir literatura, literatura quiere decir Los
Novios: es la hora fatídica de los resúmenes.
El
profesor Ferrini, armado con el gato de nueve colas, se pasea por el aula e
inspecciona los cuadernos, para asegurarse de que contienen todos el resumen
del capítulo duodécimo de la inmortal novela y de que dichos resúmenes no están
copiados unos de otros como las imágenes en los espejos.
Tiembla
el estudiante De Paolis, que ha resumido sólo el primer periodo y el último,
llenando el espacio intermedio con un trozo de prosa periodística copiado a
toda prisa del artículo de fondo de Paese
Sera. Con lo cual su texto, en una atenta lectura, sonaría: «En este capítulo
el Autor recuerda que la cosecha de trigo, en 1628, resultó aún más mísera que
el año precedente. Pero sólo una batalla que en cierto modo replantee la
discusión, en el país antes aún que el ámbito político, de los actuales
desequilibrios sociales, puede abrir de nuevo a los socialistas el camino del
gobierno en condiciones tales, etcétera, etcétera».
Por
fortuna el profesor Ferrini se tranquiliza con la visión de la palabra Autor y
de su legítima mayúscula y pasa a otro. Pero he aquí que lanza un aullido: ha
descubierto que el estudiante De Paulis, para ahorrar papel y pluma, ha
falsificado el título del resumen precedente, corrigiendo «Capítulo undécimo»
en «Capítulo duodécimo». El malaventurado recibe sobre la marcha siete
latigazos en los pantalones. Sin un lamento, dicho sea en su honor.
Inmediatamente
después el severo rostro del profesor Ferrini adopta una expresión de la más
acendrada complacencia.
—Una
vez más —proclama, agitando un cuaderno de la serie Diabolik—, mis más
encendidos elogios para la alumna De Paolottis, por su impecable resumen, como
siempre completo y elegante, agudo en su análisis y seguro en su síntesis,
ejemplar en cuanto a la puntuación. Ya saben ustedes, señores, cuánto apreciaba
Manzoni la buena puntuación.
La
alumna De Paolottis baja modestamente los ojos tras las gafas y se toca una
trenza en señal de graciosa confusión. Chicos y chicas la felicitan, mandándole
ramos de flores y cajas de bombones con llavero incorporado. En el llavero se
destaca el signo del zodiaco de la muchacha, que es justamente Virgo. Delicado
detalle.
Pero
cuando el profesor Ferrini regresa a su mesa, se le ve de pronto desencajar los
ojos de horror y palidecer de asco, como si hubiese tocado una escolopendra.
Con gesto nervioso arruga una hojita y se la mete en el bolsillo. Después,
pretextando un ataque de polineuritis, abandona el aula y el instituto, corre a
tomar un taxi y manda que lo lleve a ver a Míster Kappa, el más célebre y mejor
pagado investigador del Lacio.
A
Míster Kappa ni le da tiempo a hablar:
—Espere
—le recomienda perentoriamente—. Siéntese ahí. Sombrero marrón, corbata negra…
Profesor de instituto, ¿no? No, no, no responda. Las preguntas corren todas por
mi cuenta. Da clases de letras, diría, a juzgar por sus zapatos de puntera
redonda. ¿Algo relacionado con Los Novios,
verdad?
—¿Cómo
lo ha adivinado?
—No
lo he adivinado. Lo deduje de su nerviosismo. Cuéntemelo todo.
—Una
carta anónima acusa a la alumna De Paolottis, la mejor de la clase, de copiar
sus resúmenes de la inmortal novela de un cuaderno secreto. Yo no lo creo, pero…
—Naturalmente.
La verdad ante todo. Se impone una investigación. Quinientas mil de anticipo y
cien mil diarias para los gastos menudos, ¿le va bien?
El
profesor Ferrini vacila. Con su sueldo… con lo que cuesta el jamón… Tendrá que
vender hasta el sombrero para pagar la cuenta. Pero no importa: la verdad ante
todo, a cualquier precio.
—De
acuerdo. Añada también el café a mi cuenta.
—Gracias.
Regrese dentro de setenta y dos horas a esta hora: sincronicemos los relojes.
Al
salir el profesor Ferrini, que de la emoción se cae por las escaleras y se
rompe el paraguas, Míster Kappa pone inmediatamente manos a la obra. Se camufla
de vendedor de enciclopedias infantiles a plazos, se dirige a casa de la alumna
De Paolottis, que justamente tiene un hermano de nueve años y seis meses, y
mientras ilustra ante la familia reunida los méritos de la Pequeña Biblioteca
del Investigador en trescientos cuatro volúmenes y noventa y ocho diccionarios,
coloca hábilmente una cámara espía de televisión en un jarrón de flores, un
magnetofón bajo el teléfono y un cerebro electrónico de pilas detrás del
retrato del abuelo, con uniforme de teniente de bersagliero. Después concede a
la familia ocho días de tiempo para decidir la compra de la enciclopedia y se
esconde en el sótano en la caldera de la calefacción (es muy resistente a las
altas temperaturas). Gracias a los citados instrumentos y a las medidas
descritas, en el curso de unas horas se entera:
Primero,
de que, en efecto, la alumna De Paolottis copia de vez en cuando los resúmenes
de un cuaderno secreto, que custodia celosamente en el cajón de las medias.
Segundo,
de que dicho cuaderno se lo regaló por su cumpleaños una prima que vive en Bérgamo
Alta en la temporada baja y en Bérgamo Baja en la temporada alta.
Tercero,
de que la prima en cuestión se llama Roberta, tiene diecinueve años, mide
ciento setenta centímetros de alto y tiene los ojos verdes. Justamente su tipo.
Sin
perder un segundo, Míster Kappa se precipita a Bérgamo en su aerojet privado de
combate, se presenta a la prima Roberta, hace que se enamore de él y a cambio
del anillo de pedida consigue una confesión completa:
—¿Los
resúmenes de Los Novios? Sí, querido,
imagínate: compré ese cuadernito hace años, por una astilla de cigarrillos
americanos, a un chico de Cantú a quien se lo había prestado su tía y que nunca
se lo había devuelto.
—¡Su
nombre!
—Quién
se acuerda ahora: quizá Damián, quizá Teofrasto.
—No,
el nombre de la tía.
—Angelina
Pedretti, Busto Arsizio, paseo Manzoni número 3456, interior 789. ¿Adónde te
vas ahora?
—Tengo
que despachar un asuntillo. Vuelvo mañana a casarme contigo: sincronicemos los
relojes.
Míster
Kappa vuela a Busto Arsizio, desafiando la intensa niebla. Encuentra la dirección
de Angelina Pedretti. Interroga astutamente a la portera y se entera de que «la
señorita Angelina» ha muerto hace unos meses por haber comido setas
envenenadas.
¿Qué
hacer? Míster Kappa compra el periódico, hojea febrilmente las páginas de los
anuncios por palabras y encuentra lo que busca: «M.M.M. MÉDIUM de primera.
Comunicaciones garantizadas con Ultratumba. No se aceptan cheques».
La
médium vive en Brisighella, en la Romaña, y le gusta el dulce. Por cien kilos
de caramelos de anís organiza rápidamente una sesión de espiritismo en el curso
de la cual se presentan primero el espíritu de Vercingetórix y el de
Carlomagno, que no interesan. A la tercera llamada se presenta la señorita
Angelina. Es ella la que hace bailar el velador. Parece en vena de
confidencias. Los «toc-toc» del velador parecen una ametralladora. El marido de
la médium traduce.
—¿Los Novios? No, no los he leído.
—Pero
¿no tenía que estudiarlos en la escuela?
—¡Faltaría
más!
—Y
entonces, ¿aquel cuadernito de resúmenes que le prestó usted a su sobrino Damián,
o a lo mejor Teofrasto?
—No,
no exactamente Teofrasto: se llama Gabriel.
—Y
los resúmenes, ¿los había hecho usted?
—¡Por
favor! El cuaderno lo heredé de mi pobre abuela.
—Ah,
eso es. Conque los había hecho la abuela.
—¡Jamás
de los jamases! También a ella se los regalaron.
—¿Y
quién, por amor del cielo?
—Un
garibaldino con el cual había estado prometida, antes de casarse con el abuelo.
Uno que estuvo con Garibaldi en Bezzeca. Un guapo mozo, decía la abuela. Pero
el abuelo era más guapo y tenía una zapatería en Vigevano. De modo que se casó
con él y no con el garibaldino.
Míster
Kappa no se esperaba este patriótico relato, pero no pierde la paciencia. Dice
a la médium:
—Pregúntele
a la señorita Angelina si puede hacer una pequeña investigación, encontrar a
ese garibaldino y hacer que venga aquí a testificar.
—Probaré
—responde la señorita Angelina—, pero se necesitará tiempo. Somos tantos por
aquí y hay tal confusión… Denme por los menos cinco minutos.
Míster
Kappa y la médium encienden un cigarrillo, pero ni siquiera tienen tiempo de
acabarlo, pues la médium cae de nuevo en trance, murmurando:
—Hay
alguien, hay alguien…
—Señorita
Angelina, ¿es usted? —pregunta Míster Kappa.
—No
—responde con claridad una voz de barítono.
—¡Qué
maravilla! —comenta el marido de la médium—. Ni siquiera hace falta el velador,
ahora llegan directamente las voces.
—¿Eres
el garibaldino? —pregunta la médium.
—Soy
—responde la voz— el secretario particular del senador Alessandro Manzoni.
—¿El
inmortal autor de Los Novios? —exclama
Míster Kappa, dejando caer la ceniza en el chaleco con la emoción.
—¡Qué
maravilla! —dice el marido de la médium—, ¡un senador!
—Su
Excelencia —prosigue la voz— me encarga de advertirles que esos resúmenes los
escribió él, de su puño y letra, para ayudar a un sobrino de su mujer que tenía
problemas con el profesor de letras.
—Es
decir —se apresura a deducir Míster Kappa con su habitual agudeza—, que el
cuaderno secreto que el garibaldino le regaló a la abuela, y actualmente en
poder de la alumna De Paolottis, ¿es nada menos que un autógrafo manzoniano de
inestimable valor?
—Ni
se le pase por la cabeza —responde el secretario particular—. Se trata de una
simple copia. Su Excelencia ordenó a su sobrino que hiciera doce copias de los
resúmenes y que quemase el original. El sobrino regaló las doce copias a sus
mejores amigos, cada uno de los cuales, obedeciendo las disposiciones de don
Alessandro, hizo otras doce copias. Y así sucesivamente.
—¡Qué
maravilla! —exclama el marido de la médium—. ¡Entonces, este señor Manzoni es
el inventor de la cadena de San Antonio!
Míster
Kappa se sume en una prolongada meditación, al término de la cual pregunta al
espíritu:
—O
me equivoco, o en el momento actual deben circular por Italia por lo menos
sesenta y dos mil ochocientas veintinueve copias del famoso cuaderno…
—Exacto
—confirma el espíritu—. Pero todo esto debe permanecer secreto. Ni una palabra
a las autoridades académicas y a los periodistas. Orden de Alessandro Manzoni. ¿Entendido?
Cambio y corto.
Míster
Kappa se desalienta. El caso está técnicamente resuelto. Pero al asunto supera
con mucho la carta anónima recibida por el profesor Ferrini y desborda, por así
decirlo, la amable personita de la alumna De Paolottis. En la mente de Míster
Kappa se libra un mortal duelo entre dos deberes encontrados: el de decir la
verdad al cliente que paga y el otro, igualmente terrible, de respetar la
voluntad del Poeta que exige un silencio de tumba sobre lo ocurrido. A
consecuencia de tal duelo la cabeza de Míster Kappa se inflama. Le da una
jaqueca con cuya mitad bastaría para enloquecer a un búfalo. Entonces toma dos
aspirinas y se le pasa.
Paga
a la médium, corre a Bérgamo a casarse con Roberta, la lleva a Roma en su
aerojet matrimonial y llega a su oficina cuando faltan apenas tres minutos para
la cita con el profesor Ferrini. Durante ciento ochenta segundos Míster Kappa
sigue preguntándose:
—Y
ahora, ¿qué le digo a ése?
Cuando
suena la hora exacta llaman a la puerta… pero no es el profesor Ferrini. Es un
cartero que trae una carta de su puño y letra. La carta dice: «Ilustre Míster
Kappa, le ruego que suspenda las investigaciones. La alumna De Paolottis, con
un espontáneo impulso de su generoso corazón, me ha confesado el inocente engaño
de los resúmenes. Pero no he podido castigarla, porque la noche anterior soñé
con Giuseppe Garibaldi que me miraba fijamente con bastante severidad y me decía:
"¿Cómo pretendes que un chiquillo cualquiera pueda decir en pocas líneas
lo que un gran escritor sólo ha podido decir en muchas páginas?". Opino
que el Héroe de Los Dos Mundos tiene, como siempre, toda la razón. Quédese con
el anticipo. Agradecidísimo a sus atenciones, Guidoberto Ferrini».
Me
marcho con los gatos
Don
Antonio, jefe de estación jubilado, tiene un hijo, una nuera, un nieto de
nombre Antonio, al que le llaman Nino, una nietecita llamada Daniela, pero
nadie que le haga caso.
—Recuerdo
—empieza a contar— cuando era subjefe de estación en Poggibonsi…
—Papá
—lo interrumpe su hijo—, ¿me dejas leer el periódico en paz? Estoy vivamente
interesado por la crisis de gobierno en Venezuela.
Don
Antonio se dirige a su nuera y vuelve a empezar por el principio:
—Me
acuerdo de cuando era jefe de estación adjunto en Gallarate…
—Papá
—lo interrumpe su señora nuera—, ¿por qué no se va a dar una vuelta? ¿No ve que
estoy abrillantando el pavimento con la cera Chas, que brilla más?
Don
Antonio no tiene más suerte con su nieto Nino, el cual tiene que leer el
apasionante cómic Satán contra Diabolus,
prohibido para los menores de dieciocho años (él tiene dieciséis). Pone todas
sus esperanzas en su nietecita, a la que permite de vez en cuando tocarle con
su gorra de jefe de estación para jugar al choque de ferrocarril con cuarenta y
siete muertos y ciento veinte heridos; pero Daniela está muy ocupada y le dice,
en efecto:
—Abuelo,
no me hagas perderme el programa infantil de la tele, que es muy instructivo.
Daniela
tiene siete años, pero le gusta muchísimo la instrucción. Don Antonio suspira: «En
esta casa no hay sitio para los jubilados de los Ferrocarriles Estatales con
cuarenta años de servicios. Un día de éstos agarro y me voy. Palabra. Me marcho
con los gatos».
Y
en efecto, una mañana sale de casa, diciendo que va a comprar lotería; pero en
cambio se va a la plaza Argentina, donde entre las ruinas de la antigua Roma
están acampados los gatos. Baja los peldaños, salta la barra de hierro que
separa el reino de los gatos del de los automóviles y se convierte en gato.
Enseguida empieza a lamerse las patas, para estar completamente seguro de no
arrastrar, en su nueva vida, el polvo de los zapatos humanos, y mientras tanto
se le acerca una gata un poco pelada que lo mira. Y lo mira. Y lo mira
fijamente. Finalmente le dice:
—Perdona,
¿tú no eres don Antonio?
—No
quiero ni acordarme. He presentado la dimisión.
—Ah,
ya me parecía. ¿Sabes?, yo era la maestra jubilada que vivía enfrente de tu
casa. Me has tenido que ver. O quizá has visto a mi hermana.
—Os
he visto, sí: os peleabais siempre a causa de los canarios.
—Eso
es. Estaba tan harta de pelear que decidí venirme a vivir con los gatos.
Don
Antonio se queda sorprendido. Creía ser el único en haber tenido esa buena
idea. Pero se entera de que entre aquellos gatos de allí, de la Argentina,
apenas la mitad son gatos-gatos, hijos de madre gata y de padre gato; los demás
son todos personas que han presentado la dimisión y se han convertido en gatos.
Hay un barrendero que se escapó del asilo de ancianos. Hay señoras solas que no
se llevaban bien con la criada. Hay un juez de los tribunales: era aún un
hombre joven, con mujer e hijos, coche, un piso de cuatro habitaciones con dos
cuartos de baño, no se sabe por qué se ha venido a estar con los gatos; pero no
se da aires, y cuando las «mamás de los gatos» llegan con cucuruchos llenos de
cabezas de pescado, pieles de embutidos, restos de spaghetis, cortezas de
queso, huesecitos y asaduras, agarra su parte y se retira a comerla en el escalón
más alto de un templo.
Los
gatos-gatos no están celosos de los gatos-personas: los tratan absolutamente
como iguales, sin soberbia. Entre sí, de vez en cuando, murmuran:
—Pues
a nosotros ni se nos pasaría por la cabeza convertimos en hombres, con lo caro
que está el jamón.
—Somos
un grupo realmente simpático —dice la gata-maestra—. Y esta noche hay una
conferencia de astronomía. ¿Vendrás?
—Natural,
la astronomía es mi pasión. Recuerdo que cuando era jefe de estación en
Castiglion del Lago coloqué un telescopio de doscientos aumentos en la azotea y
por la noche observaba el anillo de Saturno, los satélites de Júpiter, todos en
fila como las bolitas en el ábaco, la nebulosa de Andrómeda, que se parece a
una coma.
Muchos
gatos se acercan a escuchar. Nunca han tenido entre ellos un ex jefe de estación;
quieren saber muchas cosas sobre los trenes, preguntan por qué en los váteres
de los coches de segunda falta siempre el jabón, etcétera. Cuando es la hora
exacta y en el cielo se ven bien las estrellas, la gata-maestra pronuncia su
conferencia.
—Vamos
a ver —dice—, mirad hacia allá: esa constelación se llama la Osa Mayor. Esa
otra es la Osa Menor. Volveos como yo me vuelvo, mirad a la derecha de la Torre
Argentina: ésa es la Serpiente.
—Me
parece un zoo —dice el gato barrendero.
—Además
está la Cabra, el Carnero, el Escorpión.
—¡Hasta
eso! —se asombra uno.
—Allí,
aquella constelación de allí, es el Can.
—Maldita
sea —rezongan los gatos-gatos.
El
que rezonga más es el Corsario Rojo, así llamado porque es completamente
blanco, pero tiene un carácter aventurero. Y él es el que pregunta en cierto
momento:
—¿Y
hay una constelación del Gato?
—No
la hay —responde la maestra.
—¿No
hay ni siquiera una estrella, aunque sea pequeña, pequeñísima, que se llame
Gato?
—No
la hay.
—Es
decir —estalla el Corsario Rojo—, que han dado las estrellas a perros y a
cerdos, y a nosotros, nada. Muy bonito.
Se
oyen maullidos de protesta. La gata-maestra alza la voz para defender a los
astrónomos: ellos saben lo que hacen, cada uno a lo suyo; y si han creído
conveniente no llamar Gato ni siquiera a un asteroide, habrán tenido sus buenas
razones.
—Razones
que no valen lo que la cola de un ratón —replica el Corsario Rojo—. Oigamos qué
opina el juez.
El
gato juez precisa que él presentó su dimisión justamente para no tener que
juzgar nada ni a nadie. Pero en este caso hará una excepción:
—Mi
sentencia es: a los astrónomos, ¡peste y cuernos!
Aplausos
fragorosos. La gata-maestra se arrepiente de su admiración por los hechos
consumados y promete cambiar de vida. La asamblea decide organizar una
manifestación de protesta. Se envían mensajes especiales en mano a todos los
gatos de Roma: a los de los Foros, a los de los mataderos, a los del San
Camilo, alineados bajo las ventanas de las salas a la espera de que los
enfermos les tiren el rancho, está claro que debe de ser un asco. A los gatos
del Trastévere, a los vagabundos de los arrabales, a los bastardos de las
chabolas. A los gatos de clase media, si quieren asociarse, olvidando por una
vez las ventajas del pulmón picado, del cojín de plumas, de la cintita al
cuello. La cita es a medianoche en el Coliseo.
—Magnífico
—dice el gato-don Antonio—. He estado en el Coliseo de turista, de peregrino y
de jubilado, pero de gato todavía no. Será una excitante experiencia.
A
la mañana siguiente se presentan a visitar el Coliseo americanos a pie y en
automóvil, alemanes en autobús y en calesa, suizos con saco de dormir, abruzzeses con la suegra, milaneses con
el tomavistas japonés; pero no pueden visitar nada de nada porque el Coliseo
está ocupado por los gatos. Ocupadas las entradas, las salidas, el circo, las
gradas, las columnas y los arcos. Casi ni se ven las viejas piedras, sino sólo
gatos, cientos de gatos, miles de gatos. A una señal del Corsario Rojo aparece
una pancarta (obra de la maestra y de don Antonio) que dice: «Coliseo ocupado. ¡Queremos
la estrella Gato!».
Turistas,
peregrinos y transeúntes —que por quedarse a ver se han olvidado de transitar—
aplauden con entusiasmo. El poeta Alfonso Gatto pronuncia un discurso. No todos
entienden lo que dice, pero sólo con mirarlo es evidente que si se puede llamar
«Gato» un poeta, también podrá llamarse así una estrella. Una bellísima fiesta.
Del Coliseo parten gatos viajeros hacia París, Moscú, Londres, Nueva York, Pekín,
Monteporzio y Catone. La agitación se desplegará en el plano internacional. Está
prevista la ocupación de la torre Eiffel, del Big Ben, de las torres del
Kremlin, del Empire State Building, del Templo de la Paz Celeste, del estanco
de la esquina; en suma, de todos los lugares ilustres. Los gatos de todo el
planeta presentarán su petición a los astrónomos en todas las lenguas. Un día,
mejor dicho una noche, la estrella Gato brillará con luz propia.
A
la espera de noticias, los gatos romanos regresan a sus sedes. También don
Antonio, con la gata-maestra, se encamina a buen paso hacia la plaza Argentina,
haciendo proyectos para sucesivas ocupaciones.
—Qué
bien estaría —piensa, y lo dice— la Cúpula de San Pedro toda adornada de gatos
con la cola tiesa.
—¿Y
qué te parecería —pregunta la gata-maestra— ocupar el estadio Olímpico el día
del partido Roma-Lazio?
Don
Antonio empieza a decir «¡formidable!», con sus signos de exclamación, pero no
llega ni a la mitad de la palabra porque repentinamente se oye llamar:
—¡Abuelo!
¡Abuelo!
¿Quién
será? ¿Quién no será? Es Daniela que está saliendo del portal de la escuela y
lo ha reconocido. Don Antonio, que ya ha adquirido cierta práctica de gato,
finge no haber oído. Pero Daniela insiste:
—Abuelo,
malo, ¿por qué te has marchado con los gatos? Hace días que te busco por tierra
y por mar. Vuelve ahora mismo a casa.
—¡Qué
niña más guapa! —dice la gata-maestra—. ¿En qué curso está? ¿Tiene buena letra?
¿Se limpia bien las uñas? ¡No será una de esas que escriben «abajo el bedel» en
la puerta del váter!
—Es
muy buena —explica don Antonio, un poco conmovido—. Casi, casi la acompaño un
ratito, así tengo cuidado de que no cruce la calle con el disco rojo.
—Ya
comprendo —dice la gata-maestra—. Bueno, yo también iré a ver cómo está mi
hermana. A lo mejor le ha dado artritis deformante y no consigue atarse los
zapatos ella sola.
—Vamos,
abuelo, vente —ordena Daniela—. La gente que la oye no se asombra, porque cree
que aquel gato se llama Abuelo. No tiene nada de raro: hay también gatos que se
llaman Bartolomé o Gerundio.
En
cuanto llega a casa el gato-don Antonio salta a su butaca preferida y agita
dignamente una oreja en señal de saludo.
—¿Has
visto? —dice Daniela muy contenta—. Es el abuelo.
—Es
cierto —confirma Nino—. También el abuelo era capaz de mover las orejas.
—Está
bien, está bien —dicen los padres ligeramente confusos—. Y ahora, moraleja: a
la mesa.
Pero
los mejores bocados son para el gato-abuelo. Para él chicha, leche con azúcar,
galletas, caricias y besos. Quieren ver cómo ronronea. Hacen que les dé la
patita. Le rascan la cabeza. Le ponen debajo un cojín bordado. Le preparan un váter
con serrín.
Después
de comer el abuelo sale al balcón. Al otro lado de la calle, en otro balcón,
está la gata-maestra que vigila a los canarios.
—¿Qué
tal ha ido? —le pregunta.
—Como
la seda —responde ella—. Mi hermana me trata a cuerpo de rey.
—Pero
¿te has dado a conocer?
—¡No
soy boba! Si sabe que soy yo, es muy capaz de hacer que me encierren en el
manicomio. Me ha dado la manta de nuestra pobre mamá, que antes ni me permitía
mirar.
—Yo
no sé —dice el gato-don Antonio—, a Daniela le gustaría que yo volviese a ser
el abuelo. Me quieren todos una barbaridad.
—Qué
necio. Te encuentras en Jauja y lo echas a perder. Ya verás cómo te
arrepientes.
—No
sé —repite él—, casi, casi lo echo a cara o cruz. Tengo tantas ganas de fumarme
una tagarnina…
—Pero
¿cómo harás para cambiar de gato a abuelo?
—Es
sencillísimo —dice don Antonio.
Y
en efecto, va a la plaza Argentina, salta la barra de hierro en sentido
contrario a la primera vez y en lugar del gato reaparece un anciano señor que
enciende su cigarro. Regresa a casa con un poco de susto. Daniela, cuando lo
ve, salta de alegría. En el otro balcón la gata-maestra abre un ojo en señal de
buena suerte, pero farfullan para sí: «Qué necio».
En
el balcón está también su hermana, que mira a la gata con ojos dulces y
mientras tanto piensa: «No debo encariñarme demasiado con ella, porque después,
si se muere, sufro y me dan palpitaciones».
Es
la hora en que los gatos de los Foros se despiertan y salen a cazar ratones.
Los gatos de la Argentina se congregan a la espera de las mujercitas que les
llevan cariñosos cartuchitos. Los gatos del San Camilo se disponen en los
parterres y los senderos, uno bajo cada ventana, esperando que la cena sea mala
y los enfermos se la tiren a escondidas de la monja. Y los gatos vagabundos que
antes eran personas, se acuerdan de cuando conducían automotores, hacían girar
tornos, escribían a máquina, eran guapos y tenían una novia.
Miss
Universo de ojos de color verde-venus
Delfina,
¿quién es? Es la parienta pobre de doña Eulalia Borgetti, que tiene una
lavandería en seco en Módena, en Canal Grande. Las hijas de la viuda Borgetti,
Sofronia y Bibiana, se avergüenzan un poco de una prima tan pobre, siempre
vestida con una bata gris, siempre en la lavandería ajetreada con las máquinas,
limpiando chaquetas de reno, planchando pantalones y camisas. Entre ellas dos
la llaman «esa tipa». Saben que su madre la tiene por caridad, por compasión, y
porque rinde como dos obreras y no cuesta un chavo de impuestos. Pero a veces
también ellas se conmueven y la llevan al cine, donde la mandan al gallinero,
mientras ellas van a butaca.
—Tienen
un corazón muy grande, mis crías —dice doña Eulalia, muy pendiente de que
Delfina no se sirva una segunda loncha de cerdo.
Pero
Delfina no se la sirve. Y bebe agua. Y al postre come manzanas, no clementinas.
Y lava los platos, mientras Sofronia y Bibiana comen bombones. Y hasta va a
misa, porque alguien de la familia tiene que ir.
No
va al gran baile de la elección de Presidente de la República de Venus. Van su
tía y sus primas, en la astronave de la Cámara de Comercio. Va media Módena, va
media Europa. Mirando al cielo se ven cientos de cohetes con colas de fuego,
como muchas estrellas que cayeran hacia arriba, en vez de hacia abajo. Dicen
que los bailes de Venus son una maravilla. Llegan allá jóvenes y muchachas de
todos los rincones de la Vía Láctea. Naranjada a chorros, chupa-chups gratis
para todos.
Delfina
suspira y entra en la tienda. Tiene que acabar de planchar el traje de la señora
Foglietti, que se lo pondrá mañana por la noche para ir a la ópera, donde echan
la Cenicienta del maestro Rossini. Un
traje precioso, todo negro, bordado en oro y plata: parece una noche
estrellada. Para el baile de Venus la señora Foglietti no puede ponérselo,
porque lo llevó ya hace dos meses a la elección de otro presidente. Allá arriba
nombran tantos presidentes para poder dar muchos bailes.
Delfina
piensa (erróneamente, pero ella no puede saberlo) que no sucederá nada, ni
bueno ni malo, si se prueba ese lindo vestido. Y en efecto, se lo prueba, y le
sienta de maravilla, como dice el espejo, guiñándole un ojo. Delfina da dos o
tres pasos de danza, llega a la puerta de la lavandería y, como la calle está
desierta, sale al exterior bailando de una acera a otra. De repente oye voces,
un rumor de pasos. Dios mío, tiene que esconderse. Justamente hay una astronave
de tipo familiar aparcada allí al lado. Se llama Hada II, pero eso no le impide tener la portezuela abierta. Delfina
se cuela dentro, se hunde en el asiento posterior. ¡Ah, qué hermoso sería
partir, así, irse de paseo entre las estrellas, sin meta, sin deberes, sin tías
adustas, sin primas cotillas, sin clientes pelmas…!
Los
pasos y las voces se acercan, están aquí. La portezuela anterior del misil se
abre. A Delfina le da tiempo de reconocer a la pareja que entra, y se deja caer
al suelo, para poder fingir que no está allí:
—¡Madre
mía! ¡La propia señora Foglietti! Si me ve con su traje…
—Pero
que no se nos haga tarde —está diciendo la señora Foglietti a su marido, el
caballero Foglietti, propietario de una fábrica de accesorios para abrelatas—.
A las doce en punto nos venirnos, porque mañana quiero ir a Campogalliano a
comprar huevos frescos.
El
señor Foglietti farfulla una respuesta con Firma ilegible. Rasca una cerilla
para encenderse el pitillo; simultáneamente aprieta la tecla de la puesta en
marcha. El cohete da un salto a la velocidad de la luz (más dos centímetros al
segundo inmuto) y, antes de que se apague la cerilla, ya han llegado tan
ricamente al planeta Venus.
Delfina
espera a que el señor y la señora Foglietti desciendan a tierra y se alejen;
después dice: «Bueno, ya que estoy aquí, voy también yo a echar un vistazo a la
fiesta. Habrá tanta gente que seguramente la señora Foglietti no me verá, ni a
uní ni a su traje».
El
palacio de la presidencia está allí a dos lasos. Tiene un millón de ventanas
iluminadas. En la sala de baile hay setecientos cincuenta mil bailarines que
están aprendiendo la nueva danza, llamada Saturn.
El sitio ideal para bailar de incógnito.
—Señorita,
¿me permite?
El
que se ha dirigido a Delfina es un guapo mozo alto, elegante, con la fuerza de
los nervios relajados.
—Acabo
de llegar, no sé aún el Saturn.
—Es
facilísimo; yo le enseño. Se parece un poco al tango-vals y a la samba-gavota.
Es casi como andar. ¿Ha visto?
—Sí,
es sencillo. Nosotros, sabe, estamos aún con el minué-twist.
—Usted
es terrestre, ¿no?
—Sí,
de Módena. Y usted es venusiano: se nota por el pelo verde.
—Pero
también usted tiene una bellísima cosa verde. Y verde-venus: sus ojos.
—¿De
veras? Mis primas siempre dicen que tengo ojos de color achicoria.
Delfina
y el joven venusiano bailan ese baile y veinticuatro más. Lo dejan sólo cuando
la música calla y los altavoces, en todas las lenguas de la Vía Láctea,
difunden el anuncio de que dentro de unos minutos el Presidente de Venus
premiará a la más bella de la fiesta.
«¡Feliz
ella! —piensa Delfina—. Pero ¿no será hora de que escape? Menos mal, son apenas
las once y media. Los Foglietti se marchan a las doce en punto. Tengo por
fuerza que regresar a la tierra en su astronave. Me esconderé en el asiento de
atrás, como a la venida».
Mientras
ella reflexiona sobre estas y otras cosas de máxima importancia, dos señores
con uniforme de gala se le acercan, la agarran de un brazo y la acompañan hacia
el palco de la orquesta.
«Adiós
—piensa Delfina—. Quizá la señora Foglietti me ha visto y me ha denunciado por
robo de traje de noche. Quién sabe adónde me llevan estos guardias venusianos».
La
llevan al mismo palco. A su alrededor estallan los aplausos.
«Esquiroles
—piensa poco amablemente Delfina—. Ni siquiera dudan de que pueda tratarse de
un error judicial: aplauden a los guardias que me detienen. Pero yo no hablo más
que en presencia de mi abogado».
—Señoras
y caballeros —dicen los altavoces—, aquí está el Presidente.
¿Qué?
¿El Presidente? Pero ¡es el joven que ha bailado con Delfina toda la noche! Lo único
que faltaba es que… Exactamente. Es el Presidente (le la República venusiana.
Proclama a Delfina «Miss Universo» y le sonríe, mientras los lacayos de la
presidencia depositan a los pies de Delfina toda clase de regalos: una
estupenda nevera, una lavadora automática con veintisiete programas, frasquitos
de champú, tubitos de dentífrico, cajas de pastillas contra el dolor de cabeza
y el mareo espacial, un abrelatas de oro (ofrecido por la empresa Foglietti (le
Módena, Tierra), etcétera.
—El
Presidente —proclama el altavoz— entregará ahora a la señorita un anillo con
una piedra del color de sus ojos.
Los
dedos le tiemblan a Delfina mientras el Presidente está a punto de ponerle el
anillo… Pero de pronto sus ojos corren al relojito de pulsera: ¡falta un minuto
y medio para las doce! ¡la astronave! ¡la lavandería en seco!
Delfina
se estremece como si le hubiera picado una avispa. Deja caer el anillo, salta
del palco, hiende a la carrera la muchedumbre, que naturalmente sabe cómo
comportarse y por eso le abre paso. El Hada
II está aún allí en el parking; por suerte, los Foglietti se han retrasado
un poco. Se ve que han querido asistir a la proclamación de «Miss Universo».
Mejor eso que perder el paraguas cuando llueve. Delfina se desliza en su sitio,
fingiendo estar en otro lugar, y espera.
—Qué
raro —dice la señora Foglietti a su marido mientras se preparan para partir—,
la chica que bailó toda la noche con el presidente, la que estaban premiando
ahora mismo…
—Guapa
muchacha —dice el señor Foglietti—. ¿Viste cuánto agradeció nuestro abrelatas
de oro? Es una entendida.
—Quería
decir —continúa la señora—, ¿no te parece que llevaba un vestido idéntico,
clavadito al mío? Ya sabes, ese negro bordado de oro y plata que cuesta
quinientas…
—¡Qué
va!
—Si
no supiese que mi traje está en la lavandería…
El
señor Foglietti enciende un cigarrillo. Y tocan tierra, en Módena, antes de que
haya tenido tiempo de echar la primera nubecita de humo.
A
la mañana siguiente Sofronia y Bibiana van a presumir a la lavandería, ante
Delfina, de todo lo que han visto, hecho, dicho, sentido.
—Casi
hemos bailado con el Presidente.
—Yo
casi le toqué en un brazo.
—Lástima
que tenga ese defecto.
—¿Qué
defecto?
—Bueno,
ese pelo verde como la achicoria. Yo, si fuera su mujer, se lo haría teñir.
—¿Está
casado?
—Casi.
Dicen que se casará con Miss Universo. Una rubita un poco chalada. Figúrate que
a medianoche escapó porque, dicen, si vuelve a casa después de las doce, su
madre le pega.
Y
Delfina callada.
Por
la tarde toda Módena está alborotada. Embajadores del planeta Venus están
recorriendo la ciudad, casa a casa, para una misión extraordinaria, con dobles gastos
de viaje pagados.
—¿Qué
hacen? ¿Qué buscan?
—Figuraos:
dicen que la Miss Universo era una de Módena.
—De
Módena o de Rubiera.
—Con
la confusión se olvidaron de preguntarle cómo se llamaba. Y el Presidente
venusiano quiere casarse con ella hoy mismo, si no presenta la dimisión y se
retira a una estación de gasolina.
Los
embajadores van por ahí con un anillo, comparan el color de la piedra con el de
los ojos de las muchachas, pero jamás los encuentran iguales.
Sofronia
corre a probarse el anillo.
—Señorita,
¡pero usted tiene los ojos negros!
—¿Qué
importa? Tengo los ojos cambiantes. Ayer por la noche podía tenerlos del color
que dicen ustedes.
Corre
Bibiana a probarse el anillo.
—Señorita:
usted tiene los ojos castaños.
—¿Qué
quiere decir? Si el anillo me va, soy la que ustedes buscan.
—Señorita,
déjenos trabajar.
Anda
que te andarás, llegan al Canal Grande; están en las inmediaciones de la
lavandería Borgetti. Pero antes que ellos entra en la lavandería la señora
Foglietti, a recoger su traje.
—Aquí
lo tiene —dice Delfina, temblorosa.
—Pero
¡aún no está planchado! —protesta la señora Foglietti.
—¿Qué
significa esto? —dice doña Eulalia—. ¡Tenía que estar listo ya ayer a la puesta
del sol! ¿Qué historias son éstas?
Delfina
palidece. Y como en ese mismo momento aparecen en el umbral los embajadores
venusianos de uniforme, y ella los confunde con guardias, y cree que han venido
por el robo del vestido, se le ocurre desmayarse.
Cuando
vuelve en sí, se encuentra sentada en la mejor silla de la tienda, y a su
alrededor embajadores, primas, tías, clientes y una gran multitud, dentro y
fuera de la puerta, todos en éxtasis, todos a la espera de que abra los ojos.
—¡Eso
es, mirad! —gritan los embajadores—. Ahí tienen los ojos de color verde-venus.
—¡Y
ése es el vestido que Miss Universo llevaba ayer por la noche! —grita
triunfante la señora Foglietti.
—Yo…
—balbucea Delfina—, yo… me lo puse… pero no lo hice a propósito…
—Hija
mía, ¿qué dices? ¡Ese traje es tuyo! ¡Qué honor para mí! ¡Qué honor para mí! ¡Qué
honor para Módena y Campogalliano! ¡Nuestra Delfina Presidenta del planeta
Venus!
Etcétera,
etcétera. Se suceden las felicitaciones.
Esa
misma noche Delfina parte hacia Venus, se casa con el Presidente de la República,
el cual, para estar en su compañía, presenta la dimisión de su cargo y vuelve a
su trabajo, en un surtidor de carburante fotónico para astronaves. A los
venusianos les toca elegir otro Presidente y dar otro baile. Va a él también la
señora Foglietti, llevando a Delfina recuerdos de su tía, de Bibiana y de
Sofronia, que se han ido a tomar las aguas a las termas de Chianciano. Y le
lleva también una estupenda docena de huevos frescos, comprados en
Campogalliano.
Piano
Bill y el misterio de los espantapájaros
Allá
arriba, allá arriba, entre los montes de la Tolfa, donde las setas son siempre
robellones y los castaños nunca tienen gusanos; pero a veces también allá
abajo, abajo, en la Llanura de las Babosas, donde las aguas del Mignone vagan
sin una idea concreta, merodea un solitario cowboy. Es Bill El Oriolés, así apodado porque es hijo
de un ganadero de Oriolo Romano. Los tolfetanos, por evidentes razones, le
llaman el Forastero. Pero su verdadero nombre de batalla es Piano Bill.
Oís
en el aire las célebres notas de la Canción
de la Zorra, del Microcosmos de Béla
Bartok, número 95, volumen tercero, página 44. Es Bill quien la toca, en su
fiel piano. Juntos escalan las laderas del Monte Tosto, o acampan allá, hacia
la Ribera Roja, donde de nuevo vagan revueltas las aguas del Mignone. Juntos
cabalgan, Bill delante en su caballo blanco, el piano detrás en su caballo
negro Pianoforte Bill. Piano Bill. Cuando se detiene por la noche el solitario
cowboy, antes aún de montar la tienda y de encender el fuego para mantener a
distancia a los sheriffs, descarga el piano e inicia fugazmente las Treinta y Tres Variaciones de Beethoven
sobre un vals de Diabelli.
Los
campesinos del valle, mientras se van a la cama, se dicen unos a otros:
—Ahí
está Piano Bill que inicia fugazmente las Treinta
y Tres Variaciones. Excelente pulsación.
El
Sheriff de la Tolfa, que desde hace días y días da caza a Piano Bill para
ponerlo a la sombra, sigue el eco como una pista sonora y se regocija para sí:
—Esta
vez, Forastero, no te me escapas.
Y
en efecto, mientras el solitario cowboy saborea un cochinillo asado a la brasa,
el Sheriff se le acerca, se le acerca aún más y más, está dispuesto a saltar en
nombre de la Ley. Pero Bill, que tiene un oído muy fino, advierte el desplazamiento
del aire y sin siquiera volverse le dice:
—Quieto
con esas esposas, Sheriff. Aquí estamos en territorio de Canale Monterano; no
tiene usted la menor autoridad sobre mí ni sobre mi fiel piano.
—Eres
astuto, Forastero —barbota el Sheriff. Pero no te librarás con una Mazurca de
Chopin el día en que te eche mano.
Piano
Bill alza sin esfuerzo aparente una ceja:
—Toco
muy raras veces Chopin —dice—, y más que nada los Estudios. He notado que las
Mazurcas hacen llover. Y por otra parte quisiera saber por qué me está
persiguiendo con tanta saña.
—Eres
curioso, Forastero. Pero te lo diré. En los últimos tiempos han desaparecido
numerosos espantapájaros. Más de doce, para ser exactos. Diversos testigos de
ambos sexos te acusan. El Ayuntamiento ha comprado ya la cuerda para ahorcarte.
Se ha convocado un concurso entre los carpinteros para prepararte la caja.
Nosotros, con los ladrones, hacemos las cosas en regla.
Piano
Bill reflexiona. También él ha notado, en sus vagabundeos solitarios, cierto enrarecimiento
de los espantapájaros. Está dispuesto a apostar por su inocencia; pero no dice
nada. Toca algunas Escenas del Bosque
de Schumann y se acuesta tranquilamente en su saco de dormir, tras haber tapado
al fiel piano con la adecuada funda de plástico gris. El Sheriff se acuesta no
muy lejos, decidido a capturar al Oriolés con una estratagema cuando esté bien
dormido. Pero sucede que se duerme primero él. Cuando lo oye roncar, Piano Bill
vuelve a cargar el piano en el caballo, monta a la silla él mismo y reanuda su
fatal marcha, bordeando el curso disparatado del Mignone.
Anda
que te andarás, llega a la fuente del agua mineral, bajo la Rota, y baja a
beber. Es un agua que facilita la digestión, y quien bien digiere lleva medio
camino andado. En efecto, mientras bebe se le pasa por la cabeza que
precisamente allí, en el campo contiguo, han robado un espantapájaros y decide
ir a echar un vistazo o dos. Al segundo vistazo descubre un valioso rastro: una
minúscula escama de jabón desodorante Belnik, conocido como «el amigo de las
chicas».
«Bill
—se dice a sí mismo el solitario cowboy—, dicho jabón de dicha marca no puede
haber pertenecido el espantapájaros, sino a una persona, masculina o femenina,
que combina la escucha de la publicidad radiofónica con la higiene de las
axilas. Busca, pues, el transistor y el ladrón será tuyo».
Pone
los caballos al trote, repasando mentalmente las Variaciones Goldberg, de Juan Sebastián Bach (especialmente la Quince,
canon a la quinta con movimiento contrario, andante, con dos bemoles en clave)
y explora con atención la campiña circundante, baja al cañón de las Termas de
Stigliano, hace una parada en las Escalerillas, vuelve a subir entre las ruinas
de Monterano. Así durante días y días, deteniéndose sólo para lavarse los pies
donde el Mignone, o la Lenta, disminuyendo su carrera, forman modestos laguitos
que las poblaciones ribereñas llaman justamente «bañaderos». Piano Bill se lava
los pies en el bañadero del Tártaro, en el Bañadero de Tomasín, en el bañadero
del Ovejero (llamado así desde el día en que se ahogó un pastor tratando de
salvar a una Oveja; cosa que a Piano Bill, que posee de incógnito el récord
mundial de los cinco metros rana, no le habría ocurrido). Y por fin un buen día
detiene los caballos con perfecta maniobra y se pregunta sonriendo: «¿Me
equivoco, o esa música es la Estrella de
Novgorod, tocada por la orquesta de fiero Piccioni? No, no me equivoco.
Donde está la Estrella de Novgorod
está una radio; donde está una radio está el jabón; donde está el jabón, está
el ladrón».
Siguiendo
la Estrella, Piano Bill descubre la
entrada de una tumba etrusca abandonada a su suerte por la Dirección General de
Bellas Artes y Antigüedades. Echa pie a tierra, sin descargar su fiel piano. Se
acerca a la abertura. Escucha cautelosamente. Mira. Estudia la situación. Pero
no la estudia bastante bien: se le escapa el Sheriff, que está al acecho sobre
una encina y, como un mentiroso que es, finge de maravilla estar en otro sitio.
¡Cuidado, Bill! No hay nada que hacer. El Sheriff lo ha atrapado a lazo y se
permite todavía reírse satánicamente:
—No
daría un cuarto de dólar ni un cuartillo de blanco seco por tu cuello,
Forastero. Tu piano no te sirve de gran ayuda en este momento. Por otra parte,
te lo he dicho más de una vez: la música es inútil, y si en vez de Bach hubiera
nacido una cabra, habría sido mucho mejor para el cabrero.
Oyendo
insultar a su músico preferido, Piano Bill siente una punzada en el corazón.
—¡Te
haré tragar esas palabras! —exclama.
El
Sheriff se le ríe en su cara. Después salta de la rama directamente a la silla
del caballo, como ha visto hacer en el cine. Pero de la tumba etrusca sale un
osado jovenzuelo, que corta la cuerda con su cuchillo de boy-scout, provisto
también de sacacorchos, lima de uñas y mechero de gas. Así, cuando el Sheriff
pica espuelas, galopa hacia la Tolfa, arrastra tras sí la cuerda, sí, pero a la
misma no va sujeto prisionero alguno.
El
jovenzuelo hace entrar a Piano Bill, a sus caballos y a su fiel instrumento en
la tumba etrusca. El Sheriff se da cuenta de que la cuerda es ligera, se
vuelve; ve sólo una vaca que pasta apaciblemente y se daría de patadas de
rabia, pero no lo consigue. Vuelve sobre sus pasos, pide los documentos a la
vaca para estar seguro de que no se trata de Piano Bill disfrazado de bovino en
estado silvestre. La vaca responde educadamente: «¡Muuuu!», que seguramente
significa muchas cosas, pero el Sheriff no entiende ni una sola.
Mientras
tanto, en la tumba etrusca, Piano Bill y su osado salvador se presentan.
—Yo
soy Bill El Oriolés.
—Encantadísimo.
Yo soy Vincenzino.
De
las entrañas de la tumba se adelanta otro jovencito.
—¿Vincenzino
también usted?
—No,
yo soy Vincenzina —responde una voz femenina. ¡Sorpresa! ¡El jovencito es una
jovencita! Pero a la experta mirada de Piano Bill no se le escapa un detalle
significativo: Vicenzina viste una chaqueta de cuadros verdes y morados,
descosida por varios sitios, que el cowboy recuerda haber visto a un espantapájaros…
—¿Usted
utiliza jabón desodorante Belnik? —pregunta a quemarropa.
La
chica responde ingenuamente que sí.
—Esa
radio ¿es suya? —acosa con astucia Piano Bill, señalando un aparato de
transistores del que se difunde un aria de Chaikovsky transcrita para zambomba
y dulzaina.
—Es
mía —confiesa Vincenzina—. Sin mi radio, me sentiría huérfana.
—Conque
es usted —concluye Piano Bill— la ladrona de espantapájaros.
—Cuidado
con las palabras, Forastero —se entromete Vincenzino—. ¡Yo te salvo la vida y tú
ofendes a mi novia! Más bien, en vista de que tenemos un enemigo común, ¿por qué
no nos entendemos?
Un
punto de interrogación tras otro, Piano Bill se entera de la entera historia.
Vincenzino y Vincenzina están enamorados en secreto; pero en Vincenzina ha
puesto sus ojos el Sheriff, dándose aires de Don Rodrigo;[5] por eso
se han echado al monte, y viven de bayas, raíces y peces pescados a mano entre
los guijarros desordenados del Mignone.
Vincenzina
ha huido con su minifalda, su radio y su jabón desodorante; para proporcionarle
ropas más apropiadas para una chica perseguida y prófuga, Vicenzino roba los
espantapájaros.
—Comprendo
—dice generosamente Piano Bill—, pero ¿por qué más de doce?
—Cada
mujer tiene su punto flaco —le confía Vincenzino.
Lo
llevan a otra parte de la tumba, que es un dos habitaciones sin servicios; allí
están todos los trajes de los espantapájaros colgados en hilera, como en un
guardarropa.
—Tengo
que tener algo para cambiarme —se justifica Vincenzina, bajando los párpados
sobre los ojazos—. No voy a salir todos los días y a todas las horas con el
mismo traje.
—Más
que justo —reconoce Piano Bill, corazón de caballero.
Al
atardecer, tras haber concertado con Vicenzino las oportunas medidas para desenmascarar
al Sheriff, enemigo del amor y de la música, abandona la tumba, no sin
recomendar a Vincenzina que baje el volumen del transistor.
—E
incluso —agrega—, prueba por una vez a escuchar el Tercer Programa. Hoy radian un concierto del pianista Emil Gilels,
que tocará obras de Scarlatti, Prokofiev y Shostakovich: nada mejor para
robustecer el espíritu ante la inminencia del choque final.
Anda
que te andarás, al llegar a las cercanías de la Tolfa ata sus caballos a un
castaño, esconde el piano detrás de una vaca, se disfraza de peregrino que
hacia Roma camina para que lo case el Papa con su prima, atraviesa el pueblo de
incógnito y mete bajo la puerta del Sheriff una nota que dice: «Te espero mañana
a mediodía de fuego para un reto infernal. Piano Bill».
Vuelve
sobre sus pasos, da una vuelta por los campos para poner todos los espantapájaros
en su sitio y se retira a la soledad a ensayar en su fiel piano El arte de la fuga de Bach, que ningún
pianista del mundo ha logrado jamás tocar entero por sí solo.
—Huele
a pólvora —dicen los campesinos, estremeciéndose en sus lechos—. Piano Bill está
ensayando de nuevo El arte de la fuga.
Excelente, por lo demás, la pulsación.
A
las doce menos cinco todos los tolfetanos se retiran a sus casas, atrancan
puertas y ventanas y engullen sus spaghetis. A las doce menos tres el Sheriff
aparece por un extremo de la plaza, con una pistola en cada mano, otras dos
metidas en el cinturón y una quinta oculta bajo el sombrero. A las doce menos
uno, por el otro extremo de la misma plaza (¡mira qué casualidad!) aparecen el
Oriolés, su piano, Vincenzino que lleva de la mano a Vincenzina y Vincenzina
que lleva en la mano el transistor. Piano Bill se apea del caballo, descarga el
piano y lo empuja sobre las adecuadas ruedecitas.
—¡No
vale! —grita el Sheriff—. ¡En los retos infernales no se admiten escudos!
—Te
hago observar —replica Piano Bill—, que yo no llevo armas, porque estoy en
contra del humo de los disparos. Pretendo hacerte frente con mi piano, de
hombre a hombre.
El
Sheriff se carcajea, alza una pistola, está a punto de apretar el gatillo… Pero
en ese momento sale del piano un tema de tal fuerza que el indigno
representante de la ley siente una punzada en el bazo, otra en el píloro, una
tercera en la nuez de Adán. Se lleva las manos al cuello, cae al suelo, rueda
por el polvo. Los tolfetanos abren las ventanas a tiempo de oírlo sollozar:
—¡Basta!
¡Basta! ¡Confieso! ¡Bach es grande, el Oriolés es inocente, Vincenzina puede
casarse con su primer amor, que jamás se olvida!
Eso
es cuanto quería oírle decir Piano Bill. El resto puede imaginarse. Los dos jóvenes
contraen justas nupcias y quieren que los acompañe Piano Bill.
—Tocarás
para nosotros el Ave María de
Schubert —dice Vicenzina.
Una
mueca de dolor se dibuja en el rostro del cowboy, curtido por la intemperie:
—No
puedo —murmura—, de Schubert, si os empeñáis, os toco la parte del piano en el
quinteto La Trucha…
Pero
Vicenzina quiere a toda costa el Ave María,
porque antes que ella la han tenido la hija clel alcalde, la hija de la
maestra, su hermana Carletta y su cuñada Rossana.
—Lo
siento —murmura con un hilo de voz el honrado cowboy—. Es superior a mis
fuerzas. Disculpadme, amigos.
Piano
Bill espolea el caballo y se aleja al galope, para volver a su soledad… Pues
bien, vete, solitario cowboy: que las aguas irracionales del Mignone te acompañen
cuando tocas Mozart en tu fiel piano, y hasta las nubes cruzan el cielo de
puntillas para no perder ni siquiera una fusa de esa música divina.
Marco
y Mirko, el diablo y la señora De Magistris
Marco
y Mirko, como ya he dicho una vez (después no lo volveré a decir), son dos
hermanos gemelos, iguales en todo y por todo. Pero es fácil distinguirlos,
porque Marco lleva siempre consigo su martillo de mango blanco y Mirko su
martillo de mango negro. Sus padres, en cambio, se distinguen porque el padre,
don Augusto, tiene una tienda de electrodomésticos mientras que en cambio su
madre, doña Emenda, tiene una tienda de ropa para perros. ¿Está claro?
Marco
y Mirko están solos en casa haciendo los deberes. «Tema —dicen los deberes—:
hablar del diablo».
Tras
haber escrito «Redacción», los dos hermanos se consultan:
—Y,
ahora, ¿qué decimos del diablo?
—Digamos
que es bobo —sugiere Mirko.
—Por
mí, sí —aprueba Marco—. Pero hay que decir por qué.
—El
diablo es bobo —dice Mirko— porque mata moscas con el rabo.
Mientras
escriben esta importante proposición, sin olvidarse de poner con b la palabra «rabo», llega un ruidito de
la cocina. Se oye como alguien que está lanzando al aire chorritos de algo: «fishhh, fishhh, fishhh». Hacen una
descubierta: es el diablo, que se está dedicando a un trabajito.
—Vais
a ver ahora —dice el diablo—. Ya he matado cinco moscas con spray y ahora voy a
matar cinco más. Así dejaréis de escribir estupideces.
Es
un diablillo no muy grande, pero enfadadísimo. Se puede deducir por los cuernos
que humean y por la cola que golpea con violencia el suelo.
—En
mi opinión —observa Marco— sería preferible un matamoscas.
—También
pienso lo mismo —dice Mirko—. Porque, para matarlas de cinco en cinco, te daba
igual hacerlo con el rabo.
—No
tratéis de confundirme las ideas —dice el diablo—. Porque en esta cocina hay
muchas moscas, y tengo mucho que hacer para matarlas sin usar el rabo. Y cuando
haya acabado, os meteré en una olla, os taparé bien tapados y os herviré.
—Imposible
—dice Mirko.
—Claro
—dice Marco—. Hoy hay huelga de gas. De hervir, nada.
—Me
importa un pepino la huelga —dice el diablo—, si quiero fuego, me lo hago yo
mismo.
—Pues
entonces es también un esquirol —concluyen con una ojeada los dos gemelos,
escandalizados.
—Ya
está —dice el diablo—. No queda ni una mosca con este spray. Para que luego me
vengan con viejos proverbios.
—Veamos
—dice Marco—, lanza su martillo contra el bote de insecticida, que hace «¡deng!»
y rocía el fregadero.
—Tenía
que hacer «¡dang!», no «¡deng!» —critica Mirko—. Se ve que ha usado un material
inferior. Veamos ahora esa olla.
El
martillo de Mirko vuela a golpear la olla, que hace «¡dong!» y cae al cubo de
la basura.
—Está
todo equivocado —dice Marco—. Ha hecho «¡dong!». Cosa de locos. Jamás nos
dejaremos hervir en una olla tan falsa y sofisticada.
—Eso
ya lo veremos —anuncia el diablo, recogiendo los objetos perdidos.
—¿Qué
es lo que veremos? —pregunta Mirko.
Mientras
tanto los martillos, tras haber cumplido con su deber, regresan corriendo a las
manos de los dos gemelos, porque son martillos amaestrados: para ellos imitar
un boomerang es una broma de cuando no tienen nada que hacer.
—Veremos
cuánto tardaréis en coceros —dice el diablo—. E inmediatamente se da cuenta de
que ha dicho una mentira, como auténtico padre de la mentira, porque lo que ve
son las estrellas, a causa de los martillos que le picotean los cuernos como si
tuvieran que hacerse en ellos un nido.
—¡Ay!
—chilla el diablo.
—Bien
dicho —aprueban Marco y Mirko.
—¡No
vale! —protesta el diablo—. Teníais que temblar como azogados, arrojaros a mis
plantas a pedir perdón, vertiendo lágrimas amargas. Y acabad ya con esos
martillos, que me está entrando dolor de cabeza. ¡Ayyyyyyy!
—¿Te
rindes?
—Me
rindo.
—¿Cómo
te llamas?
—Osvaldo.
—Pues
vuelve al infierno y tómate un caldo.
El
diablo se avergüenza mucho, golpea el suelo con un pie y desaparece. Lo último
que se ve es una nubecita que se mete entre las baldosas, rápida como un ciempiés
cuando escapa perseguido por una escoba. Se presenta al mando de su legión, y
hace su informe:
—Como
lo oís, los gemelos Marco y Mirko no sienten el menor respeto por el diablo.
El
comandante se pone hecho una furia. Está que se lo llevan todos los diablos.
Agarra a uno y le ordena que regrese a la tierra, calle tal, número cual, para
dar una lección a esos dos golfillos.
Estos
siguen haciendo los deberes.
—¿Qué
escribimos ahora? —pregunta Mirko.
—La
pura verdad —dice Marco—, lo que hemos visto: que el diablo tiene pantalones de
cuadritos.
No
les da tiempo a escribir esta histórica proposición pues se oye llamar a la
puerta. «Toc-toc.»
—¿Quién
es?
—Soy
el diablo.
—¿El
de antes u otro?
Por
toda respuesta el diablo entra por el agujero de la cerradura, con un silbido.
Primero es fino como un pelo, pero en cuanto toca el suelo se convierte en un
perro lobo con orejas que echan humo y, tras haber ladrado un par de veces, se
convierte en un búho con ojos de fuego. Va a colgarse de la araña: todas las
bombillas se apagan y quedan encendidos sólo los ojos.
—¿Y
qué más? —preguntan Marco y Mirko.
—¿No
os habéis asustado?
—No,
porque no has hecho: «¡bu-bu, tururú!».
El
búho salta al suelo y se convierte en un Drácula, con unos dientazos
puntiagudos que desprenden chispas.
—¿Os
he metido miedo?
—Ni
pizca. Te has vuelto a olvidar de hacer: «¡bu-bu,
tururú!». Y eso que acabábamos de decírtelo. Tienes los dientes largos,
pero la memoria corta.
—Menos
cuentos —anuncia el diablo—. Ahora os meto en mi saco y os llevo conmigo.
—Ni
lo sueñes —dice Marco—. Mamá no quiere que salgamos de casa, y nosotros somos
niños obedientes.
—Por
eso, ahora —concluye Mirko—, te partimos los dientes.
Los
martillos salen a toda velocidad en dirección exacta y los colmillos de Drácula
rompen en cien pedazos, que caen en las baldosas y hacen «ding, ding», y después
se disuelven et un ligero chirrido de mantequilla en una sartén, diablo se
transforma en una mosca y va a posarse en el cristal de una ventana.
—Aquí
no podréis hacerme nada —dice—. ¿No querréis romper los cristales a
martillazos, no?
—El
hermano de papá es cristalero —comunica Marco.
—Y
nos pone los cristales gratis —precisa Mirko.
—¡Un
tío cristalero! ¡Eso es demasiado! —chilla el diablo.
Golpea
con una patita en el cristal y desaparece, dejando una marquita negra,
exactamente igual que una cagadita de mosca y nada más.
Cuando
se presenta en la legión a hacer su informe, el comandante se da a todos los
diablos.
—¡Sois
unos tragafuegos de pega! —chilla, echando humo por las narices y por las uñas—.
¡Ahora subo yo y os enseño, atrasados mentales!
Marco
y Mirko siguen haciendo sus deberes. Escriben en sus cuadernos (con la mano
izquierda, porque con la derecha deben sujetar los martillos): «El diablo tiene
mucho miedo a los niños».
El
diablo comandante de la legión aparece directamente sobre los cuadernos, en
forma de dibujito. Un dibujito raro, que guiña el ojo, suelta olor a azufre y
produce un silbido ensordecedor. Después sale del dibujito y es un diablazo de
tres metros de alto, ancho como un sofá, que con una mano agarra a Mirko, con
la otra a Marco y aún le queda la cola para privarlos de sus martillos.
—Maleducado
—dicen por turno los dos gemelos—. No se entra en las casas ajenas sin pedir
permiso. Se lo diremos a nuestro papá.
El
diablazo los mantiene alzados ante su nariz para observarlos a sus anchas.
—Tiene
los ojos rojos —dice Marco—, no le vendría mal un poco de colirio.
—Si
quiere —remacha Mirko—, puedo aconsejarle un buen desodorante. Aunque quizá
bastase con que se duchara un poco más a menudo. Apesta a chamusquina, ¿sabe?
El
diablazo se carcajea:
—Bla-bla-bla,
ya veremos si tenéis aún consejos que darme cuando os haya asado a fuego lento.
En
ese momento se oye un ruido de llave en la cerradura. La puerta se abre y una
voz cavernosa dice:
—Bu-bu, tururú.
El
diablazo se espanta y deja caer a Marco, Mirko y los dos martillos.
¿Quién
será, quién no será? Es la señora De Magistris, una solícita vecina de la casa
a la cual los padres de Marco y Mirko, cuando se ausentan, encomiendan sus
tesoros. Viene a comprobar si necesitan algo, si han roto demasiados platos, si
han derruido algún armario empotrado.
La
señora De Magistris ve al diablo escondido detrás del sofá y va por la escoba:
—¿Quién
es usted? ¡Salga inmediatamente de ahí!
El
diablo, cuando ve la escoba, se alegra una barbaridad, pensando que la señora
De Magistris es una bruja. Sale al descubierto y trata de recobrar el terreno
perdido, pero los dos martillos no le dan oportunidad: el del mango blanco lo
golpea en la cola, el del mango negro lo golpea en los cuernos, sin piedad.
—Señora
—ruega el diablo entre una mueca y otra—, ¡hágales que se estén quietos de una
vez!
—Vamos,
vamos —dice la señora De Magistris—, dejad en paz a ese pobre diablo. Veo que
no tiene malas intenciones. No hay que tratar así a los pobrecillos que piden
limosna, sino darles las sobras de la comida y a lo mejor una moneda falsa,
para que se puedan hacer ilusiones.
—Muy
bien, señora —dice el diablo—, bien dicho.
Marco
y Mirko le conceden una tregua, que el diablo aprovecha para desaparecer. La señora
De Magistris ni siquiera se da cuenta, porque ha ido a la cocina en busca de
restos. Vuelve con un plato de pulmón picado, que es la comida del gato, pero
no ha encontrado otra cosa.
—¿Se
ha marchado? ¿Lo habéis hecho huir? A mí me parecía un buen diablo. Bueno,
paciencia. Venid aquí ahora, que para que se os pase el susto os contaré la
historia de Caperucita Roja.
Marco
y Mirko palidecen. Un temblor de espanto los atraviesa como una sacudida eléctrica.
—No
—se rebelan—. ¡Por favor, no! ¡Caperucita Roja, no!
—Pero
¿por qué? —dice la señora De Magistris—. ¡Si es un cuento precioso! A mí me
gustaba mucho, cuando era pequeña. Conque: Érase una vez una linda niña…
Marco
y Mirko se aprietan uno contra otro para darse valor. Es la centésima vez que
escuchan el cuento de Caperucita Roja, pero cada vez es como la primera. E
incluso peor. Porque la primera vez no sabían que en cierto momento entraría en
escena el lobo feroz… Ahora lo saben… Saben concretamente en qué momento hará
su terrorífica aparición… Se asustan sólo de pensarlo. Tiemblan en la espera.
En resumen, tienen un canguelo del diablo…
La
señora De Magistris avanza inexorable. Caperucita Roja se despide de su mamá…
Echa a andar dando brincos… Entra en el negro bosque… Y he aquí que de detrás
de una mata… Ya está: es el lobo feroz. Marco y Mirko se esconden bajo el sofá,
entrechocando los dientes e implorando misericordia. Se abrazan muy fuerte y
contienen la respiración. Sus martillos yacen en el suelo como objetos
olvidados al margen de la historia.
—¡Basta!
¡Basta! —imploran.
Pero
la señora De Magistris no los oye, porque escucha sólo su propia voz; y no los
ve, porque está avanzando diligentemente en su labor de ganchillo. Y así la
encuentran don Augusto y doña Emenda, al regresar a casa después de una intensa
jornada de giros y letras de cambio. Al principio no ven a sus hijitos, sino sólo
sus zapatos: el resto queda oculto bajo el sofá…
—¡Queridos
diablillos! —dice con ternura doña Emenda.
—¡Salid,
miedosos! —exclama festivamente don Augusto.
Marco
y Mirko se precipitan. Están a salvo, agarrados con fuerza a la minifalda de su
mamá, que sonríe mucho y dice: «¡Aquí están mis martillos!».
¡Clonc! ¡Scrash! Llegan los marcianos
Una
buena mañana llegan los marcianos. Primero vuelan sobre Roma con sus platillos
de plata, difundiendo, en señal de amistad, una docena de madrigales de
Gesualdo de Venosa, entre ellos Caro,
amoroso neo y Gelo ha Madonna in seno
(letra de Torcuato Tasso), alternados con canciones populares y del hampa, como
A tocchi a tocchi la campana sona.
Cuando piensan que ya se han ganado una festiva acogida, aterrizan en el Circo
Máximo, donde hay más sitio que en la Plaza de España y adonde acude enseguida
el Subjefe de policía Fiorillo, al mando de siete mil camionetas.
Los
platillos son tres. Y tres marcianos sacan la cabeza por las cupulitas. Son de
un precioso verde primavera y tienen antenas en la frente, exactamente igual
que la gente se los imagina. Pero no es cierto que sean bajitos: al contrario,
miden tres metros y medio de alto. Visten túnicas amarillas, adornadas con
bordados folklóricos bastante parecidos a los que se usaban en Calabria el
siglo pasado. Rarezas del cosmos. Uno de los marcianos, al aparecer, se golpea
la cabeza en la tapa de la cúpula. De inmediato sale de su cabeza una nubecita
con la inscripción: «¡Clonc!».
—Ésa
debe de ser su bandera —comenta el sargento Mentillo.
—¿Y
eso otro, qué es? —pregunta bajo sus bigotes el comisario Fiorillo.
En
efecto, de la cabeza del marciano ha salido otra nubecita, en la que está
escrito: «¡Aag!».
—Ah,
claro —comenta un chaval que, no se sabe cómo, se ha colado entre las siete mil
camionetas.
—Claro,
¿en qué sentido? —se escama Mentillo.
—También
el Pato Donald, cuando el tío Gilito le da un papirotazo en la chola dice: «¡Aag!».
—¡Ea!,
vete a la escuela —ordena el señor Fiorillo al chaval.
—No
puedo —responde el chaval—. Tengo turno de tarde.
Mientras
tanto los tres marcianos, para acentuar la sensación de paz y concordia, se
ponen a aplaudir. Y también de sus manos salen nubecitas sumamente elegantes,
con letreros, todos en letras de molde: «¡Clapp!
¡Clapp!».
Después
uno de los tres, el que se ha dado el cabezazo, hace señas de que quiere
hablar. De su antena derecha sale una nubecita en la que los presentes leen,
unos de corrido y otros silabeando, las siguientes palabras: «¡Salud! Como
veis, somos marcianos, y hemos venido con intenciones cariñosas. Conque presentémonos.
Yo soy el comandante AB 17».
Cuando
todos han acabado de leer, la nubecita desaparece. Pero es raro: la voz del
marciano no se ha oído.
—Buenos
días —responde al fin el comisario—. Yo soy el señor Fiorillo.
Tres
nubecitas aparecen sobre las tres cabezas marcianas: «¿Qué ha dicho usted?».
—Que
soy el señor Fiorillo, en representación del señor Jefe de Policía.
Los
marcianos se consultan rápidamente, mientras en sus nubecitas se lee: «Hummm… Hummm…».
—Pero
¿qué hacen? —pregunta el sargento Mentillo.
—¿Es
que no lo ve? —replica el chaval—. Están reflexionando. También Pato Donald…
—Oye…
—comienza el señor Fiorillo.
Pero
no puede terminar su declaración porque los marcianos están dando golpecitos
con las manos en sus platillos para atraer su atención. De los puntos donde las
manos han tocado el metal salen numerosas nubecitas, que llevan escrito: «¡Tlank! ¡Tap! ¡Tap! ¡Tump!».
«En
resumen —dicen ahora las nubecitas de los marcianos— ¿por qué no contestáis? Os
creíamos más amables… ¡Glub!».
—Maldita
sea, dice el señor Fiorillo, en representación del Jefe de Policía.
Las
nubecitas insisten: «No vemos vuestras nubecitas… ¡Blep!».
—Están
un poco deprimidos —observa el chaval—, pues si no habrían dicho «Brrr» o «¡Augh!».
El
señor Fiorillo reflexiona sobre el extraño mensaje:
—¿Nuestras
nubecitas? Ya verás cómo…
De
repente su inteligencia deductiva, ejercitada en años de investigaciones sobre
toda clase de delitos, le hace vislumbrar la verdad: los marcianos hablan en
plan tebeo y entienden sólo los tebeos…
El
comisario pide un trozo de papel, recorta una nubecita en la que escribe: «Esperad
un momento». Y se la acerca a la boca. De las astronaves le responde un festivo
brotar de nubecitas en las que los agentes de las siete mil camionetas, los
cien mil romanos que se han congregado en el paraje y el chaval ya varias veces
citado, leen, algunos mentalmente, otros produciendo un difuso retumbar de
trueno:
—¡Por
fin!
—¡Clapp! ¡Clapp!
—Os
habéis decidido a hablar.
—¡Ulp!
—¡Clinc!
—¡Yupiii!
De
una de las nubecitas sale la cabeza de un perrito marciano, también con sus
antenitas, también con su letrero, que ladra de gozo:
—¡Yap! ¡Yap! ¡Yark!
Mientras
tanto han llegado los expertos de la policía científica, el ministro de
Comunicaciones y el de Transportes, algunos profesores universitarios, una
docena de monseñores, ciento veintiocho periodistas, un alcalde, un señor que
no es mida pero consigue colarse entre las autoridades porque tiene una perilla
muy autorizada. Buscan desesperadamente a alguien que sepa hablar en tebeo,
pero no lo encuentran.
—Lástima
—dice el profesor De Mauris, catedrático de lingüística y tañedor de
instrumentos de percusión—. La lengua de los tebeos yo la leo y la escribo,
pero no la hablo. Qué quieren ustedes, en nuestras escuelas, en la hora de
lenguas extranjeras, se hacen muchos ejercicios de gramática, pero casi nunca
conversación.
—Es
cierto, es cierto —aprueban los presentes—. También yo leo inglés, pero no lo
hablo… Yo escribo el cabardino-balcárico, pero no lo leo… Yo tengo buenos
conocimientos literarios del suahili, pero no lo entiendo…
Hay
que resignarse a comunicar con carteles. Llega un agente, a quien el señor
Fiorillo ha mandado a la papelería a comprar cincuenta kilos de cartulina
blanca y diez pares de tijeras. Todos trabajan recortando nubecitas. Un
guionista de cine, especialmente bueno en los diálogos, está preparado con el
pincel. Así, de golpe y porrazo, acaban enterándose de que se trata de un
deplorable equívoco espacial. Los marcianos habían recibido de un agente
secreto, enviado a la Tierra en 1939, algunos ejemplares de un tebeo y se habían
hecho la idea de que los terrestres hablaban con nubecitas…
—¡Si
supierais qué trabajo —cuentan— aprender a hablar así! Y todo para nada. ¡Ufff!
El
señor Fiorillo, por medio de un cartel, pregunta si también ellos tienen voz.
Por toda respuesta los tres marcianos se ponen a cantar el himno marciano: una
cosa del tipo de la polifonía barroca, algo así como el Magnificat de Bach. Los romanos aplauden. Por desgracia se oye el
ruido de los aplausos, pero de los miles de manos que golpean una contra otra
no sale ni la sombra de una nubecita.
—No
lo sabemos hacer… —comenta tristemente el chaval.
De
repente se ve al perrito de los marcianos que hace:
—¡Sniff! ¡Sniff!
—Ha
olido algo —dice el sargento Mentillo, que en sus ratos perdidos lee cómics
prohibidos para menores de dieciocho años.
Un
perrito terrestre, deslizándose entre millares de zapatos, ha llegado
justamente bajo las astronaves y ladra con gran estruendo.
—¡Guau! ¡Guau! —responde la nubecita del
perro marciano.
El
perrito queda perplejo un momento, porque no se lo esperaba. Después, también
de su hocico sale como una bocanada de vapor blanco en el que aparecen algunas
letras temblonas:
—¡Grrr! ¡Grrr!
—Está
furioso —traduce el profesor De Mauris a monseñor Celestini.
—¡Yap! ¡Yap! —insiste amistosamente el
marciano.
El
perrito de por aquí se deja finalmente convencer y responde a tono:
—¡Yap! ¡Yap!
—«Yap, yap» significa «Bau Bau» —traduce el profesor De Mauris
a los periodistas que toman notas.
—¿En
marciano?
—¡No!…
En tebeano. En marciano, si mis informaciones son exactas, «Bau Bau» se dice «Krk Krk».
Entre
los dos gozques se establece una apretada conversación de nubecitas. El chaval
de antes y otros dieciocho mil chavales, que se han colado entre las piernas de
las fuerzas del orden, se divierten tanto que estallan en carcajadas. Pero no
en italiano, sino también ellos en tebeano. Sobre sus cabezas crepitan
alegremente minúsculos cirros, nimbos, cúmulos y estrato-cúmulos, en los que
todos (salvo los analfabetos) leen: «¡Yuk!
¡Yuk! ¡Oh! ¡Ja!».
Una
niña emite por error también un par de «¡Ulk!»,
pero se corrige enseguida, porque ésa es la exclamación típica de quien está a
punto de perder el equilibrio y caer en una sima; pero en el Circo Máximo no
hay simas.
El
señor Piorillo reflexiona en representación del Jefe de Policía: «Estos
marcianos nos están corrompiendo a los niños…».
Y
no se da cuenta de que también de su sombrero está saliendo un nubarrón de
temporal, en el cual los presentes, con sumo asombro, leen: «¡Hummm! ¡Hummm!».
El
sargento Mentillo, entusiasmado con la habilidad de su superior, quisiera
gritarle «¡Muy bien!», pero no consigue poner en movimiento sus cuerdas
vocales. De la nariz, en cambio, le sale un cirro en forma de cuña, con el
letrero: «¡Snap! ¡Snap!».
La
escasa práctica le ha hecho confundir la expresión «Muy bien» con el típico
ruido de una persona que hace restallar los dedos (adviértase, empero, que ¡Snap! es también el ruido producido por
una cinta metálica que se aplasta, como bien dice Giochino Porte en su
diccionario del tebeo). Pero aprenderá, aprenderá. Todos están aprendiendo, sin
el menor esfuerzo, a producir formaciones nubosas ilustradas con letras del
alfabeto. El profesor De Mauris es tan experto que cuando se le suelta un botón
consigue hacer salir de la chaqueta la adecuada nubecita, que dice, sin
equivocarse: «Clic».
—Debe
de ser un caso de sugestión colectiva —observa monseñor Celestini, emitiendo,
por razón de su oficio, una nube en forma de aureola.
Un
gran silencio ha caído sobre el Circo Máximo en los últimos instantes. Todos
hablan en tebeo. Incluso los que leen los letreros de los otros no los leen ya
en voz alta, sino con otro letrero. Las siete mil camionetas, que de acuerdo
con las órdenes recibidas habían mantenido los motores en marcha, dejan salir
de los capós y por los escapes blancas nubecitas en las cuales se lee: «Rroooarr… Rroooarr…», que es,
precisamente, y sin que quepa la menor duda, el ruido del motor encendido de un
coche parado. Ya se sabe que si el coche viajase a ciento noventa por hora haría
en cambio: «¡Vrooommm!».
—Ahora
podemos hablar —tebean los marcianos.
—Decid
la verdad —responde con una nubecita el comisario Fiorillo—. Habéis usado algún
gas para paralizarnos las cuerdas vocales.
—¡Qué
gas ni qué ocho cuartos! —replican, hube a nube, los marcianos—. Teníais el
tebeano en la punta de la lengua, esperando para salir.
Así,
una nube tras otra, empiezan las negociaciones pacíficas. Los marcianos y las
autoridades se trasladan a la Real Academia. Los platillos volantes quedan a
cargo de un abrecoches furtivo, oriundo de Castellammare de Stabbia. La
muchedumbre se dispersa tebeando y llevando el contagio de casa en casa, hasta
el Tibunino Terzo y Casalotti. Los timbres aprenden rápidamente a hacer «¡Ring!», las locomotoras a toda marcha
a arrastrar un nubarrón volante que dice «¡Fiuuuuuu!»,
en los bares de vía Véneto el seltz, al salir del sifón, hace su buen «¡Frrr!» y los chavales que ven ante sus
narices la consabida sopa emiten, en señal de disgusto, un elocuente «¡Puaff!», sin olvidar los signos de
exclamación. Así se ganan un buen par de bofetadas en tebeo: «¡Chaf! ¡Chaf!».
Por
supuesto, el gobierno aprovecha inmediatamente para declarar el tebeano «lengua
de Estado» y abolir la libertad de palabra. Los pocos que quieren seguir
hablando con palabras, en vez de con letreros, deben reunirse por la noche en
los sótanos y hablar en voz baja, pues si no los detienen por «escándalo
nocturno».
Parecía
muy bonito y cómodo que los huevos, al romperse en el borde de la sartén,
produjeran sólo una bolita con «Splif»
o «Scrash», según fueran del día o
conservados. Pero luego se ha visto que es un rollo.
¿Cuántos
son los que insisten en querer hablar haciendo ruido, en vez de humo? No se
sabe. Pero esperemos que muchos.
Los
misterios de Venecia
o
Por qué a las palomas
no les gusta la naranjada
El
señor Martinis, joven experto publicitario muy prometedor, va a Venecia con un
cargamento de cebo para palomas, disfrazado de baldosas del suelo, y con un
encargo secreto de su empresa, productora de la naranjada Frinz. Él piensa,
justamente: «Antes de que Venecia sea tragada y digerida por la laguna, utilicémosla
aunque sólo sea para anunciar un producto tan útil, particularmente recomendado
a los niños, a las personas ancianas y a los arzobispos».
El
señor Martinis, cierta mañana, hará esparcir el cebo por la plaza de San
Marcos, pero no sin ton ni son ni a tontas y a locas, sino según un plan
prefijado: cuando las palomas, atraídas por esa golosina, se posen en la plaza,
formarán un letrero de ochenta y cuatro metros de largo, que dirá: «¡BEBED
FRINZ!». Tal letrero será fotografiado por el señor Martinis, que volará
personalmente sobre él en helicóptero. La fotografía se publicará en los periódicos
de todo el mundo y la gente dirá, en muchas lenguas:
—¡Ah!
Por fin se hace algo por Venecia.
Todo
marcha de maravilla y sin siroco. El señor Martinis contrata en secreto a
numerosos porteadores de cebo, haciéndoles jurar sobre la chapa de una
botellita de naranjada que guardarán silencio hasta la tumba y aun amas allá:
—Recordad
—dice—, ni una palabra a vuestras mujeres, ni una sílaba al bacalao a la
portuguesa, ni un suspiro al Puente de los Suspiros.
La
mañana fijada los porteadores esparcen el cebo por el pavimento de la plaza, el
señor Martinis alza el vuelo con su helicóptero privado, las palomas bajan del
campanario, de las cúpulas, de los tejados, de todas las alturas circundantes,
se lanzan en picado y… nada. Vuelven a alzar el vuelo a toda prisa, farfullando
frases incomprensibles, hacia sus elevadas residencias.
—Pero
¿qué hacéis? —grita el señor Martinis—. ¿Qué bromas son éstas, insignificantes
volátiles? Se trata de un cebo de excelente calidad, la firma Frinz os quiere
mucho, ¡yo mismo he sido condecorado por la Protectora de Animales por haber
salvado a una paloma a punto de ser devorada por un gato de angora!
Las
palomas ni siquiera lo oyen. Si lo oyen, no lo entienden. Si lo entienden, se
hacen las tontas.
El
señor Martinis aterriza con el helicóptero en el centro de la plaza, provocando
el desmayo de dos ancianas señoritas de Hamburgo. Se precipita a recoger un puñado
de cebo, hunde la nariz en él, lo prueba con la punta de la lengua e inmediatamente
se libra de él, escupiendo a este y oeste.
—¡Traición!
—exclama—. El cebo apesta fuertemente a felibilina, la ingeniosa sustancia
estudiada adrede para alejar a las palomas, pues les produce espantosas
pesadillas, durante las cuales se sienten rodeadas por miles de gatos
hambrientos. Pero ¿quién puede haber envenenado mi cebo con dicha sustancia?
El
señor Martinis congrega a los porteadores de cebo y pasa lista. Falta uno,
llamado Bepi de Castello.
—Ése
es el traidor —concluye Martinis, juiciosamente.
—¡To…!
—protestan los porteadores—. ¿Bepi un traidor? No es cierto, han venido a
buscarlo porque su abuela tiene el sarampión.
—Es
ya la tercera abuela que se le pone mala, ¡pobrecito!
—¿Cómo,
la tercera? —pregunta Martinis turulato.
—Nosotros
no sabernos —dicen los porteadores—, pero sabemos que a Bepi de Castello lo
llaman también Bepi el de las Tres Abuelas.
El
señor Martinis nutre una ligera sospecha de que los porteadores le están dando
gato por liebre, pero no replica. Mientras se da la vuelta para marcharse, nota
entre la multitud un fulano que se ríe satánicamente… ¡Pero no es un fulano
cualquiera! Es el señor Martonis, joven experto publicitario muy prometedor,
que se encuentra en Venecia de incógnito para poner en práctica un fantástico
proyecto: hacer escribir a las palomas en el pavimento de la plaza de San
Marcos, atrayéndolas con apetitosos y abundantes cebos: «NO PIDÁIS UNA
NARANJADA, ¡PEDID FRONZ! SE TOMA A CUALQUIER ALTITUD SOBRE EL NIVEL DEL MAR,
SOLOS O ACOMPAÑADOS. MILITARES A MITAD DE PRECIO».
Calcula
que para formar el letrero se necesitarán cien quintales de cebo y treinta y
nueve mil ochocientas noventa palomas.
—¿Eres
tú, Martinis? —dice Martonis, fingiendo sorpresa, amabilidad y simpatía.
—¿Eres
tú, Martonis? —repite Martinis, con las mismas armas.
Los
dos rivales están frente a frente con la sonrisa en los labios y el bazooka
bajo el impermeable.
—Me
encuentro en Venecia —explica Martonis— para admirar las obras maestras de
Tintoretto en la Escuela de San Roque.
Martinis
no le cree, pero se deja Invitar de todos nodos a un aperitivo. Después corre a
encargar más cebo para las palomas. A la mañana siguiente va a inspeccionar la
plaza de San Marcos y ¿qué es lo que ve? ¡Los hombres de Martonis la están decorando
con su cebo! A Martinis está a punto de darle un ataque de amigdalitis, pero se
cura enseguida porque las palomas se comportan con la naranjada Fronz de la
misma manera que con la naranjada Frinz: se lanzan en picado, olfatean un poco
y vuelven a remontarse en desorden a los azules valles del aire de los que habían
descendido con tanto apetito.
¡Sorpresa!
También el cebo Fronz apesta a felibilina, la ingeniosa sustancia que apesta a
gato y provoca pesadillas en las palomas.
Martinis
y Martonis se abrazan, unidos en el dolor.
—Hemos
sido traicionados ambos por terceras personas —exclaman entre sollozos—.
Alguien odia imparcialmente a la naranjada Frinz y la naranjada Fronz.
Los
dos jóvenes expertos, tras haberse invitado recíprocamente a unos aperitivos
para consolarse (aceitunas y patatas fritas son gratis), deciden desarrollar
investigaciones comunes, para ahorrar en gastos generales. Sus sospechas
recaen, por el momento, sobre Bepi de Castello. Lo van a buscar y lo encuentran
en la posada de los Tres Moros bebiendo vino blanco, porque aún no es mediodía
y él sólo bebe vino tinto por la tarde.
—¿Cómo
están sus abuelas? —le pregunta adecuadamente el señor Martinis.
—Una
tiene el sarampión, la otra está convaleciente y la tercera está ya totalmente
restablecida, muchas gracias.
—¿Cómo
se las arregla para tener tres? —pregunta el señor Martonis, que no está al
tanto.
—No
tiene importancia —responde Bepi de Castello—. Por lo demás, ya sé que ustedes
están aquí para el asunto de las palomas. Pero yo no tengo nada que ver. Esta
mañana he tenido que ir a la posada de Cannaregio a la inauguración oficial de
una damajuana de Merlot.
—¡Mentira!
¡El Merlot es tinto y usted por la mañana sólo bebe blanco!
—He
hecho una excepción a la regla. Aquí tienen el certificado del posadero… Y ahí
las declaraciones firmadas de doce testigos… Éste es mi certificado de
bautismo. ¿Se necesita algo más?
Ante
tantas pruebas de inocencia, Martinis y Martonis se halen en retirada. Vagan
largamente sin meta de un puentecillo a otro, confiándose sus penas.
—Después
de semejante bochorno —suspira el señor Martinis— ¿cómo regresar a la empresa?
Mejor cambiar de profesión. De pequeño soñaba con ser campanero: quizá ésta sea
la ocasión.
—Sí
—aprueba el señor Martonis—, me parece una decisión excelente. Yo criaré cerdos
salvajes.
—¿Por
qué salvajes?
—Porque
la comida se la buscan solos y propietario sólo le queda el simple trabajo de
venderlos y embolsarse el dinero.
Mientras
hacen proyectos para el futura cae de nuevo la noche. La noche es así, no hace
más que caer; hay que compadecerla.
Entre
tanto ha llegado el nuevo cargamento de cebo para palomas encargado por el señor
Martinis tras su primer fracaso. Los descargadores ele cebo han amontonado los
sacos en el sótano de costumbre, alquilado para la tarea.
—¿Sabes
lo que vamos a hacer? —pregunta el señor Martonis.
—No,
aún no me lo has dicho —responde Martinis.
—Hagamos
esto: nos escondemos en el sótano y vigilamos tus sacos, así cogeremos con las
manos en la masa al envenenador de cebos.
—Excelente
idea, que quizá me permitirá rehabilitarme y ensalzar los méritos de la
naranjada Frinz como se merecen.
—¡Ya!
¿Y qué hacemos con la naranjada Fronz? ¡La idea fue mía!
—¡Pero
el cebo es mío!
Deciden
que echarán a suertes entre Frinz y Fronz, quien pierda, cambiará de oficio.
Sacan una chapa Frinz y una chapa Fronz, extienden sobre ellas las manos y
juran respetar lealmente el pacto. Después se ocultan en el rincón más oscuro
del sótano, causando notables molestias a una cucaracha que se ve obligada a
mudarse con toda su familia.
La
oscuridad no es tan completa como dicen, algo de claridad penetra por un
ventanuco que da a un canal; se ve pasar una góndola con su gondolero, se ve
pasar un gato en equilibrio sobre el parapeto, a un palmo del agua negra y
gravemente contaminada. Pasa otro gato. El tercero, en vez de pasar, entra en
el sótano, se da un paseíto entre los sacos y se marcha. Llega otro gato y
repite punto por punto sus movimientos. Llega un gato más, llegan dos, llegan
siete juntos… Pasan revista a los sacos, los olfatean, se acurrucan sobre ellos
unos minutos y se van.
—Ya
he contado veintinueve —susurra el señor Martinis—, y aún no he entendido qué
se traen entre manos.
—No
lo has entendido porque estás resfriado dice el señor Martonis.
—¿Qué
tiene que ver el olfato con el intelecto?
—Ciertas
ideas, querido colega, entran por la nariz. ¿Sabes lo que te digo?
—Dímelo,
y después te diré si lo sé o no lo sé.
—Esos
gatos vienen aquí dentro sólo para hacer pis. ¿Has comprendido ahora que dos y
dos son cuatro? Este sótano es su retrete. Lo hacen aquí para no contaminar aún
más las aguas de la laguna. Al parecer los gatos venecianos tienen una
exquisita conciencia ecológica.
—Pero,
entonces…
—Exactamente
eso. Nada de felibilina. Ningún sabotaje. Han sido los gatos los que
imprimieron a nuestro cebo (el mío estaba en un sótano igual que éste) el hedor
que ha asustado a las palomas y que nosotros henos tomado por un ingenioso
hallazgo de la química moderna. Vámonos, lo que había que oler aquí dentro ya
lo hemos olido.
Los
dos expertos vuelven a la luz. Se alza el alba, que es estupenda alzándose… No
ha fallado ni una sola vez desde que el mundo existe.
Martinis
y Martonis van a dar una vuelta por la plaza de San Marcos para respirar un
poco de smog. Los para una vieja al pasar:
—¿Quieren
dar de comer a las palomas, señores? Cien liras el cartucho.
—¿Cómo
ya de pie, abuela? Hay pocos turistas por aquí, a estas horas.
—¿Qué
quieren, señores? A mi edad se duerme poco. Yo trabajo también de noche, saben.
—¿De
verdad, de verdad?
—Sí,
benditos míos, por la noche doy de comer a los gatos. Hay tantos gatos en
Venecia, ¿saben? Y me conocen casi todos, ya ven. Y yo los quiero mucho, les
hablo.
—¿Y
ellos la entienden?
—Lo
entienden todo, señores. Todito, benditos míos. Y yo les recomiendo que no se
peleen, la higiene, la limpieza, y muchas cositas más, pobrecitos. Entonces, señores,
¿quieren la comida? Les doy tres cartuchos por doscientas liras; a quien me
compra cinco cartuchos le doy también puntos-regalo, con diez mil puntos-regalo
se tiene derecho a un gato.
Los
señores Martinis y Martonis compran tres cartuchos por cabeza. Miran a la
vieja, la remiran, la estudian cono si fuese una asignatura de la escuela,
digamos la geografía. Martinis tiene una sospecha.
—¿Cómo
se llama usted, buena mujer?
—¿Yo?
Yo soy la abuela de Bepi de Castello.
—Ah…
—¿La
primera o la segunda? —pregunta a su vez el señor Martonis.
—La
tercera, bendito mío.
—¿Y
cómo es eso?
—Verán,
la primera es la madre de su madre, la segunda es la madre de su padre. Y yo
soy la abuela de su mujer. Soy una abuela política, ¿entienden? Ay, qué
quieren, señores, se hace lo que se puede…
Martinis
y Martonis la miran con creciente desconfianza. Así miraron los jueces de la
Serenísima, antaño, al pobre Fornaretto.[6] Así los inquisidores
traspasaron con la mirada a las pobres brujas de otros tiempos. Pero la
viejecita, embolsándose sus cuartos, se aleja por sus canales.
En
torno a su cabeza revolotean cientos de palomas.
Tras
sus faldas caminan en fila, con la cola tiesa, cientos de gatos, con miles de
patas de terciopelo.
Martinis
y Martonis se quedan un buen rato con la boca abierta. Después, por fin, con un
invitador estruendo de persianas metálicas, se abre el primer café.
El
mundo en lata
La
familia Zerbini, que ha estado de picnic en los montes de la Tolfa, se prepara
para regresar a la ciudad, a la calle Civitavecchia. El señor Zerbini, que es
amante de la naturaleza y del orden, recomienda a los otros Zerbini (su mujer
Ottavia, sus hijos Angelo y Fiero, su hija Rosella con su novio Fierluigi) que
no dejen papeles por ahí:
—Colocadlos
bien. No todos en montón, como de costumbre. Mirad aquella nata, no habéis
puesto ni un vaso de cartón. Vamos, vanos, que cada planta reciba lo suyo. No
seamos parciales. Las servilletas sucias allí, bajo aquella encina. Las
botellas vacías bajo aquel castaño. Así, ¡oh, qué bonito!
Las
botellas vacías son tres: una de cerveza, una de naranjada y la tercera de agua
mineral. A los pies del castaño forman un delicioso grupo. Angelo y Fiero querrían
jugar un poco al tiro al blanco con piedras, pero por desgracia no queda
tiempo, hay que meterse en el coche sin olvidar el transistor, saludar a los
bosques con un alegre trompetazo y partir hacia la urbe.
Ya
van, ya van. Cuando están a la mitad de la bajada de Allumiere, los hijos
Angelo y Fiero, apostados tras la luneta posterior para hacer muecas a los
automovilistas que vienen detrás, notan que el casco desechable de la cerveza
no ha sido desechado en absoluto, sino que trota hábilmente por el asfalto, a
unos centímetros del parachoques.
—Mira,
papá —exclaman fraternalmente los dos hermanos—, la botella de cerveza viene
detrás de nosotros.
—Miraré
yo —dice doña Ottavia a su marido—. Tú ocúpate de conducir.
Mira
y ve que el casco de la naranjada y el del agua mineral se han unido al de la
cerveza para formar un trío saltarín y bailoteante, con claras intenciones de
no perder el contacto.
—Exactamente
igual que tres perritos —observa la señorita Rosella, con la aprobación de su
novio.
—Venga,
papá —exhortan Angelo y Pie-ro—, acelera, así los dejamos atrás.
Pero
el señor Zerbini no puede acelerar, porque delante de su coche hay otro, y
también detrás de ese coche corre repiqueteando por la carretera una botella de
cerveza. No sola, sin embargo, sino acompañada por un bote de carne en lata y
uno de melocotones en almíbar. Vacíos, claro. Y también detrás del coche de
gran cilindrada que en este momento adelanta al modesto utilitario de los
Zerbini, con un resoplido de desprecio, brincan a la carrera, saltan y ruedan,
rebotan y resbalan otros envases vacíos, entre ellos una botella de Ciró, tres
gaseosas, dos latas de sardinas, una latita de caviar, una docena de platos de
papel plastificado, etcétera. Estos objetos producen una discreta charanga, un
conciertito de instrumentos de percusión más que apreciable.
—Ya
veis —concluye el señor Zerbinique les sucede a todos. Un pinchazo habría sido
mucho peor.
Avanza
ahora, por la vía Aurelia, un largo cortejo de coches, cada uno con sus envases
de vidrio, de lata, de plástico a la cola; cada objeto con su especial
repiqueteo, con su ritmo personal, avanzando a pequeñísimos pasos o a grandes
saltos, con fuertes bandazos en las curvas. En conjunto, un espectáculo que da
alegría. El señor Zerbini se acuerda de que de niño ha tocado los platillos en
la «banda del follón», la misma en que su tío, antes que él, había tocado el
cubo de la basura y el tubo de la estufa. Angelo y Fiero, ahora, recomiendan a
su padre que afloje la marcha para verse adelantar por veloces bólidos seguidos
por garrafas con funda de paja, elegantísimas en la carrera, por relucientes
bidones de cinco y diez litros y por todo tipo de recipientes dignos de
observación.
Alguna
complicación a la llegada, en el umbral del ascensor. Las tres botellas vacías
pertenecientes a la familia Zerbini se meten las primeras en la cabina, sin
ceder el paso a doña Ottavia; no se están quietas un segundo, magullan los pies
de los chiquillos, rompen los leotardos de Rosella, fastidian al joven
Pierluigi hurgándole en las vueltas de los pantalones. Está ya claro que los
cascos no se consideran satisfechos con el paseo. Entran en casa, corretean por
el pasillo, saltan a las camas.
La
botella de cerveza se acuesta bajo el almohadón del señor Zerbini. La de
naranjada se mete bajo la alfombra de doña Ottavia. La del agua mineral se
tumba en el bidé. Hay gustos para todo.
Los
niños se están divirtiendo. Los adultos, un poco menos. Rosella se consuela en
parte con el telefonazo de las buenas noches de su Pierluigi, que le cuenta:
—¿Sabes?
En mi cama hay una lata vacía de tomates pelados. ¡Y pensar que yo la pasta la
tomo siempre sin salsa!
Por
lo demás, latas y botellas, al parecer, se duermen pronto. Duermen sin dar
patadas, sueñan sin roncar. En suma, allí, no molestan nada. Por la mañana van
al cuarto de baño antes que nadie y lo dejan todo en orden. Mayores y pequeños
salen; unos van a la escuela, otros al trabajo; doña Ottavia se va al mercado.
Los envases se quedan en casa. Ahora son cuatro, porque del cubo de la basura
ha saltado una lata de café molido, aún con su etiqueta, y se está aseando en
el fregadero. Hace mucho ruido, pero no rompe nada.
«Por
la cuenta que me tiene —piensa doña Ottavia— hoy no debo comprar latas nuevas».
Por
el camino, de vez en cuando, encuentra un envase que va a sus asuntos, teniendo
buen cuidado de cruzar con el verde. Se ve un señor que mete una caja de cartón,
de esas de zapatos, en la papelera municipal colgada de un farol, a la altura
justa. En cuanto el señor da media vuelta, la caja salta al suelo y —«toc, toc,
toc»— se pega a sus talones. Se oyen suspiros de alivio. Menos mal, no hay
privilegios para nadie.
A
la hora de comer, en casa de los Zerbini, las tres botellas y el bote de café
se quedan en el balcón tomando el aire.
—Pero
¿qué intenciones tendrán? —pregunta doña Ottavia.
—En
mi opinión, de momento piensan en engordar.
—¿Qué
significa eso?
—Míralo
tú misma, la botellita de cerveza se ha convertido ya en un botellón de dos
litros. ¿De cuánto era el bote de café?
—De
medio kilo.
—Eso
es. Ahora es de cinco kilos, como poco.
—¿Con
qué se alimentan? —preguntan Angelo y Piero, que tienen intereses científicos.
—Están
vacíos, se alimentarán del vacío, me imagino.
Los
periódicos de la tarde le dan la razón al señor Zerbini. Recogen una declaración
del profesor Envasino, experto en contenedores, embalajes y afines, profesor de
Tarrología en el Politécnico, que dice:
—Se
trata de un fenómeno normalísimo. A causa de un efecto que no conocemos, y que
por eso llamamos «efecto Equis», los envases manifiestan una tendencia a
volverse cada vez más vacíos. Para estar más vacíos deben ser más grandes, ¿está
claro? Será muy interesante, ahora, ver si al final estallan o no.
—¡Piedad!
—exclama doña Ottavia, observando la botella de agua mineral que se ha venido a
colocar junto a su silla para leer el periódico por encima de su hombro—. Si
estalla, ¡romperá el espejo del aparador!
La
botella, después de la cena, es ya tan alta como la nevera. Las otras dos, más
o menos. El bote del café es tan grande como un armario y llena a medias la
habitación de los niños, donde ha ido a fisgonear.
—El
profesor, aquí, dice que el fenómeno es normalísimo —explica el señor Zerbini—.
No es un fenómeno fenomenal, ¿entiendes? Claro que tú no entiendes nada de
fenomenología.
—Yo
no entiendo nada, claro —replica doña Ottavia—. Pues tú que entiendes, dime dónde
vamos a dormir esta noche.
Diciendo
esto, doña Ottavia guía a su marido para que compruebe que su cama está ocupada
ya por la botella de naranjada y por la de cerveza; dos lindas montañitas
abultan bajo las mantas, dos cuellos sin cabeza, o sea sin tapón, descansan
dulcemente en los almohadones.
—No
hay problema, no hay problema —dice el cabeza de familia—, donde caben dos,
caben cuatro. No debemos ser tan egoístas.
En
el curso de una semana el bote de café se ha vuelto tan grande que ocupa casi
toda la habitación de los niños. La única solución es colocar las camas dentro
del bote, con sus lindas mesillas de noche. Angelo y Piero se divierten un buen
rato y juegan a ser judías en lata. En la habitación de Rosella ha crecido un
tubo de crema antiacné que puede contener el sofá cama, el tocador, la colección
de la «Pinacoteca de los Genios», tres macetitas de cactus, el manifiesto de
los Beatles, el tocadiscos, las zapatillas orientales que su novio le ha traído
de Sarajevo, el gran cesto donde la muchacha conserva sus muñecas y, cuando está,
el gato. El botellón de agua mineral, en la cocina, ha tenido el sentido común
de crecer a lo largo, fuera de la ventana, por la que asoma ahora como una boca
de cañón. Por muchas ventanas de la vecindad asoman otros muchos cañones de
vidrio, por lo que nadie se asombra.
En
la cama de los señores de Zerbini las botellas que la han ocupado crecen en
posición horizontal, sin molestar en lo más mínimo en el sentido del movimiento.
La cosa tiene sus ventajas, para acostarse los dos excelentes cónyuges no
tienen sino que meterse dentro de las botellas. La señora en la de naranjada,
porque no puede soportar el olor de la cerveza. Es muy bonito verlos dormir en
botella, como tranquilos veleros fabricados por viejos lobos de mar o, con
infinita paciencia, por solitarios presidiarios. Es decir, sería bonito verlos,
pero no se ven porque la luz está apagada.
En
todas las casas de la ciudad sucede lo mismo. La gente aprende rápidamente a
entrar y salir de las botellas, de los tarritos de mermelada, de las cajas de
congelados. Los abogados reciben a sus clientes sentados dentro de una caja de
zapatos o de una funda de libros. Cada familia tiene sus envases, cada envase
su familia. Vivir en lata no presenta inconvenientes.
Los
envases que no encuentran sitio en un piso, dada la escasez de viviendas, se
disponen en las plazas, en las calles, en los jardines, en las colinas de los
alrededores. Una lata de filetes de caballa contiene ahora el monumento a
Garibaldi. La tapa, enrollada en toda regla en torno al abrelatas incorporado,
obstaculiza un poco el tráfico, pero el Ayuntamiento, siempre solícito, ha
mandado construir encima un delicioso puentecillo de madera, por el que los
coches trepan con facilidad. Rosella y su novio se encuentran, ahora, en un
bote de setas en aceite que contiene un banquito verde. Para soñar, todos los
sitios son buenos. El olor de las setas no es desagradable.
Pero
¿quién nos manda, ahora, ocuparnos de las pequeñas vicisitudes de la familia
Zerbini, tan iguales a las de otras cien mil familias? Muy distintas metas se
está proponiendo el poder de las cajas. Una mañana, una gran caja de pasta
Mambretti («Si no son Mambretti, ni parecen spaghetti»)
engulle el Coliseo de un solo bocado. Por la tarde de ese mismo día la cúpula
de San Pedro desaparece dentro de un cilindro de lata en el cual se lee a
simple vista, desde gran distancia: «Mermelada». Los periódicos dicen que en la
clínica Santa Liberata doña Settimia Zerbotti ha dado a luz dos gemelos en
lata; su marido, loco de felicidad, le ha regalado un abrelatas de oro. La
televisión transmite en directo el enlatamiento del Cervino, de la Torre Eiffel
y del castillo de Windsor. Estupendo, como siempre, en su comentario, Tito
Stagno.
Mientras
tanto, un astrónomo del observatorio de Bochum, en Alemania, y un colega suyo
del Monte Palomar, en América, intercambian en cifra noticias sobre un objeto
singular que desde remotos espacios parece moverse en dirección al planeta
Tierra.
—¿Un
cometa, profesor Box?
—Yo
no diría eso, profesor Schachtelmacher. No tiene cola.
—Ya.
Tiene una forma extrañísima… Se parece a…
—¿A
qué, profesor Schachtelmacher?
—Bueno,
eso es, profesor Box; a una caja… una cajaza…
—Una
supercaja, sí. Lo bastante grande para enlatar juntas a la Tierra y la Luna… ¡Caray!
—A
propósito, ¿recibió la caja de cigarros que le mandé?
—Sí,
gracias. Se duerme muy cómodamente en su interior. Y a usted, ¿le llegó mi
tarrito de camarones?
—¿Cómo
no? Tengo en él la librería y el equipo estereofónico.
—Entonces
buenas noches, profesor Schachtelmacher.
—Buenas
noches, profesor Box.
El
jardín del comendador
El
comendador Mambretti, propietario de una fábrica de accesorios para
sacacorchos, del cual hemos hablado ya más veces, se ha hecho un bonito jardín,
con su zona de huerto. El jardinero se llama Fortunino.
—Qué
nombre tan raro le ha puesto su padre —observa el comendador Mambretti, en
cuanto se entera.
—En
honor del maestro Verdi, comendador.
—Pero
¿Verdi no se llamaba Giuseppe?
—Sí,
Giuseppe, pero también Fortunino de segundo. Y de tercero, Francesco.
—Está
bien, está bien —dice el comendador Mambretti—. Hablemos de peras. Mañana
vienen a comer conmigo el comendador Mambrini y el comendador Mambrillo y
quiero que prueben las peras de mi huerto. Mándenos una buena bandeja de peras
a la mesa.
Fortunino
palidece:
—Comendador,
no estamos precisamente en temporada de peras.
Mambretti
lo mira con aire compasivo.
—Veamos
—dice—, el peral parece fuerte, sano.
—Si
es por eso, lo he tratado bien; abono, insecticida, poda, etcétera, todo con el
mayor esmero.
—Estupendo,
así se ha creído que mi huerto era Jauja. Un par de palos de vez en cuando, ¿se
los ha dado? ¿Le ha puesto un cuatro en el cuaderno de notas?
—¿En
qué cuaderno, comendador?
—Ah,
conque ni siquiera lleva usted un cuaderno de notas. Me imagino que está a
favor de los sistemas modernos, me lo imagino. Querido Fortunino, con las
plantas hace falta severidad. Disciplina, autoridad, ¿me explico? Fíjese en
esto.
El
comendador Mambretti agarra un palo, se lo esconde a la espalda y se acerca al
peral que, si pudiera, se pondría a cantar: «Veo huellas de pasos despiadados».
—De
modo que —dice Mambretti—, nos andamos con caprichos, ¿eh? Se nos han metido en
la cabeza ideítas equivocadas, ¿no?
—Pero
—lo interrumpe Fortunino—, comendador…
—¡Usted
cállese! ¿Quién es aquí el dueño?
—El
comendador Mambretti.
—Eso
es, muy bien. Y como soy el dueño, ahora usaré el palo —y descarga unos
garrotazos sobre el tronco del peral, que del susto pierde todas las flores.
—Bastará
con esto —dice el comendador Mambretti, tirando el palo para enjugarse el sudor
de la frente—. Tampoco hay que exagerar. Una cosa justa. Ya verá mañana por la
mañana, qué lindas peritas echará nuestro amigo.
Al
pobre Fortunino le gustaría replicar que ahora ese peral ya no dará fruta, ni
mañana ni dentro de seis meses, porque ha perdido las flores. Pero como no es
muy rápido para hablar, antes de que abra la boca, el comendador Mambretti ya
ha entrado en la casa.
—Paciencia
—murmura Fortunino—, pero ¿qué ocurrirá mañana? Seguro que el comendador se
enfadará y al peral le tocará otra ración de palos.
Lo
piensa todo el día y por fin se le ocurre una idea para salvar al inocente. Va
a su casa, abre la hucha y corre a la ciudad, a una tienda de primicias que
conoce, donde se encuentran peras en cualquier estación. Compra un par de
kilos, espera a que oscurezca, regresa al jardín y cuelga de las ramas las
hermosísimas peras, una a una, pero no al azar sino con orden y fantasía,
porque la vista también cuenta; una fruta aquí, solitaria en su esplendor, allá
una pareja de gemelas, en otra rama tres peras, dos más gruesas y una más pequeñita,
que parecen una pacífica familia de paseo por la calle Mayor.
Llega
la mañana, viene el comendador a inspeccionar el jardín y se frota las manos de
contento:
—¿Ha
visto? ¿Ha visto? Querido Fortunino, ahí tiene las más hermosas peras que se
han mecido nunca en un árbol al sur de Verona y al norte de Pistoya. Y serán
también las más ricas, porque son las peras del palo. Recójalas, lléveselas a
mi mujer y recuerde que con los árboles no valen los modales delicados. Es
preciso exigir obediencia ciega, rápida y absoluta. Y si no se portan como es
debido, castigar. ¿Se ha enterado bien?
El
buen Fortunino se ruboriza y baja la cabeza. No puede decir la verdad; su boca
se niega a decir mentiras. Mejor que se calle. Por lo demás, por hoy el
comendador está satisfecho. Después ya veremos.
Otra
mañana el comendador Mambretti sale al jardín y quiere rosas.
—De
esas blancas —le dice a Fortunino— porque son para mi suegra, que se llama
Blanca. ¿Capta el amable detalle?
—Sí,
comendador —responde el jardinero—, pero mire que las rosas blancas aún no han
florecido.
—¿Que
no han florecido? ¿Cómo se atreven? ¿Saben o no saben que el dueño soy yo?
—Ya
ve, comendador…
—No
veo nada. No oigo nada. No quiero saber nada. Tráigame el látigo.
—¿No
querrá… azotar a esa pobrecita planta?
—Qué
pobrecita ni qué ocho cuartos. Es ya lo bastante grande para saber cuál es su
deber. A los caracteres hay que doblegarlos de jóvenes. Quien ama, castiga. Démelo.
—Oh,
pobre de mí…
—¿Y
usted qué tiene que ver? No voy a azotarlo a usted, faltaría más. Quiero sólo
demostrarle cómo se hace para convencer a las rosas de que florezcan cuando el
dueño lo desea, no según se les pase por la cabeza, a capricho y
desordenadamente.
Mientras
el comendador Mambretti azota al rosal, Fortunino se tapa los ojos. Ha oído
decir: ojos que no ven, corazón que no siente. Pero el corazón lo siente lo
mismo.
—Ya
está. Verá qué buena floración, mañana por la mañana, en nuestra señorita. Hace
falta energía. ¿Comprende, Fortunino? Pulso. Mano de hierro.
Al
quedarse solo, Fortunino consuela al rosal diciéndole muchas frases amables,
seguro de que de algún modo él lo entenderá. Le pone también un par de
aspirinas entre las raíces; a lo mejor se le pasa el escozor. Pero después
estamos en las mismas.
—¿Qué
ocurrirá mañana? Lo malo es que ya no tiene otra hucha que romper. Debe a la
fuerza ir por la bicicleta y correr junto a su cuñado a que le preste un
billete de cinco mil.
—Lo
siento —le dice su cuñado Filippo—, esta misma mañana he pagado el plazo del
televisor. Sólo me han quedado mil liras. Si te valen…
—Gracias
—dice Fortunino suspirando.
Para
reunir cinco mil liras tiene que visitar sucesivamente a su primo Riccardo, a
su primo Radamés (así llamado en honor del maestro Giuseppe Verdi, autor de la ópera
Aida), a su prima Benolina, que le da
una conferencia sobre la úlcera de estómago, a su tía Benedetta, que lo
interroga por extenso en torno a la diferencia entre un laxante normal y los
supositorios de glicerina, a su tía Eneas (llamada así por error: su padre creía
que Eneas era un nombre de mujer). Consigue llegar a tiempo al florista de la
ciudad para comprar cinco rosas blancas de la riviera, pagando también el
impuesto de lujo. Regresa por la noche al jardín, ata las rosas a la plantita y
mientras tanto le susurra:
—Esperemos
que le basten a ese tipejo. Más no he podido comprarte; ya sabes lo que pasa
con los precios en estos tiempos. También el comendador Mambretti ha subido los
accesorios para sacacorchos.
Pero
al comendador Mambretti no le basta con cinco rosas.
—¡Había
dicho dos docenas!
—No,
no lo había dicho, señor comendador.
—¿Qué
pasa? ¿Se mete ahora usted a contarme las palabras en la boca, también? No
saque los pies del plato. Y deme el látigo.
—¡No,
por favor! ¡El látigo no!
—Pues
sí, ¡el látigo!
El
comendador Mambretti va a buscar el látigo él mismo, y venga golpes al rosal.
Después, ya puesto a ello, castiga a una tuya porque se ha vuelto toda amarilla
por un lado, apalea a un ciprés porque tiene una rama torcida, le zurra a un
pino porque ha hecho las piñas demasiado altas y no se llega a alcanzarlas ni
siquiera con la escalera.
—Y
este sauce llorón, ¿por qué no llora? Y este abeto, ¿por qué ha quedado tan
bajito? Y este cedro del Líbano, ¿se decide o no a dar fruta?
—¡Basta,
basta! —le suplica Fortunino con lágrimas en los ojos.
—Basta,
sí —chilla el comendador Mambretti—. ¡Basta de usted y del maestro Verdi! Queda
despedido. Puede pasar por caja.
Fortunino,
ahora, llora en vez del sauce. Fatal, porque las lágrimas le impiden ver la
caja, entra por equivocación en un montón de despachos y de todos lo echan.
—Mañana
—grita el comendador, dirigiéndose a los árboles, matas y flores del jardín—,
volveré a veros; y ¡ay de vosotros si no habéis entrado en razón! Pero el cero
en conducta no os lo quita nadie.
Cae
la tarde. Cae también la noche. (Cuando llega su momento, ni un minuto antes o
después.)
El
jardín se esconde en la oscuridad y el silencio. Pero bajo tierra, donde las raíces
se alargan y dan vueltas, se enmarañan y se confunden, trenzando en todos los
sentidos sus ramificaciones, empujando los bulbos a distintas profundidades,
nace una apretada conspiración de susurros misteriosos. Allá abajo es donde los
vegetales hablan entre sí, intercambian informaciones y propósitos, se
comunican decisiones y proyectos. Un pueblo enterrado, creído muerto y tratado
como tal, pero en cambio muy vivo, hasta en los menores pelillos radicales.
Toda
la noche prosigue la invisible agitación, no obstaculizada por el ir y venir de
los ratones, por la lenta acción de las larvas, de los gusanos que deben
abrirse paso por el cuerpo de la tierra para desplazarse.
Por
la mañana, el comendador Mambretti baja al jardín, armado de fieras intenciones
y de un rebenque. Mira a su alrededor sin la menor sospecha. Su primera ojeada,
naturalmente, es para el rosal.
—Nada
de flores —comprueba—. Perfecto. Natural. Yo soy el tonto que habla sólo por
sacar a paseo la lengua. Hablo en turco, ¿eh? Pues te has equivocado, querido mío.
Conmigo todos, tarde o temprano, tienen que ceder.
Y
diciendo esto el comendador Mambretti agita amenazadoramente su arma y se
acerca a la plantita para darle una lección. Pero al segundo paso que da,
tropieza en una raíz que el sauce ha sacado a flor de tierra en el momento
justo. Se agarra al rosal para no caer, y aquél lanza una espina larga como un
cuchillo, que le araña profundamente la mano. El pino, sin pedirle ayuda al
viento, sacude bien las ramas más altas y deja caer una piña de medio kilo en
la cabeza del tal Mambretti. La piña se rompe, los piñones ruedan alegremente
por el sendero, acude una ardilla y hace su cosecha.
El
pino le tira a la cabeza otra gruesa piña. Después una tercera. Y una cuarta, aún
más gruesa. El comendador Mambretti se ve obligado a batirse en retirada, lo
cual aprovecha un ciprés para ponerle la zancadilla con su rama más baja.
Mambretti yace de nuevo en tierra, pero esta vez de espaldas. El peral, que no
puede hacer más, le deja caer en los ojos una cigarra muerta.
—¡Esto
es una conjura —grita el comendador Mambretti—, una rebelión a mano armada, es
el motín de la Bounty!
Por
toda respuesta una abeto le hace llover en la boca un puñado de agujas. El
comendador tarda veinte minutos en escupirlas todas.
—¡Ya
veremos! —vuelve a gritar en cuanto puede—. Os extirparé como a la cizaña; os
haré pedazos y pedacitos y os quemaré en el fuego. ¡De vosotros nos quedará ni
la semilla!
Una
genciana alarga un par de ramas y lo agarra del cuello, como si quisiera
estrangularlo, pero se contenta con hacerlo callar y sujetarlo muy bien
mientras la mimosa le hace cosquillas debajo de la nariz.
El
comendador Mambretti se libera del abrazo de un tirón y huye gritando:
—¡Socorro!
¡Socorro! ¡Fortunino!
—Yo
no estoy —responde Fortunino, que disfruta del espectáculo encaramado a la
tapia—. ¿No se acuerda de que me despidió? Y ahora, con el dinero de la
liquidación, me voy al cine.
El
comendador Mambretti entra en la casa, cierra la puerta y echa el cerrojo.
Después corre a la ventana a mirar. El jardín está más tranquilo que nunca. Los
árboles están allí vegetando, fingiendo que no pasa nada.
—¡Qué
ralea de impostores! —rezonga Mambretti. Después va al cuarto de baño a ponerse
tres o doce tiritas.
La muñeca
de transistores
—Bueno
—pregunta don Fulvio a doña Lisa, su mujer, y a don Remo, su cuñado—, ¿qué le
vamos a regalar a Enrica por Navidades?
—Un
buen tambor —responde inmediatamente su cuñado Remo.
—¿Qué?
—Sí,
un gran bombo. Con un mazo para dar golpes: «¡Bum! ¡Bum!».
—Vamos,
Remo —dice la señora Lisa (para la cual el señor Remo no es un cuñado, sino un
hermano)—. Un bombo ocupa sitio. Y además, vete tú a saber qué diría la mujer del
carnicero.
—Estoy
seguro —continúa don Remo— de que a Enrica le gustaría muchísimo un cenicero de
cerámica de colores en forma de caballo, con muchos ceniceritos pequeños
alrededor, también de cerámica de colores, pero en forma de herradura.
—Enrica
no fuma —observa severamente don Fulvio—. Apenas tiene siete años.
—Una
calavera de plata —propone entonces don Remo—, un portalagartos de latón, un
abretortugas en forma de angelito, un pulverizador de judías en forma de
paraguas.
—Vamos,
Remo —dice la señora Lisa—, estamos hablando en serio.
—Está
bien. En serio. Dos tambores: uno en do
y otro en sol.
—Ya
sé —dice doña Lisa— lo que le irá bien a Enrica. Una bonita muñeca electrónica
de transistores, con lavadora incorporada: una de esas muñecas que andan,
hablan, cantan, controlan las conversaciones telefónicas, captan las
transmisiones estereofónicas y hacen pis.
—De
acuerdo —proclama don Fulvio, en su calidad de cabeza de familia.
—Yo
me lavo las manos —éste es don Remo—, y me voy a la cama a dormirme en los
laureles.
Y
llega, unos días después, la Santa Navidad, con muchos buenos jamones colgados
fuera de las tiendas y muchos magníficos ceniceros en forma de Pequeño
Escribiente Florentino en los escaparates y muchos gaiteros, verdaderos y
falsos, por las calles. Nieve en la cadena alpina y niebla en el Valle del Po.
Y
allí está la muñeca nueva, esperando a Enrica bajo el árbol de Navidad. El tío
Remo (se trata del Remo de siempre, el cual para don Fulvio es el cuñado, para
doña Lisa el hermano, para la portera un contable, para el quiosquero un
cliente, para el guardia urbano un peatón, y para Enrica, justamente, un tío: ¡cuántas
cosas puede ser una sola persona!), así pues, el tío Remo observa la muñeca con
sonrisa de mofa. Hay que saber que, a escondidas de todos, realiza rigurosos
estudios de magia: puede romper un cenicero de mármol de una simple ojeada, por
poner un ejemplo. Toca a la muñeca en dos o tres sitios, desplaza algún
transistor, se ríe burlonamente de nuevo y por último se va al café, mientras
llega corriendo Enrica, lanzando gritos de gozo, que los padres escuchan con
delicia tras la puerta cerrada.
—Qué
guapa, qué guapa —declara Enrica, en el colmo del entusiasmo—. Ahora mismo te
preparo el desayuno.
Revolviendo
febrilmente en el rincón de los juguetes, saca un rico conjunto de pocillos,
platitos, vasitos, jarritos, botellitas, etcétera, que dispone en la mesita de
las muñecas. Hace andar a la muñeca nueva hasta su sitio, le hace decir «mamá»
y «papá» dos veces, le ata la servilleta al cuello y se prepara para darle de
comer. Pero la muñeca, en cuanto ella se vuelve un momentito, da un par de
patadas que hacen volar por los aires todo el servicio. Platillos que se hacen
pedazos. Pocillos que ruedan por el suelo del piso y van a estrellarse contra
el radiador. Añicos.
Naturalmente,
acude la señora Lisa, pensando que Enrica se ha hecho daño. Llega, cree en lo
que ven sus ojos y sin perder tiempo le regaña a fondo a su hija, llamándola
fea y mala y añadiendo:
—¡Mira
que el mismo día de Navidad te pones a portarte mal! Si no tienes más cuidado
te quito la muñeca y no la vuelves a ver.
Después
se va al cuarto de baño.
Enrica,
al quedarse sola, agarra a la muñeca, le da un par de azotes, la llama fea y mala
y la acusa de portarse mal el mismo día de Navidad:
—Mira
que si no eres buena, te encierro en el armario y no vuelves a salir.
—¿Por
qué? —pregunta la muñeca.
—Porque
has roto los platitos.
—No
me gusta jugar con esas chorradas —declara la muñeca—. Déjame jugar con los
cochecitos.
—¡Voy
a darte a ti cochecitos! —anuncia Enrica. Y le larga otros azotes. La muñeca no
se impresiona y le tira del pelo—. ¡Ay! ¿Por qué me pegas?
—Legítima
defensa —dice la muñeca—. Eres tú la que me has enseñado a pegar, al pegarme
primero. Yo no habría sabido hacerlo.
—Bueno
—dice Enrica, para desviar la conversación—, jugaremos a la escuela. Yo soy la
maestra y tú la alumna. Esto es el cuaderno. Tú haces muchas faltas en el
dictado y yo te pongo un cuatro.
—¿Qué
tiene que ver el número cuatro?
—Claro
que tiene que ver. Eso hace la maestra en la escuela. A quien lo hace bien,
diez; a quien lo hace mal, cuatro.
—¿Por
qué?
—Porque
así aprende.
—No
me hagas reír.
—¿¿Yo??
—Natural
—dice la muñeca—. Reflexiona. ¿Sabes andar en bicicleta?
—¡Claro!
—Y
cuando estabas aprendiendo y te caías, ¿te ponían un cuatro o más bien una
tirita?
Enrica
calla, perpleja. La muñeca la acosa:
—Piénsalo
un momento, vamos. Cuando aprendías a andar y dabas un tropezón, ¿es que mamá
te escribía un cuatro en el trasero?
—No.
—Pues
a andar has aprendido lo mismo. Y has aprendido a hablar, a cantar, a comer
sola, a abrocharte los botones y atarte los zapatos, a lavarte los dientes y
las orejas, a abrir y cerrar puertas, a usar el teléfono, el tocadiscos y la
televisión, a subir y bajar las escaleras, a lanzar la pelota contra la pared y
recogerla, a distinguir un tío de un primo, un perro de un gato, una nevera de
un cenicero, un fusil de un destornillador, el queso parmesano del Gorgonzola,
la verdad de las mentiras, el agua del fuego. Sin notas, ni buenas ni malas. ¿Es
exacto?
Enrica
no hace caso de la interrogación y propone:
—Entonces
te lavo la cabeza.
—¿Estás
loca? ¡El día de Navidad…!
—Pero
a mí me divierte lavarte la cabeza.
—A
ti te divierte, pero a mí se me mete el jabón en los ojos.
—Bueno,
eres mi muñeca y puedo hacer contigo lo que quiera. ¿Entendido?
Este
«entendido» forma parte del vocabulario de don Fulvio. También doña Lisa, de vez
en cuando, cierra sus palabras con un buen «¿entendido?». Ahora le toca a ella,
a Enrica, hacer valer su propia autoridad de ama. Pero a la muñeca, al parecer,
le importa un pito. Trepa a lo alto del árbol de Navidad, haciendo estallar
diversas bombillas de distintos colores. Cuando está en lo alto hace pis,
mojando otras bombillas en forma de Blancanieves y los Siete Enanitos.
Enrica,
para no pelearse, va a la ventana. En el patio los niños juegan a la pelota.
Tienen monopatines, triciclos, arcos y flechas. Y también bolos.
—¿Por
qué no vas al patio a jugar con los otros niños? —pregunta la muñeca, metiéndose
los dedos en la nariz para subrayar su independencia.
—Son
todos niños —dice Enrica, mortificada—. Juegan a juegos de niños. Las niñas
tienen que jugar con muñecas. Tienen que aprender a ser buenas madrecitas y
buenas amas de casa, que saben poner en su sitio los platitos y los pocillos,
hacer la colada y limpiar los zapatos de la familia. Mi madre limpia siempre
los zapatos de mi padre. Se los limpia por arriba y por abajo.
—¡Pobrecito!
—¿Quién?
—Tu
papá. Se ve que no tiene brazos ni manos…
Enrica
decide que ha llegado el momento de dar dos bofetadas a la muñeca. Para
alcanzarla, sin embargo, tiene que trepar por el árbol de Navidad. El árbol,
como un auténtico inútil que es, aprovecha para caerse al suelo. Se hacen añicos
las bombillas y los ángeles de cristal: un cataclismo. La muñeca ha acabado
bajo una silla y se le ocurre echarse a reír. Pero es la primera en levantarse
y corre a ver si Enrica se ha hecho daño.
—¿Te
has hecho daño?
—Ni
siquiera debería contestarte —dice Enrica—. Toda la culpa es tuya. Eres una muñeca
maleducada. Ya no te quiero.
—¡Por
fin! —dice la muñeca—. Espero que ahora juegues con los cochecitos.
—Ni
lo sueñes —anuncia Enrica—. Buscaré mi vieja muñeca de trapo y jugaré con ella.
—¿¿De
veras?? —dice la muñeca nueva. Mira a su alrededor, ve la muñeca de trapo, la
agarra y la tira por la ventana sin abrir siquiera los cristales.
—Jugaré
con mi osito de peluche —insiste Enrica.
La
muñeca nueva busca al osito de peluche, lo encuentra, lo tira al bidón de la
basura. Enrica estalla en llanto. Los padres la oyen y acuden, justo a tiempo
de ver a la muñeca nueva que se ha apoderado de las tijeras y está cortando
todos los vestidos del guardarropa de las muñecas.
—¡Pero
esto es vandalismo puro! —exclama don Fulvio.
—¡Pobre
de mí! —añade doña Lisa—. Creía haber comprado una muñeca ¡y he comprado una
bruja!
Ambos
se lanzan sobre la pequeña Enrica, la suben en brazos por turno, la acarician y
la miman, la besuquean.
—¡Puaf!
—dice la muñeca, desde lo alto del armario donde se ha refugiado para cortarse
el pelo, que para su gusto es demasiado largo.
—Oye
—se horroriza don Fulvio. Dice también—: ¡Puaf! Eso sólo puede habérselo enseñado
tu hermano.
Don
Remo aparece en la puerta, como si lo hubieran mandado llamar. Le basta una
ojeada para entender la situación.
La
muñeca le guiña un ojo.
—¿Qué
ocurre? —pregunta el tío, fingiendo caer de una nube rosa.
—¡Ésa
—solloza la pobre Enrica— no quiere hacer de muñeca! ¿Qué se creerá que es?
—Quiero
bajar al patio a jugar a los bolos —declara la muñeca, haciendo volar mechones
de pelo por todas partes—. Quiero un bombo, quiero un prado, un bosque, una
montaña y un monopatín. Quiero ser científica atómica, ferroviaria y pediatra.
Y también fontanera. Y si tengo una hija, la mandaré de camping. Y cuando la
oiga decir «Mamá, quiero ser un ama de casa como tú y limpiar los zapatos de mi
marido, por arriba y por abajo», la meteré en castigo en la piscina y como
penitencia la llevaré al teatro.
—¡Está
verdaderamente loca! —observa don Fulvio—. Quizá se le ha estropeado algún
transistor.
—Vamos,
Remo —ruega doña Lisa—, échale un vistazo, tú que entiendes.
Don
Remo no se hace rogar mucho. Y tampoco la muñeca. Le salta a la cabeza, donde
se pone a dar saltos mortales.
El
señor Remo la toca aquí y allá, en diversos puntos y en otros más. La muñeca se
convierte en un microscopio.
—Te
has equivocado —dice doña Lisa. Don Remo vuelve a tocar. La muñeca se convierte
en una linterna mágica, un telescopio, un par de patines de ruedas, una mesa de
ping-pong.
—Pero
¿qué haces? —pregunta don Fulvio a su cuñado—. Ahora la vas a estropear del
todo. ¿Se ha visto alguna vez una muñeca que parezca una mesa?
Don
Remo suspira. Toca de nuevo. La muñeca se convierte en una muñeca. Tiene de
nuevo el pelo largo y lavadora incorporada.
—Mamá
—dice, pero esta vez con voz de muñeca—. Quiero hacer la colada.
—¡Oh,
por fin! —exclama doña Lisa—. Esto sí que se llama hablar. Vamos, Enrica, juega
con tu muñeca. Tiene tiempo de hacer una buena coladita antes de comer.
Pero
Enrica, que lo ha estado viendo y oyendo todo, parece insegura ahora sobre qué
hacer. Mira a la muñeca, mira al tío Remo, mira a sus padres. Y finalmente
lanza un gran suspiro y dice:
—No,
quiero bajar al patio a jugar a los bolos con los otros niños. Y a lo mejor doy
también algún salto mortal.
Extraños
azares de la Torre de Pisa
Una
mañana don Carletto Palladino está allí, como siempre, al pie de la Torre de
Pisa vendiendo recuerdos a los turistas, cuando una gran astronave de oro y
plata se detiene en el cielo y de su tripa sale un chisme, quizá un helicóptero,
que desciende sobre el llamado Prado de los Milagros.
—¡Mirad!
—exclama don Carletto—. ¡Los invasores espaciales!
—¡Escapa
a correr! —chilla la gente, en todas las lenguas.
Pero
don Carletto no escapa, ni corre, para no abandonar la caja colocada sobre un
taburete, en la cual, bien alineadas —es decir, todas torcidas— están muchas
maquetas de la torre inclinada, de yeso, mármol y alabastro.
—¡Souvenir!
¡Souvenir! —empieza a gritar, señalando su mercancía a los espaciales, que son
tres pero saludan con doce manos, porque tienen cuatro por cabeza.
—Véngase,
señor Carletto —gritan las otras vendedoras de recuerdos desde lejos, fingiendo
preocupación por su vida; en realidad están celosas, pero tienen miedo de
acercarse para vender también ellas sus bonitas estatuillas a los espaciales.
—¡Souvenir!
—Bueno,
pisano —dice una voz espacial—. Primero, las presentaciones.
—Carletto
Palladino, mucho gusto.
—Señoras
y caballeros —continúa la voz, con excelente acento italiano—, les pedimos
disculpas por la molestia. Venimos del planeta Karpa, que dista del suyo
treinta y siete años luz y veinticinco centímetros. Pensamos detenernos sólo
unos minutos. No deben tener miedo de nosotros, porque estamos aquí para una
misión comercial.
—Yo
ya lo había entendido —dice don Carletto—. Entre hombres de negocios nos
entendemos enseguida.
Mientras
la voz espacial, amplificada por un invisible altavoz, repite varias veces el
mensaje, turistas, vendedores de recuerdos, chiquillos, curiosos salen de sus
escondites y se adelantan, animándose unos a otros. Llegan, con acompañamiento
de sirenas, policías, carabineros, bomberos y guardias urbanos, por razones de
orden público. Llega también el alcalde, a la grupa de un caballo blanco.
—Queridos
huéspedes —dice el alcalde, tras tres tañidos de trompeta—, estamos encantados
de darles la bienvenida a la antigua y famosa ciudad de Pisa, al pie de su
antiguo y famoso campanario. Si nos hubieran advertido de su llegada, les habríamos
preparado una acogida digna del antiguo y famoso planeta Karpa. Por desgracia…
—Gracias
—lo interrumpe uno de los tres espaciales, agitando dos de sus cuatro brazos—.
No se molesten por nosotros. Tenemos tarea para un cuarto de hora como mucho.
—¿Quieren
lavarse las manos? —pregunta el alcalde—. Justamente les he traído unos ticket-regalo
para el hotel diurno.
Los
tres espaciales, sin hacerle caso, se dirigen hacia el campanario y empiezan a
palparlo, como para confirmar que es auténtico. Ahora hablan entre sí, en una
lengua bastante parecida al karakalpac, pero no muy diferente del cabardinobalcárico.
Sus rostros, dentro de la escafandra, son auténticos rostros karpianos, muy
similares a los pieles rojas.
El
alcalde se les acerca solícito:
—¿No
desean entrar en contacto con nuestro gobierno, con nuestros científicos, con
la prensa?
—¿Para
qué? —replica el jefe de los espaciales—. No queremos molestar a tanta gente
importante. Cargamos la torre y nos marchamos.
—Que
cargan… ¿qué?
—La
torre.
—Disculpe,
señor karpiano, quizá he entendido mal. ¿Quiere decir usted que le interesa la
torre, a lo mejor, que usted y sus amigos quieren subir a lo alto para
disfrutar del panorama y mientras tanto, para no perder el tiempo, hacer algún
experimento científico sobre la caída de los graves?
—No
—responde pacientemente el karpiano—. Estamos aquí para llevarnos la torre. Debemos llegar a nuestro planeta con ella. ¿Ve
a esa señora de ahí? —el jefe espacial señala a una de las otras dos
escafandras—. Es la señora Boll Boll, que habita en la ciudad de Sup, a unos
kilómetros de la capital de la República Karpiana del Norte.
La
señora espacial, al oír su nombre, se vuelve vivamente y se pone a posar,
esperando que la fotografíen. El alcalde se disculpa por no saber hacer
fotografías y continúa erre que erre:
—¿Qué
tiene que ver la señora Boll Boll? Aquí de lo que se trata es de que ustedes,
sin permiso del arzobispo y del superintendente de Bellas Artes, la torre no la
pueden ni tocar, ¡y mucho menos llevársela!
—No
lo comprende usted —explica el jefe espacial—. La señora Boll Boll ha ganado la
Torre de Pisa en nuestro gran concurso Bric. Comprando regularmente los famosos
cubitos de caldo Bric, ha recogido un millón de puntos-regalo y le corresponde
el segundo premio, que consiste, por casualidad, en la torre inclinada.
—¡Ah!
—reconoce el alcalde—. ¡Excelente idea!
—Verdaderamente
nosotros lo decimos de otro modo. Decimos: «¡Qué idea chic el caldo Bric!».
—Bien
dicho. ¿Y el primer premio en qué consiste?
—El
primer premio es una isla de los Mares del Sur.
—¡No
está mal! Parece que ustedes le tienen mucho cariño a la Tierra.
—Sí,
su planeta es muy popular entre nosotros. Nuestros platillos volantes lo han
fotografiado a lo largo y a lo ancho y muchas empresas que producen cubitos de
caldo se han presentado para acaparar la posibilidad de distribuir objetos
terrestres en sus concursos, pero la firma Bric ha obtenido una exclusiva del
gobierno.
—Ya
lo he entendido —salta el alcalde—. ¡He comprendido que para ustedes la Torre
de Pisa no es de nadie! Del primero que se la lleve, suya es.
—La
señora Boll Boll la pondrá en su jardín; con toda seguridad tendrá un gran éxito:
de toda Karpa correrán a verla los karpianos.
—¡Mi
abuela! —grita el alcalde—. Ésta es la fotografía de mi abuela. Se la doy
gratis; la señora Boll Boll podrá ponerla en el jardín para hacer un buen papel
con sus amigas. ¡Pero la torre no se toca! ¿Me ha oído bien?
—Mire
—dice el jefe espacial al alcalde, mostrando un botón de su mono—; ¿ve esto? Si
lo aprieto, Pisa salta por los aires y no vuelve más a tierra.
El
alcalde se queda sin resuello. En torno a él la muchedumbre se horroriza en
silencio. Se oye sólo, al fondo de la plaza, una voz de mujer que llama:
—¡Giorgina!
¡Renato! ¡Giorgina! ¡Renato!
Don
Carletto Palladino rezonga mentalmente: «Eso es, con buenos modales se consigue
todo».
No
tiene tiempo de acabar este importante pensamiento, pues la torre… desaparece,
dejando un agujero en el cual el aire se precipita como un silbido.
—¿Han
visto? —pregunta el jefe espacial—. Muy sencillo.
—¿Qué
han hecho? —grita el alcalde.
—Ahí
la tiene —dice el karpiano—, la hemos empequeñecido un poquito para poderla
transportar; una vez en casa de la señora Boll Boll le devolveremos sus
dimensiones normales.
En
efecto, allá donde se erguía la torre en toda su altura e inclinación, en el
centro de la explanada vacía dejada por su desaparición, puede verse ahora una
torrecita diminuta, similar en todo y por todo a los recuerdos de don Carletto
Palladino.
La
gente deja salir del pecho un prolongado «¡Ooohhh!» durante el cual se oye de
nuevo la voz de la señora que llama a sus hijos:
—¡Renato!
¡Giorgina!
La
señora Boll Boll va a inclinarse a recoger la minitorre y metérsela en el
bolso, pero antes que ella alguien, concretamente don Carletto Palladino, se
lanza sobre los míseros restos del antiguo y famoso monumento, como los perros
se lanzan (o al menos eso cuentan) sobre la tumba de su amo. Los karpianos,
sorprendidos, tardan un momento en reaccionar; pero después, con todos aquellos
brazos, no les cuesta el menor trabajo inmovilizar a don Carletto, levantarlo
en vilo y depositarlo a la debida distancia.
—Ya
está —dice el jefe espacial—. Ahora nosotros tenemos la torre, pero a ustedes
les quedan otras muchas cosas bonitas. La misión de la que estábamos encargados
por cuenta de la firma Bric se ha cumplido. Sólo nos queda decirles hasta la
vista y gracias.
—¡Váyanse
al diablo! —responde el alcalde—. ¡Piratas! Se arrepentirán… Un día también
nosotros tendremos platillos volantes…
—Caldos
con puntos-regalo ya los tenemos —agrega una voz desde el fondo.
—¡Se
arrepentirán! —repite el alcalde.
Se
oye el «tac» del bolso de la señora Boll Boll, cerrado con energía karpiana. Se
oye un relincho del caballo del alcalde, pero no se sabe qué quiere decir.
Después se oye la vocecita de don Carletto, que dice:
—Disculpe,
señor karpiano…
—Dígame,
dígame.
—Quisiera
dirigirle una súplica.
—¿Una
petición? Entonces debe usar papel sellado.
—Se
trata sólo de una bobada. Puesto que la señora Boll Boll ya tiene su premio… si
ustedes quieren…
—¿Qué?
—Mire,
aquí tengo esta maqueta de nuestro campanario. Es un juguetito de mármol, como
pueden ver. A ustedes no les costaría nada agrandárnoslo a tamaño natural. Así
nos quedaría al menos un recuerdo de nuestro campanario…
—Pero
sería una cosa falsa, sin el menor valor histórico-artístico-turístico-inclinado
—observa, estupefacto, el jefe espacial—. Sería un sucedáneo como la achicoria.
—Paciencia
—insiste don Carletto—. Nos conformaremos.
El
jefe espacial explica la extraña petición a su colega y a la señora Boll Boll,
que se echan a reír.
—¡Qué
payasada! —protesta el alcalde—. ¡No queremos ninguna achicoria!
—Déjeme
a mí, señor alcalde —dice don Carletto.
—Está
bien —dice el jefe espacial—. Démela.
El
señor Palladino le entrega la maqueta; el jefe espacial la coloca en el punto
exacto, le apunta encima un botón de su mono (otro, no el de las bombas)… Y ¡ya!
¡Hecho! Allí está de nuevo la Torre de Pisa en su sitio…
—¡Qué
bonito! —sigue protestando el alcalde—. Se ve de lejos que es más falsa que
Judas. Hoy mismo mandaré demoler esa vergüenza.
—Como
usted quiera —dice el jefe espacial—. Bueno, nosotros nos vamos, ¿no? Buenos días
y Felices Pascuas.
Los
karpianos vuelven a subir a su casi-helicóptero, regresan a la astronave de oro
y plata, e inmediatamente después en el cielo hay sólo un gorrión solitario,
que vuelve a la cima de la antigua torre.
Después
sucede algo raro. Ante toda esa gente desesperada, a las fuerzas del orden desconsoladas,
al alcalde que solloza, don Carletto Palladino se pone a bailar la tarantela y
el saltarelo.
—¡Pobrecito!
—dice la gente—. Se ha vuelto loco de dolor.
—Locos
estaréis vosotros —grita en cambio don Carletto—. ¡Estúpidos y bobos, que no
sois otra cosa! Y además sois tan despistados como el caballo del alcalde. ¿No
os disteis cuenta de que le cambié la torre en las narices a los karpianos?
—Pero
¿¿cuándo??
—Cuando
la empequeñecieron y yo me lancé sobre ella, fingiendo hacer de perro sobre la
tumba del amo. La he sustituido con uno de mis recuerdos. ¡En el bolso de la señora
Boll Boll va la torre falsa! Y la auténtica es esta de aquí, esta de aquí; y
también nos la han dejado grande e inclinada como antes; y además nos hemos reído
un rato. Mirad, tocad, leed todos los nombres que habéis garrapateado en ella…
—¡Es
cierto! ¡Es cierto! —grita una señora—. Ahí están los nombres de mis dos hijos,
Giorgina y Renato. ¡Los escribieron esta misma mañana con un boli!
—¡Muy
bien! —dice un guardia urbano, tras haberlo comprobado—. Así se hace. ¿Qué le
parece, señora, la multa, la paga ahora o se la mando a casa?
Pero
la multa, por una vez, la paga generosamente el alcalde de su bolsillo,
mientras don Carletto Palladino es llevado en triunfo, lo cual, para él, es una
pura pérdida de tiempo, porque mientras tanto los turistas compran recuerdos a
la competencia.
Carlino,
Carlo, Carlino
o
Cómo hacer que los niños
pierdan ciertas malas costumbres
—Ahí
tiene a su Carlino —dice la comadrona a don Alfio, presentándole al varoncito
recién llegado de la clínica.
«¡Cómo
Carlino! —oye chillar don Alfio—, ya basta con esa manía de los diminutivos.
Llamadme Carlo, Paolo o Vercingétorix. Llamadme incluso Leopardo, pero que sea un
nombre sano. ¿Me he explicado?».
Don
Alfio observa perplejo al niño, que no ha abierto la boca. Esas palabras han
resonado directamente en su cerebro. También la matrona las ha oído:
—¡Toma
—dice—, tan pequeño y ya es capaz de transmitir el pensamiento!
«Muy
bien —comenta la vocecita—, no puedo hablar con las cuerdas vocales porque aún
no las tengo formadas».
—Bueno
—dice don Alfio, cada vez más perplejo—, pongámoslo en la cuna, luego ya
veremos.
Lo
ponen en la cuna, al lado de su madre dormida. Don Alfio sale un momento a
ordenar a su hija mayor que apague la radio, para no molestar a la criaturita.
Pero la criaturita le transmite un mensaje urgente, precedencia absoluta: «Papá,
¿cómo se te ocurre? Vas a interrumpir justamente la sonata de Schubert para arpeggione».
—¿Arpeggione? —repite don Alfio—. A mí me
parecía un violonchelo.
«Claro
que era un violonchelo. Así interpretan ahora esta composición escrita por
Schubert en 1824. En la menor, para
ser exactos. Pero él la hizo para arpeggione:
una especie de guitarrón de seis cuerdas inventado en Viena el año anterior por
Johann Georg Staufer. Este instrumento, llamado guitarre d’amour o guitarre-violoncell,
tuvo escasa fortuna y vida efímera. Pero la sonata es bastante maja.»
—Perdona
—balbucea don Alfio—, ¿cómo sabes esas cosas?
«Cielo
santo —responde, siempre por vía telepática, el recién nacido—. Me pones
delante de los ojos, en esa estantería de ahí, un magnífico diccionario de la música:
¿cómo quieres que no vea que en la página ochenta y dos del primer volumen se
habla justamente del arpeggione?».
Don
Alfio deduce que su hijito, amén de transmitir el pensamiento, sabe leer a
distancia en un libro cerrado. Sin haber siquiera aprendido a leer.
La
madre, cuando se despierta, es informada de los acontecimientos con mucha
delicadeza, pero estalla en llanto de todos modos. Y encima no tiene un pañuelo
a mano para enjugarse los ojos. Entonces se ve que un cajón de la cómoda se
abre solo, sin ruido, y del cajón alza el vuelo, perfectamente doblado, un pañuelo
blanco lavado con Bronk, el detergente preferido de la lavandera de la reina
Elisabeth. El pañuelo se posa en la almohada de doña Adele, mientras en su cuna
el pequeño Carlo se entrena en guiñar el ojo.
«¿Os
gustó el truquito?», pregunta a los presentes. La comadrona huye alzando las
manos hacia el techo. Doña Adele se desmaya en ese mismo momento, don Alfio se
enciende un pitillo, después lo tira; no era eso lo que quería hacer.
—Hijo
mío —dice luego—, estás adquiriendo pésimas costumbres, absolutamente
contrarias a la urbanidad. ¿De cuándo acá un niño respetuoso abre los cajones
de su madre, sin pedir permiso?
En
ese momento asoma la primogénita Antonia, llamada Chichí, de quince años y cinco
meses de edad. Saluda cariñosamente a su hermanito:
—Hola,
¿cómo estás?
«Bien,
en general. Sólo un poco trastornado. Después de todo es la primera vez que
nazco.»
—Atiza,
¿hablas con el pensamiento? Eres bárbaro. ¿Me dices cómo lo haces?
«Es
sencillísimo: cuando tienes ganas de hablar, en vez de abrir la boca, la
cierras. Y también es más higiénico.»
—¡Carlo!
—exclama don Alfio, muy indignado—, no empieces desde el primer día a corromper
a tu hermana, que es una chica formal.
—¡Dios
mío! —suspira al volver doña Adele en sí—. ¡Qué dirá la portera, qué dirá mi
padre, funcionario de banco de viejo cuño y severas costumbres, último
descendiente de una estirpe de coroneles de caballería!
—Bueno
—dice Chichí—, hasta luego, me voy a hacer los deberes de matemáticas.
«¿Matemáticas?
—pregunta Carlo, reflexionando—. Ah, ya sé. Euclides, Gauss, esas cosas. Pero
si utilizas el texto que llevas en la mano, fíjate que la solución del problema
número 118 está equivocada: la X no es igual a un tercio, sino a dos
cuarentaitresavos».
—¡Y
se permite ya criticar los textos escolares, como los periódicos de izquierdas!
—comenta amargamente don Alfio.
Se
lo está contando todo al médico de cabecera en su consulta, mientras en la
antesala doña Adele entretiene al bebé Carlo.
—¡Ay!
—suspira el doctor Fojetti—, ¡ya no hay religión! Quién sabe dónde iremos a
parar: con todas estas huelgas… Y además ahora con el IVA vamos a pasarlo mal.
Ya no se encuentra una criada; a la policía le prohíben disparar; los campesinos
no quieren criar conejos… Pruebe a llamar al fontanero, y ya me contará. Bueno,
enfermera, hágalos entrar.
En
cuanto entra, Carlo intuye, por algunos síntomas que sólo él logra notar, que
el doctor Fojetti ha vivido varios años en Zagreb; por eso le dirige la palabra
en croata (mentalmente, claro): «Doktore,
vrlo teško probavljam; cesto osjecam Kiseli ukus: osobito neka jela ne mogu
probaviti».
(Traducción:
«Doctor, digiero con dificultad; a menudo me repite un sabor ácido; ciertos
alimentos me resultan particularmente indigestos».)
El
doctor, sorprendido, responde en la misma lengua:
—Izvolite leci na postelju, molim Vas…
(«Por
favor, tiéndase en la camilla.»)
Después
se da un puñetazo en la cabeza para reaccionar y se pone al trabajo. El examen
completo dura dos días y treinta y seis horas. Revela que el joven Carlo, de
cuarenta y siete días de edad:
«Puede
leer en el cerebro del doctor Fojetti los nombres de todos sus parientes, hasta
los primos de cuarto grado, así como absorber todos los conocimientos científicos,
literarios, filosóficos y futbolísticos que se han depositado en él a partir de
la primera infancia.
Descubre
un sello de Guatemala oculto bajo dieciocho kilos de libros de medicina.
Mueve
a su gusto, de una simple ojeada, la aguja de la balanza en la que la enfermera
comprueba el peso de los enfermos.
Recibe
y transmite los programas de la radio, incluidos los de frecuencia modulada y
los experimentos en estereofonía.
Proyecta
sobre una pared los programas de la televisión, aunque manifiesta cierta
intolerancia respecto a Doble o nada.
Cose
un desgarrón de la bata del doctor mediante la imposición de las manos.
Observando
la fotografía de un paciente experimenta un intenso dolor de barriga y
diagnostica, sin equivocarse, una apendicitis aguda.
Fríe
a distancia, sin gas, una sartén de sémola dulce.
Además
se levanta del suelo hasta una altura de cinco metros con diecinueve centímetros;
extrae con la fuerza de la mente una medalla de San Antonio de una caja de puros
sellada con tres rollos de celo; hace desaparecer de la pared un cuadro de
Giulio Turcato; materializa una tortuga en el armarito de los medicamentos y un
verbasco en la bañera; magnetiza unos crisantemos que están a punto de morir,
devolviéndoles sus colores juveniles. Tocando una piedra procedente de los
Urales recita la historia completa y documentada de las vanguardias rusas del
siglo XX; momifica peces y pájaros muertos; detiene la fermentación del vino,
etcétera».
—¿Es
grave? —pregunta doña Adele, impresionada.
—Un
caso casi desesperado —rezonga el doctor Fojetti—. Si se comporta así a los
cuarenta y siete días, imagínese a los cuarenta y siete meses.
—¿Y
a los cuarenta y siete años?
—Ah,
entonces llevará ya tiempo en la cárcel.
—¡Qué
deshonor para su abuelo! —exclama doña Adele.
—¿Y
no se puede hacer nada?
Se
le puede llevar allá, y ponerle entre las manos esta colección completa del Boletín Oficial, así se distrae y no
escucha nuestra conversación. O esperémoslo, al menos.
—¿Y
luego? —insiste don Alfio, una vez llevada a cabo la operación «Boletín Oficial».
El
doctor Fojetti le susurra en el oído derecho una docena de minutos, dándole en
directo todas las instrucciones necesarias, que don Alfio transmite en diferido
a doña Adele, en el oído izquierdo.
—Pero
¡es el huevo de Colón! —exclama gozoso don Alfio.
«¿De
qué Colón? —pregunta el telepático Carlo desde la antesala—. ¿Cristóbal o
Emilio?[7] Tratemos de ser concretos en las referencias».
El
doctor le guiña el ojo a don Alfio y doña Adele. Los tres sonríen y se quedan
callados.
«¡He
preguntado qué Colón!», protesta el crío, produciendo un agujero en la pared
con la energía de su mente comunicante.
Y
ellos callados como pescados hervidos. Tras un rato, el pequeño Carlo, para que
lo oigan, se ve obligado a recurrir a otros medios de comunicación y comienza a
dar lastimeros vagidos:
—¡Buaaaa! ¡Buaaaa!
—¡Funciona!
—susurra don Alfio en el colmo del entusiasmo.
Doña
Adele agarra una mano del doctor Fojetti y se inclina a besarla, exclamando:
—Gracias,
¡benefactor nuestro! Escribiré su nombre en mi diario.
—¡Buaaaa! ¡Buaaaa! —insiste el pequeño
Carlo.
—¡Funciona!
—don Alfio está exultante e inicia unas vueltas de vals.
Natural.
El secreto está en eso: basta fingir que no se oye cuando Carlo hace la
transmisión y eso lo obliga a comportarse como todos los demás cristianos y a
hablar como el último de los analfabetos.
Los
niños aprenden pronto, y desaprenden prontísimo. Al cabo de seis meses, el
pequeño Carlo ni siquiera se acuerda de haber sido algo mejor que una radio de
transistores.
Mientras
tanto de la casa han desaparecido todos los libros, incluidas las enciclopedias
por entregas. Al no tener nunca oportunidad de hacer ejercicios de lectura a página
cerrada, el crío pierde esa habilidad, entre los aplausos de los presentes. Había
aprendido de memoria la Biblia, pero se le olvida. El cura está más tranquilo.
Durante
dos o tres años se divierte aún levantando sillas de un vistazo, manejando las
marionetas sin tocarlas, pelando mandarinas a distancia, cambiando los discos
en el tocadiscos sin más que meterse un dedo en la nariz, pero después, gracias
a Dios, va al jardín de infancia y allí, la primera vez que, para entretener a
sus amigos, demuestra cómo se anda por el techo cabeza abajo, lo castigan a un
rincón. A Carlo le sienta tan mal que jura apasionarse por bordar mariposas,
metiendo la aguja en los puntitos amorosamente dibujados para él por la monja
en un trocito de tela.
A
los siete años va a la escuela elemental y hace aparecer una espléndida rana en
la mesa de la maestra, la cual, en vez de aprovechar para explicar los anfibios
saltadores y los ricos que son en el caldo, llama al bedel y manda a Carlo a
ver al director. Este señor le demuestra al chiquillo que las ranas no son
animales serios y lo amenaza con la expulsión de todas las escuelas de la República
y del Sistema Solar, si se permite ciertas bromas.
—¿Puedo
al menos matar microbios? —pregunta Carlo.
—No.
Para eso están los médicos.
Mientras
reflexiona sobre esta importante declaración, Carlo, distraídamente, hace
aparecer una rosa en el cesto de los papeles. Por suerte logra hacerla
desaparecer antes de que el director se dé cuenta.
—Vete
—dice el director con tono solemne, señalándole al niño la puerta con el índice;
gesto perfectamente inútil, pues en la habitación no hay más que esa puerta y
sería difícil confundirla con la ventana—. Vete, conviértete en un niño formal
y serás el consuelo de tus progenitores.
Carlo
se va. Se va a casa a hacer los deberes y le salen todos mal.
—Eres
un verdadero estúpido —comenta Chichí, mirándole el cuaderno.
—¿De
verdad? —exclama Carlo, con un nudo en la garganta de alegría—. ¿Soy ya lo
bastante estúpido?
Con
la alegría hace aparecer una ardilla en la mesa, pero la vuelve invisible
enseguida para que Chichí no sospeche. Cuando Chichí se retira a sus
habitaciones, intenta que reaparezca la ardilla, pero no lo consigue. Prueba
con un conejillo de Indias, un escarabajo pelotero, una pulga. No hay nada que
hacer.
—Menos
mal —suspira Carlo—. Estoy perdiendo de veras todas esas feas costumbres.
Y
en efecto, ahora le llaman Canino y él ni siquiera se acuerda de protestar.
¿Para
quién hilan las tres viejecitas?
Suspicacillos,
los dioses de las antiguas fábulas. Una vez Júpiter ofende a Apolo, a lo mejor
sólo para satisfacer un antojo. Apolo se la guarda y, en cuanto puede, le paga
con la misma moneda, matando a cierto número de Cíclopes.
Diréis:
¿qué tiene que ver el tocino con la velocidad y que tienen que ver los Cíclopes
con Júpiter?
Tienen
que ver, sí, porque son sus proveedores de rayos. Júpiter los tiene en
palmitas: no hay ninguna otra empresa que produzca rayos con un sello de buena
calidad como ésos. Cuando le van a contar que Apolo le ha saboteado la producción,
Júpiter se enfada en serio y le manda una citación. Apolo debe presentarse a la
fuerza, porque Júpiter es el rey de los dioses.
—Vamos
a ver —dice Júpiter—. En castigo marcharás al exilio a la Tierra durante siete
años, y durante siete años servirás como esclavo en casa de Admero, rey de
Tesalia.
Apolo
cumple su penitencia sin discutir. Es un buen tipo, sabe hacerse querer;
simpatiza con Admero y se hacen amigos. Después de siete años regresa al
Olimpo. Por el camino hacia casa oye que lo saludan unas viejecitas que están
hilando en el balcón.
—¿Cómo
va ese reúma? —se informa amablemente.
—No
nos quejamos —responden las tres viejecitas, que son las tres Parcas.
(¿Os
acordáis? Sí, esas tres diosas que gobiernan el destino de cada hombre desde el
nacimiento a la muerte. Hilan un hilo para cada hombre y cuando lo cortan, ¡zas!, ese hombre puede ir haciendo
testamento).
—Veo
que lleváis el trabajo muy adelantado —dice Apolo.
—Pues
sí; este hilo ya lo tenemos terminado. ¿Y sabes de quién es?
—No.
—Pues
es el hilo del rey Admero. Tiene aún para dos o tres días.
«Atiza
—piensa tristemente Apolo—. ¡Pobrecito! Lo he dejado con buena salud, y mira lo
que le espera».
—Oíd
—dice luego a las viejecitas—. Admero es amigo mío. ¿No podríais dejarlo vivir
unos añitos más?
—¿Y
cómo hacemos? —replican las Parcas—. Nosotras no tenemos nada contra él, es una
bellísima persona. Pero al que le toca, le tocó. La muerte debe recibir su
tributo. No es cuestión de edad, cariño. Pero ¿tú lo quieres mucho, verdad?
—Ya
os lo he dicho, es un amiguete.
—Bueno,
mira, por esta vez podemos hacer una cosa: su hilo lo dejamos en suspenso y a
la expectativa. Pero con una condición: que algún otro acepte morir en su
lugar. ¿De acuerdo?
—Claro
que sí. Y muchas gracias.
—¡Imagínate!
Por darte gusto, haríamos de todo.
Apolo
ni siquiera pasa por su casa para recoger el correo. Regresa a tierra volando y
agarra al vuelo a Admero, que estaba saliendo para ir al teatro.
—Oye,
Admero —le dice—, vamos a ver, etcétera, etcétera. En resumen, te has salvado
por un pelo; pero es preciso que haya otro entierro. ¿Encontrarás a alguien que
ocupe tu puesto en la caja?
—Eso
espero —responde Admero, sirviéndose una copita de algo fuerte para quitarse el
susto—. ¿Soy o no soy el rey? Mi vida es demasiado importante para el Estado.
Aunque, ¡maldita sea!: me has hecho entrar un sudor frío.
—¿Qué
le vamos a hacer? Así es la vida.
—No,
no. Es justamente lo contrario…
—Entonces,
adiós.
—Adiós,
Apolo, adiós. No tengo ni resuello para darte las gracias. Te mandaré una caja
de esas botellas que te gustaban en los buenos tiempos.
«¡Maldita
sea! —piensa de nuevo Admero en cuanto se queda solo—. Mira qué cosas me
ocurren. Menos mal que tengo amigos de campanillas. ¡Maldita sea!».
Manda
a llamar a su siervo más fiel, le cuenta cómo están las cosas, le da una
palmada en la espalda y le dice que se prepare.
—¿Para
qué, Majestad?
—¿Y
aún me lo preguntas? Para morir, está claro. ¡No me vas a negar este favor! ¿No
he sido siempre un buen amo para ti? ¿No te he pagado siempre las
extraordinarias, los seguros sociales, la paga de beneficios?
—Cierto,
cierto.
—Eso
quería oír. Conque, vamos, no hay tiempo que perder. Tú piensa en morirte que
yo pienso en todo lo demás: coche fúnebre de primera clase, tumba con lápida,
pensión a la viuda, beca para el huerfanito… ¿De acuerdo?
—De
acuerdo, Majestad. Mañana por la mañana estará hecho.
—¿Por
qué mañana? No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.
—Tengo
que escribir cartas, tomar algunas disposiciones, bañarme…
—Mañana,
pues. Pero tempranito.
—De
madrugada, señor, de madrugada.
Pero
a la madrugada el siervo fiel está ya en alta mar, en una nave fenicia rumbo a
Cerdeña. Y ni siquiera se puede mandar publicar su fotografía en los periódicos,
con un buen «Se busca» encima, porque los periódicos aún no se han inventado.
Ni tampoco la fotografía.
Para
Admero es un verdadero golpe bajo, que le da ganas de llorar. Vete tú a fiar de
los viejos siervos fieles cuando más los necesitas.
Admero
llama una carroza y manda que lo lleven a ver a sus padres, que viven en el
campo, en un bonito chalet con calefacción y todo.
—¡Ay!
—dice—. Sois los únicos que me queréis.
—Puedes
decirlo muy alto.
—Sois
los únicos a quienes puedo pedir cualquier cosa, con el corazón en la mano.
—¿Quieres
algunos rabanillos de nuestra huerta? —preguntan los viejos, prudentemente.
Cuando
se enteran de lo que quiere, les da un ataque de nervios.
—Admerito
—dicen—, somos los que te hemos dado la vida y tú ahora, a cambio, quieres la
nuestra. ¡Bonita gratitud!
—Pero
¿no veis que tenéis ya un pie en la fosa?
—Cuando
nos toque, moriremos. Por ahora no nos toca. Cuando nos toque, no te pediremos
que mueras en nuestro lugar.
—Ya
entiendo, ya entiendo. Pues sí que me queréis mucho…
—¡Quién
va a hablar! Después de que te hemos dejado el trono y una ganga.
Admero,
distraídamente, agarra un rabanillo del plato que su madre le ha puesto delante
y se lo mete en la boca. Después lo escupe, salta a la carroza y regresa a
palacio.
Uno
tras otro llama a sus ministros, generales, almirantes, chambelanes,
mayordomos, abogados, asesores fiscales, astrólogos, dramaturgos, teólogos, músicos,
cocineros, entrenadores de perros de caza… Y ellos, uno tras otro:
—Majestad,
moriría muy a gusto por vos, pero tengo tres ancianas tías. ¿Qué sería de
ellas?
—Señor,
al punto, inmediatamente si pudiese; pero me he tomado las vacaciones ayer
mismo…
—Amo,
tened paciencia, debo acabar de escribir mis memorias…
—¡Cobardes!
—grita Admero pataleando—. ¿Conque tenéis tanto miedo a la muerte? Os haré
cortar la cabeza a todos. A mí no me servirá de nada, porque sólo un voluntario
puede salvarme, pero al menos no reventaré solo… Haremos una hermosa procesión
al infierno.
Los
otros empiezan a llorar y a dar diente con diente. Admero los arroja a celdas
de castigo del primero al último, orden al verdugo que afile el hacha y va a
ver a su mujer para que le haga un zumo de naranja, porque le ha entrado sed.
—Alcestes,
querida —le dice con aire de víctima—, debemos despedirnos por última vez.
Vamos a ver, las Parcas, etcétera. Apolo es un verdadero amigo y así
sucesivamente; todos me quieren mucho, pero en resumidas cuentas nadie quiere
saber nada de morir en mi lugar.
—¿Y
sólo por eso estás tan desesperado? A mí no me has pedido nada.
—¿A
ti?
—¡Claro
que sí! Moriré yo en tu lugar. Es muy sencillo.
—¡Estás
loca, Alcestes! No piensas en mi dolor. ¿No piensas en cómo lloraré en tu
entierro?
—Llorarás,
y después se te pasará.
—No,
no se me pasará.
—Sí,
se te pasará y vivirás aún muchos años feliz y contento.
—¿Tú
crees?
—Te
lo aseguro.
—Bueno…
Siendo así… Si te empeñas…
Se
dan el beso del adiós, Alcestes se va a su habitación y muere. El palacio
retumba con llantos y gritos. Admero es el que llora más fuerte que nadie. En
cualquier caso, hace poner en libertad a los ministros, los cocineros y compañía;
manda tocar las campanas a muerto y poner las banderas a media asta; llama a
una agencia de pompas fúnebres y se ponen de acuerdo sobre los funerales. Y allí
está discutiendo sobre los tiradores de la caja, cuando aparece un siervo que
viene a anunciar un huésped.
—¡Hércules,
viejo amigo!
—Hola,
Admero. Pasaba por aquí para ir a robar las manzanas de oro del Jardín de las
Hespérides y he pensado en entrar un ratito.
—¡Has
hecho muy bien! ¡Ay de ti si pasabas de largo!
—A
propósito —dice Hércules—, veo que estáis de luto.
—Sí
—dice Admero a toda prisa—. Ha muerto una mujer. Pero no hay motivo para que tú
te entristezcas. El huésped es sagrado. Te mando preparar un buen baño, después
cenamos y hablamos de los viejos tiempos.
El
buen gigante se va a bañar. Lo necesita de veras. Siempre por ahí realizando
heroicos trabajos, matando monstruos, limpiando establos, haciendo todo tipo de
faenas pesadas y difíciles, ya es mucho si ve una bañera una vez al año.
Mientras se rasca la espalda con el cepillo, empieza a cantar su canción
preferida, la que dice:
Hércules
por
Hércules
eres
fuerte como un Hércules
eres…
—Señor
—le susurra un camarero—, no debería cantar, cuando nuestra buena ama está
muerta.
—¿Qué?
¿Quién ha muerto?
En
resumen, Hércules se entera de todo y se asombra bastante de que Admero no le
haya dicho cuál es la situación. ¡Pobre Alcestes! ¡Y pobre Admero! Casi le dan
ganas de llorar, se lo piensa…
—¡Cómo,
llorar! —dice después, saltando fuera de la bañera—. Éste es el momento de
hacer algo. ¡Eh, tú!… ¡Camarero! Búscame mi maza. Debo de haberla dejado abajo,
en el paragüero.
Hércules
aferra la maza, corre al cementerio y se esconde detrás de la tumba destinada a
Alcestes. Cuando ve venir a la Muerte, se lanza sobre ella sin temor y empieza
a apalearla con la maza. La muerte se defiende a guadañazos, pero, como es
inteligente, tarda poco en comprender que Hércules es más fuerte que ella y se
bate en retirada para no acabar tendida en la lona.
El
gigante lanza una hermosa carcajada y regresa a palacio, cantando. Por el
camino la gente lo mira mal, porque canta mientras el país está de luto. Pero él
sabe lo que hace.
—¡Admero!
¡Admero! ¡Lo logré!
—¿Qué
pasa, Hércules?
—He
puesto en fuga a la Descarnada. ¡Alcestes vivirá!
Admero
se pone blanco, tan blanco que más, imposible. Todo su miedo vuelve a echársele
encima, en alud. Oye pasos. Se vuelve… Es Alcestes viva, que viene a su
encuentro casi con aire de pedirle disculpas…
—Pero
¿no estáis contentos? —pregunta Hércules perplejo—. Vamos, divirtámonos un
poco.
Nada,
parece que el funeral empieza ahora. Admero se deja caer en una butaca y
tiembla que da pena verlo. Alcestes tiene los ojos bajos.
—Pero,
vamos a ver —dice Hércules, secándose el sudor—, creía daros un gusto y parece
que os he ofendido. Hoy en día, con los amigos, uno no sabe cómo comportarse.
Bueno, oíd, me despido y estoy… Escribidme de vez en cuando.
Hércules
se marcha enfurruñado, agitando la maza. Admero aguza el oído. Le parece oír un
ruido remoto, remoto… Allá arriba, en su balcón, las tres viejecitas hilan…
hilan… quién sabe para quién…
La
guerra de los poetas
(con muchas rimas en «o»)
El
poeta Sorellini, que de primer nombre se llama Alberto y de segundo Alberto, es
el jefe de una banda de poetas que escriben letras para canciones y de músicos
que escriben canciones para las letras. También se le conoce como el Poeta Llorón,
en parte porque lleva el pelo cortado a lo sauce, en parte porque compone
siempre con lágrimas en los ojos, y en parte también porque sus versos están
perennemente empapados de la más húmeda melancolía.
Alberto
Alberto es famoso en toda Italia y en el Cantón de Tesino como inventor de la
rima «corazón-amor». Pero sobre todo en este punto es preciso ser sinceros: esa
rima en realidad se la ha robado al poeta Osvaldo (que se llama Osvaldo a
secas), ex jefe de una banda rival, que ahora ya no lo es porque Alberto
Alberto lo tiene prisionero desde hace diez años en una vieja torre a orillas
del mar, para impedirle que revele su secreto.
El
secretario particular de Alberto Alberto, llamado Óscar, está justamente
regresando de la vieja torre, donde va todos los días a arrojar al prisionero
una bolsita de colines, su único alimento (Osvaldo no come pan, para guardar la
línea).
—¿Cómo
lo has encontrado? —pregunta Alberto Alberto, enjugándose los ojos con un pañuelo
y pidiéndole a Óscar uno de recambio.
—De
excelente humor —refiere Óscar—. Dice que está a punto de encontrar otra rima
con «corazón». Como mucho, dice, necesitará aún dieciocho meses, pero la siente
ya en la punta de la lengua.
—¡Es
un verdadero demonio! —exclama Alberto Alberto, bañando en lágrimas también el
segundo pañuelo, que al punto Óscar guarda cuidadosamente. En efecto, el celoso
secretario es el principal encargado de los pañuelos del Poeta Llorón. Los
borda en persona, con el monograma de su jefe. Lleva siempre encima una caja de
doce docenas.
Pero
también Óscar tiene su pequeño secreto: exprime los pañuelos empapados, recoge
las lágrimas en un tarro, después las trasvasa a elegantes frasquitos que vende
a escondidas, pero a buen precio, a los admiradores y admiradoras del Poeta.
Quien compra diez frasquitos tiene derecho a un suplemento de lágrimas en artística
presentación en spray o, a elegir, a un abrebotellas. La compra puede
efectuarse por correo y a plazos. Se hacen también expediciones a América
Latina.
—Escribe
—ordena Alberto Alberto, que durante la ausencia de Óscar ha compuesto una
nueva poesía, toda de memoria. Él dicta y Óscar escribe:
¿Recuerdas
esa vez
corazón
que
me robaste el calzador
amor
y
después huiste
al
país de los kurdos
con
un electricista zurdo?
lalalá
Desde
ese día lloro
lalalá
mas
sigues sin volver
lalalá
lalalá ¿por qué
no
me mandas al menos el calzador
por
correo?
Lalalá
lalalá…
Óscar
está impresionadísimo:
—¡Qué
versos, Maestro! ¿Sabe que con una canción así puede usted ganar incluso el
Festival de Busto Arsizio?
—Que
entren todos —dice Alberto Alberto, sollozando—. Daré lectura personalmente a
mi composición antes de elegir al músico.
—Adelante
la banda —grita Óscar, abriendo de par en par la puerta.
Entran,
en fila de dos, treinta poetas y veinticuatro músicos (los músicos son menos
numerosos que los poetas pero son más gordos; las cuentas salen). Se alinean en
posición de firmes y entonan el himno de la banda, compuesto por el propio
Alberto Alberto:
Corazón
amor
lalalá
lalalá
corazón
amor
lalalá
lalalá
qué
tristeza me da
amor…
Está
a punto de iniciar la segunda estrofa (la más famosa, la que comienza por «amor»
en vez de por «corazón») cuando entra corriendo y jadeando un mensajero con
cara de alguien que quisiera hallarse en Bogotá, o por lo menos de vacaciones
en Capri, y se arroja a los pies de Alberto Alberto, exclamando con voz rota
por el terror:
—Maestro,
¡piedad! ¿Qué va a ser de mí?
—No
lo sé —responde el Poeta Llorón—, no tengo la menor idea. ¿Qué ha sucedido?
—El
prisionero…
—¿El
prisionero?
—¡Ha
huido!
—¿También
al país de los kurdos?
—Lo
ignoro, Maestro. El guardián de la vieja torre refiere sólo que Osvaldo, sirviéndose
de los colines, excavó una galería secreta bajo su celda y salió a campo
abierto, en dirección nordeste.
—¡Ya
avisé que no le dieran colines duros!
—Se
los dábamos fresquísimos, jefe —explica Óscar— y en parte ya masticados. Se ve
que los conservaba para endurecerlos.
—Es
un golpe muy duro —anuncia Alberto Alberto, tirando un pañuelo empapado—.
Veamos si el diario hablado habla de esta histórica evasión.
Óscar
enciende la radio en el mismo momento en que el locutor dice, con la voz de los
domingos:
—Amigos
míos, ¡una gran noticia! Después de diez años de retiro y meditación en un
lugar misterioso, conocido sólo por él y por unos cuantos íntimos, ha vuelto
entre nosotros el célebre poeta Osvaldo. Escucharéis de su propia voz la letra
de la canción compuesta por él en esta fecunda década de soledad.
Osvaldo
(tose un poco, se aclara la garganta) comienza:
Amor
corazón
recuerdo
hoy
la
triste noche en que me dejaste
para
huir a Molfetta
con
el contable Vicenzo Baltoletta
de
veintiocho años y tres meses
lalalá
lalalá
—¡Apagad!
—chilla Alberto Alberto—. Ese demonio me ha engañado en toda la línea: «Corazón-amor-hoy»… Ya había encontrado
la nueva rima y me hacía creer que le faltaban aún dieciocho meses de trabajo.
Vosotros, ¡des-can-so!
Los
poetas y los músicos, que durante todo este tiempo habían estado firmes, se
relajan.
Alberto
Alberto reflexiona:
—Hay
un hondo misterio en todo esto. Acaso…
Pero
un repentino estallido de voces roba para siempre a la posteridad la continuación
de esa declaración de la más alta importancia. Del jardín circundante asciende
un coro amenazador:
Lalalá
lalalá
Por
qué, por qué
has
huido de mí
sin
lavar
el
molinillo de café
corazón
amor lalalá…
La
banda de Osvaldo rodea el chalet del Poeta Llorón cantando su himno de guerra.
Alberto Alberto no tiene un instante de vacilación:
—¡A
los puestos de combate!
Poetas
y músicos se apostan junto a puertas y ventanas. Óscar bate palmas y los
camareros traen inmediatamente numerosos peroles de polenta humeante, que
siempre se tiene preparada para emergencias de este género. La polenta está
hecha con harina fina que, al ser impermeable al aire, se mantiene durante más
tiempo en ebullición. Cuando la banda de Osvaldo, guiada por su diabólico jefe
de regreso de la prisión, se lanza al ataque, los defensores le echan encima la
polenta, cantando heroicamente el himno compuesto por Alberto Alberto para esta
eventualidad, que dice:
Corazón
amor
cómo
quema
recocida
polenta
aún
sin mermelada
lalalá
lalalá…
El
asalto es rechazado. Osvaldo y su banda se preparan para un largo asedio. Hay
que saber que el chalet se alza en la periferia de la ciudad, en las colinas
del oeste. El Poeta Llorón en persona ha elegido ese sitio, desde donde se
admiran maravillosos y conmovedores ocasos. Ahora Osvaldo, animado por un odio
implacable y por el deseo de venganza, alza en el jardín una inmensa pantalla
de plástico blanco, que impide totalmente a Alberto Alberto la vista de los
ocasos en cuestión. Para inspirarse se ve obligado a mandar a Óscar que le
proyecte pequeños ocasos en la pared del salón: pero realmente no es lo mismo…
La producción de lágrimas disminuye sensiblemente… Es difícil cantar amores
infelices, traiciones y abandonos, noviazgos interrumpidos, fugas de amantes
infieles a Romaña o a Potenza, delante de esos ocasitos caseros de tres metros
por dos.
El
hambre no le preocupa a Alberto Alberto: guarda en el sótano una inagotable
reserva de harina de maíz y de salchichas… Pero los versos… los versos le salen
cada vez menos desesperados… cada vez menos melancólicos… cada vez más secos…
Un día llega a dictar al fiel Óscar una poesía que empieza así:
Corazón
estertor
maldito
tractor…
Óscar
tiene un escalofrío de espanto. Poetas y músicos, que se habían congregado para
escuchar, saltan hacia atrás como si hubieran pisado por equivocación una
cobra.
—Maestro
—bisbisea Óscar—, ¿no se le ha olvidado nada? ¿No le parece que falta una
palabra… una palabrita… que empieza por «a» y acaba por «or»?
—¿Cómo?
—balbucea Alberto—. ¿Qué palabrita?… ¿Asegurador? ¿Acumulador? ¿Alfabetizador?…
Bueno, dímela tú, sin darle tantas vueltas.
—Ventilador
—sugiere Óscar. E inmediatamente se da cuenta de que quería decir otra cosa.
Dirige una mirada suplicante a los otros poetas y músicos. Todos prueban a
sugerir:
—Colifor…
—Cardador…
—Servomotor…
Nada.
No lo consiguen. La palabra «amor» se substrae a todo intento de pronunciación.
La banda está a punto de caer en el más sombrío desconsuelo, pero no tiene
tiempo, porque desde el jardín la voz de Osvaldo grita, por medio de un
altavoz:
—¡Protesto!
¡Estáis usando armas desleales y prohibidas por la convención de San Remo! Estáis
recurriendo al hipnotismo. Yo y mis hombres no logramos pronunciar esa palabra
de cuatro letras que empieza por «a» y acaba por «or», pero que no es ni «ascensor»
ni «aromatizador». Si no lo dejáis, haré bombardear el chalet con cuarenta y
ocho pianos de cola.
—Osvaldo
—responde Alberto Alberto—, has de saber que a nosotros nos ocurre lo mismo. Te
lo juro con la mano en el «soldador».
—¿Qué?
¿Acaso quieres decir en tu «trillador»?
—No,
no, quiero decir exactamente en mi «subinspector».
En
este momento está claro que ni Alberto Alberto ni Osvaldo consiguen ya
pronunciar la palabra «corazón». Y van ya dos, con «amor». ¡Han perdido la rima
que hizo, pese a tantas luchas intestinas, su fortuna!
La
guerra queda interrumpida inmediatamente. Poetas y músicos son enviados a los
cuatro puntos cardinales en busca de las dos palabras perdidas.
—¡Traedlas
aquí, vivas o muertas!
Se
registran las matas, se exploran las cavernas, se rastrea el Parque Nacional de
los Abruzzos, se escalan los Alpes Cotienos; pero no se encuentra a «corazón» y
«amor». El caso es que los hombres ya ni siquiera logran llamarlos por su
nombre. Cada vez que lo intentan, sólo consiguen gritar: «¡Retardador!», «¡Ultracondensador!»,
«¡Televisor!», «¡Bono al Portador!»…
Las
investigaciones duran seis meses y ciento veinte días. Después cesan por falta
de fondos. Alberto Alberto y Osvaldo, en efecto, tras haber derrochado todas
sus riquezas en la búsqueda, reducidos a la miseria se dedican a pedir limosna.
Las
bandas se entregan al pillaje. Óscar va tirando, vendiendo en los mercados las
lágrimas del Poeta Llorón (posee aún siete hectolitros), pero para despachar el
precioso líquido se ve forzado a sostener, mintiendo descaradamente, que se trata
de una loción para hacer crecer los dientes.
Los
expertos sostienen que las palabras «corazón» y «amor» no han huido, no han
sido raptadas por forasteros, no se han perdido en el monte, sino que
simplemente se han gastado por el excesivo uso, como las pastillas de jabón
cuando se reducen a minúsculas escamas que desaparecen sin duelo por el desagüe
de la bañera, entre un funesto gorgoteo de agua sucia.
El
doctor está fuera
Cuando
el Ternana pierde, en casa o fuera, el doctor Foresti va a la oficina de pésimo
humor, llama a su fiel secretaria y le ordena:
—No
estoy para nadie.
La
verdad es que está fuera de sí de rabia. Tan fuera de sí que en su despacho,
sobre la butaca ante el escritorio, quedan sólo sus ropas, bajo el escritorio
los zapatos con los calcetines dentro; y el doctor Foresti propiamente dicho se
encuentra fuera de la ciudad, en un sitio solitario, y vaga desnudo por los
campos, echando fuera su desesperación.
La
fiel secretaria lo sabe, pero no se lo dice a nadie. Lo ama con locura y antes
de traicionar su secreto se dejaría hacer pedazos. A quien busca al doctor
Foresti, por teléfono o con otros métodos, le responde la pura verdad:
—Está
fuera.
Tras
una horita o dos el doctor Foresti regresa a la habitación y a sus pantalones,
llama uno tras otro a los empleados que dependen de él y les regaña sin piedad,
terminando siempre la reprimenda con un terrible:
—¡Fuera
de aquí!
De
piso en piso se difunde la voz de que el doctor Foresti está fuera de quicio y
todos bajan la cabeza pensativos sobre los expedientes no tramitados.
Hay
que añadir que, con independencia de las gestas del Ternana, el doctor Foresti
logra con frecuencia, por los motivos más fútiles, enfadarse fuera de lógica. Y
entonces helo aquí fuera de sí, fuera de la ciudad, fuera del camino, cada vez
más fuera…
Cada
mañana llega a un sitio fuera del alcance, fuera de este mundo, donde se
encuentran todas las personas a las que la rabia saca de sí.
—Tápese
—dice una voz forastera—, no dé un espectáculo.
El
doctor Foresti nota con sorpresa que los demás están más o menos vestidos y
acepta en préstamo una bata de flores.
—Se
ve que usted es nuevo —dice un señor con uniforme de general retirado—. Aquí
estamos bien organizados, ¿entiende? Hemos montado una especie de guardarropa,
y así cuando llegamos aquí no tenemos que dar diente con diente de frío.
—Comprendo
—dice el doctor Foresti—. Pero ¿qué demonio de…? Quiero decir, ¿qué sitio es éste?
—Es
el País de Fuera, ¿no? Eche un vistazo por ahí.
El
doctor Foresti, con los ojos fuera de las órbitas de asombro, descubre que el
lugar está pobladísimo. Aparte de las personas fuera de sí por motivos
personales, hay numerosos campeones fuera de combate, flores fuera de
temporada, monedas fuera de uso, ejemplares fuera de comercio, discursos fuera
de lugar, cartas fuera de tono, muebles fuera de serie, artistas fuera de
concurso, uniformes fuera de ordenanza, profesores fuera de su papel, liebres
fuera de tiro, coches fuera de la carretera, enfermos fuera de peligro, músicas
fuera de programa y estudiantes mandados fuera de clase porque escribían
notitas a sus compañeras. Hay también algún fuera de la ley que de vez en
cuando anima el ambiente, gritando:
—¡Fuera
esa cartera!
Los
otros no se descomponen. Suelen jugar en su mayoría a la brisca o al cuatrillo.
El doctor Foresti es invitado amablemente a ser el cuarto en una partida de
escoba, pero declina dando las gracias porque no puede estar fuera tanto
tiempo.
—Vuelva
pronto, pues.
—No
dejaré de hacerlo.
Regresa
a su chaqueta, llama a la fiel secretaria y le pregunta si alguien ha
preguntado por él.
—Sí,
alguien llegado de fuera.
—Mándelo
fuera de mi vista. Dígale que fuera de horario no recibo.
La
verdad es que quiere quedarse solo para reflexionar sobre esa gente del País de
Fuera.
—Gente
simpática. Mañana haré otra escapadita.
A
la mañana siguiente está tan contento con la perspectiva de un nuevo viajecito
fuera de sí, que no consigue enfadarse. Prueba con la fiel secretaria, prueba
con el conserje, cuya vista suele bastar para ponerlo fuera de sus casillas…
Nada que hacer.
—Estoy
fuera de tono —gruñe—. Después, por fortuna, empieza a enfurecerse consigo
mismo porque ya no es capaz de enfadarse, y en pocos minutos llega al punto
justo… Ya está hecho.
—Salud,
doctor Foresti —dice una voz—. ¿Volvió de verdad, eh? Muchos lo prometen, pero
después se olvidan.
Son
los mismos amigos de ayer, preparados para un mus científico. Además hay algún
jugador fuera de juego y un ciclista que llegó a la meta fuera del tiempo máximo.
Se está muy bien, allá fuera. Se charla de unas cosas y otras, pero también de
las quinielas. Hay allí un zapatero de Torpignattara que ganó setecientos
noventa y nueve millones con una de trece.
—¿Cómo?
—pregunta el doctor Foresti—. ¿¿Cuánto??
—Setecientos
noventa y nueve millones y pico.
—Perdone
la indiscreción, pero ¿qué está haciendo aquí?
—Ésa
es la cosa, querido doctor. Cuando estuve seguro de haber ganado, no cabía en
mi pellejo de contento. Y me encontré aquí.
—Pero
¿por qué no regresa allá abajo?
—Se
lo acabo de decir: la piel se me quedó demasiado estrecha, no logro ponérmela.
Unas veces me queda fuera un pie, otra las dos orejas… ¿Qué me aconseja usted?
—Podría
cobrar el premio por poderes.
—Ya,
y así los millones los disfruta mi cuñado…
—Sin
embargo —dice el doctor Foresti, reflexionando—, habría un sistema. Usted,
supongamos, hace que cobre el premio una persona de su confianza. Esta persona
se lo trae aquí; pero, antes de entregarle el dinero, mete, supongamos, una
moneda falsa de cien liras. Usted cuenta el dinero, descubre la moneda falsa,
se enfada tanto que se le pasa el contento, adelgaza hasta el punto justo, y su
piel se le ajusta como antes.
—¡Es
usted un fuera de serie! —exclama el zapatero de Torpignattara en el colmo del
entusiasmo—: ¡Sólo me fío de usted! Ahí tiene la quiniela, cobre los
setecientos noventa y nueve millones y quédese con el pico.
—¿Cuánto
es el pico?
—Sesenta
liras.
—Estupendo
—dice el doctor Foresti—. Yo pongo otras veinte y me tomo un magnífico café.
El
zapatero de Torpignattara entrega la quiniela al doctor Foresti. Todos
aplauden. El doctor Foresti se pavonea un poco, con la barbilla hacia fuera,
después regresa a su despacho, llama a la fiel secretaria y le anuncia:
—Señorita,
salgo fuera al aire libre, pero usted dígales a todos que estoy en el retrete.
—¿Puedo
decir que está en el cuarto de baño? —pregunta la fiel secretaria, bajando los
ojos.
—Es
usted la secretaria perfecta —aprueba el doctor Foresti.
Corre
al banco, se hace anunciar al director y en gran secreto le pregunta:
—¿Se
acuerda del desconocido ganador de los setecientos noventa y nueve millones en
las quinielas?
—¿Y
qué? —pregunta a su vez el director, con el corazón en un puño—. ¡Fuera el
nombre!
—Carmelo
Foresti: soy yo.
—¡Fuera
las pruebas!
El
doctor Foresti enseña la quiniela. El director se pone firme, con la barriga
hacia dentro y el pecho hacia fuera, abraza al ganador y le declara:
—Usted
es el más hermoso día de mi vida. Botones, rápido: traedme setecientos noventa
y nueve millones y pico. ¿Se los envuelvo, doctor?
—Tengo
aquí una bolsa de plástico de la sastrería Eurilla, irá perfectamente. Hasta la
vista y gracias.
—Gracias
a usted.
Ante
todo, el doctor Foresti va de incógnito a comprar un coche fuera de serie y un
fueraborda; después, sin dejarse extraviar por la repentina fortuna, va a su
casa, esconde el dinero en la nevera y regresa a su oficina. De su
comportamiento se deduce que ha decidido dejar al zapatero de Torpignattara
fuera del usufructo de los millones. Pero para tener éxito en su intento
necesitará mucha paciencia, evitar los enfados, no correr el riesgo de volver a
caer —¡nunca jamás!— en el País de Fuera, donde para él todo sería llanto y
crujir de dientes.
En
otras palabras, el doctor Foresti se ve obligado a convertirse a ojos vistas en
el jefe más tolerante que nunca existió: cariñoso con los subordinados,
alentador con la fiel secretaria, democrático con los botones, dulce con los
conserjes y los motoristas, diplomático con los visitantes. Un cambio de tomo y
lomo.
Los
empleados se pasan la noticia: «Jefe nuevo, vida nueva».
Empieza
el señor Carlini a entrar sin llamar. Y él, que en otros tiempos lo habría
hecho volar fuera por la ventana, no pestañea. El señor Carloni, cuando el
doctor Foresti lo manda llamar, le pasa el recado de que no tiene tiempo porque
debe acabar de hacer los crucigramas; y él se queda tranquilo y plácido como el
río Piave. El señor Carlucci espera a que el doctor Foresti salga al pasillo y
le frota una cerilla en la espalda para encenderse el cigarrillo. Foresti sonríe
con singular indulgencia. El señor Carlozzi le casca dos nueces en la cabeza,
pues está momentáneamente desprovisto de cascanueces, y Foresti se echa incluso
a reír, diciendo: «Pero ¡qué bromista es usted, señor Carlozzi!».
De
todos los pisos del inmenso edificio llegan empleados, de plantilla o
interinos, para hacer experimentos con el doctor Foresti. Colocan hornillos de
alcohol en su escritorio para hacerse huevos al plato, le apagan las colillas
en el tarro de la cola, le piden prestados los tirantes para hacerse un
tirachinas…
—Qué
buena pasta tiene ese hombre —dicen todos—, una paciencia fuera de lo común.
La
curiosidad se propaga. Empleados que trabajan en otros barrios de la ciudad
piden medio día de permiso para ir a ver al doctor Foresti y llevan al perro a
hacer pis junto a su butaca. De lejanas provincias, con todos los medios de
transporte, llegan peregrinaciones de empleados para escribir palabrotas con
carboncillo en las paredes de su despacho. Y él se mantiene en calma como el
mar cuando está en calma. Pero por la tarde, al salir de la oficina, va a un
gimnasio a recibir clases de pugilato, para aprender a encajar sin enfadarse.
Dentro de un par de años, cuando el sastre acabe de hacerle el traje nuevo,
huirá a las Azores y nadie volverá a saber de él…
Pero
un mal día a doña Teodora Mentuccia, que no tiene nada que ver con esta
historia, que ni siquiera se sabe si es casada o soltera (¡lo cual es el
colmo!), se le pasa por la cabeza que olvidó regar los geranios del balcón y se
apresura a remediar esa imperdonable laguna en el mismo momento en que bajo el
mentado balcón, está pasando el doctor Foresti. El agua fría, precipitándose
desde el balcón tras haber bañado las flores, riega también la cabeza del
doctor Foresti, le inunda la nuca y le penetra por la espalda. El doctor
Foresti, que no estaba preparado para este cruel golpe del destino, exclama:
—¡Me
cago en diez!
Incapaz
de entender y de querer, se enfada tanto que en unos segundos está fuera de sí…
Está fuera del mundo…
—¡Ah,
aquí está nuestro doctor! ¡Fuera el dinero, sinvergüenza!
El
zapatero de Torpignattara deja a medias la partida y agarra de los pelos al
doctor Foresti, mientras toda la gente del País de Fuera suspende sus
actividades para tomar nota de aquel espectáculo fuera de lo usual.
«Di
con todo el equipo», piensa el doctor Foresti. E inmediatamente decide fingir
indiferencia y quid pro quo.
—¿Qué
tiene contra mí? —le pregunta al zapatero de Torpignattara—. Mire que está
fuera de razón. Usted me confunde con mi primo, el doctor Semblante. Les ocurre
a muchos, porque nos parecemos como dos billetes de diez mil. Sólo que él es un
verdadero sinvergüenza, siempre dentro y fuera de las patrias cárceles.
—Hace
tres meses que te espero —insiste el zapatero de Torpignattara—, y no te suelto
hasta que escupas fuera esos cuartos.
Se
origina un combate de boxeo. El doctor Foresti tiene un nuevo motivo para
alegrarse de haber dado clases de esta interesante materia. Con un directo a la
mandíbula, seguido por un golpe al hígado y una patada a las canillas, pone rápidamente
fuera de combate al pobre zapaterillo.
Pero
los presentes no soportan su deslealtad y lo expulsan fuera del País de Fuera…
El doctor Foresti se encuentra de nuevo bajo el balcón de la señora Mentuccia,
secándose el cuello y la nuca. Sorpresa: a dos pasos de él está el zapatero de
Torpignattara: la derrota por k.o. lo ha entristecido tanto que ha podido
volver a entrar en su propia piel y ahora reclama su hacienda, amenazando al
doctor Foresti con denunciarlo como perseguidor de zapateros. Y añade, para
colmo:
—¡Mira
que tengo siete hermanos, los siete campeones de ligeros-pesados del Lazio!
El
argumento convence al doctor Foresti de rendirse. El zapatero entra finalmente
en posesión del dinero, del fuera de serie y el fueraborda. Pero es, en el
fondo, un corazón de oro. Al doctor Foresti le deja generosamente el pico, es
decir sesenta liras, y no le niega una palabra de aliento:
—Ten,
doctor; prueba a rehacer tu vida con esto. Pero quédate siempre fuera de mi
camino…
Tratado
de la Befana
La Befana se divide en tres partes; la
escoba, el saco, los zapatos rotos en los pies. Algunos la dividen de otras
maneras y son muy dueños de hacerlo, pero yo creo estar en lo cierto. Ahora
pasaré a describir una a una las tres partes, sin confundirme.
PRIMERA
PARTE. La escoba
Después
del 6 de enero, la Befana de la Plaza Navona se sirve de la escoba para visitar
otros mundos. Vuela sobre la Luna, sobre Marte, sobre Antares. Da una vuelta
por las nebulosas y los universos. Después regresa al país de las Befanas donde,
ante todo, regaña a su hermana porque no ha fregado el suelo, no ha
desempolvado los muebles y no ha ido a la peluquería. La hermana de la Befana
es Befana también, pero no le gusta viajar. Está siempre en casa comisqueando
chocolatinas y chupando caramelos de anís. Es más perezosa que veinticuatro
vacas.
Las
dos hermanas tienen una tienda de escobas. Abastecen a todas las Befanas de la
zona: la Befana de Omegna, la Befana de Reggio Emilia, la de Rivisondoli, etcétera.
Las Befanas son miles, gastan un montón de escobas, el negocio marcha viento en
popa. Cuando las ventas disminuyen, la Befana le dice a su hermana:
—Las
ventas disminuyen. Es preciso hacer algo. Ya se te habrá ocurrido alguna idea,
a fuerza de comer chocolatinas.
—Podríamos
hacer una liquidación. El año pasado, con la liquidación, vendimos como nuevas
incluso las escobas arregladas.
—Encuentra
algo mejor, si no te reduzco la ración de caramelos.
La
hermana de la Befana se exprime las meninges.
—Se
podría —dice— lanzar una nueva moda. Por ejemplo, la moda de la miniescoba.
—¿Qué
entiendes por miniescoba?
—Una
escoba cortísima.
—¿No
será un poco escandalosa?
—Bah,
protestará alguna vieja beata, pero ya verás cómo las Befanas jóvenes se
vuelven locas con ella.
La
moda de la miniescoba hace furor. Al principio, las Befanas más ancianas echan
chiribitas, mandan peticiones a los periódicos de derechas, organizan
manifestaciones de protesta. Después empiezan también ellas a hacer pruebas a
escondidas, en casa, con las cortinas bien corridas. Un buen día salen también
en miniescoba. Las más avaras se han limitado a cortar un trozo del mango de la
escoba vieja. Pero la cosa llama la atención, y no hacen buen papel, porque las
proporciones están mal calculadas.
Un
poco después las ventas vuelven a bajar.
—Vamos
—le dice la Befana a su hermana—. A ver si se te ocurre otra idea, si no, no te
doy dinero para ir al cine.
—Pero
¡me da dolor de cabeza de estar pensando continuamente!
—Quien
no piensa no va al cine.
—¡Uf!
¿Pues por qué no lanzas la moda de la maxiescoba?
—¿Y
qué es eso?
—Una
escoba larguísima. Dos veces más de lo necesario…
—Hummm…
¿No será una exageración?
—Claro
que será una exageración. Y precisamente por eso tendrá éxito.
El
día que la primera Befana —una Befanita joven, joven, muy graciosa— aparece por
ahí con la maxiescoba, todas las demás se vuelven locas de envidia. Se cuentan
veintisiete desmayos, treinta y ocho crisis de nervios y cuarenta y nueve mil
sollozos. Antes de la noche, delante de la tienda de las maxiescobas hay una
fila tan larga como de aquí a Busto Arsicio.
Al
año siguiente la hermana de la Befana, a cambio de una caja de marrons glacés,
inventa la escoba-midi. La Befana se hace rica y pone una tienda de
aspiradoras.
Y
con eso empiezan los problemas. Porque las Befanas, al viajar en aspiradora en
vez de en escoba, aspiran nubes, cometas, pajaritos y pajarracos,
paracaidistas, barriletes, meteoritos, satélites naturales y artificiales,
planetoides, murciélagos, profesores de latín. Una vez una Befana distraída
captura un aeroplano con todos sus pasajeros y se ve obligada a repartirlos a
domicilio, uno a uno, por las chimeneas.
La
aspiradora va bien en casa, para la limpieza. Para los viajes, es más práctica
la vieja escoba.
SEGUNDA
PARTE. El saco
Una
vez la Befana no se da cuenta de que en el saco de los regalos hay un agujero.
Mientras hace su recorrido, los regalos caen sin orden ni concierto. Un
trenecito eléctrico acaba sobre la cúpula de San Pedro y empieza a girar a
tontas y a locas a su alrededor. Un monseñor del Vaticano, al mirar por la
ventana, ve esa cosa que juega al tiovivo sobre la gran cúpula y le entran
sudores fríos.
—Es
el diablo —grita—, es el fin del mundo.
Otro
monseñor mira el horario de ferrocarriles y menea la cabeza:
—Debe
de ser el express de Viterbo que se ha equivocado de vía.
Una
muñeca cae cerca de la guarida de los lobos, que enseguida se hacen ilusiones:
—¡Ah!
—dicen—, debe de ser como aquella vez de Rómulo y Remo. La gloria al alcance de
la plata. Criemos esta criatura; cuando sea mayor fundará una ciudad y a
nosotros nos harán muchas esculturas de bronce que el alcalde regalará a los
visitantes ilustres, para quitárselos de en medio.
Crían
amorosamente a la muñeca durante años y años. Pero no crece. Al contrario, se
estropea. Pierde los zapatos, el pelo, los ojos. El lobo y la loba envejecen
sin gloria, pero comprenden que de todos modos son afortunados, con todos esos
cazadores rondando por ahí.
Un
abrigo de visón, regalo del comendador Mambretti a su amiga (que es también
amiga de su mujer, pero un poco menos), cae en Cerdeña, a dos pasos de un
pastor que guarda sus ovejas. El pastor, en vez de escapar espantado gritando: «¡Los
espíritus! ¡Los espíritus!», se pone el abrigo y está tan calentito. La Befana
lo ve por el espejo retrovisor, vuelve sobre sus pasos, baja en picado sobre el
redil, pero a media altura se lo piensa: «Seamos justos —dice—, ¿quién necesita
más un buen abrigo de pieles? ¿El pastorcillo o esa bendita chica, que ya tiene
dos y tiene también un coche con aire acondicionado?».
Otra
vez las Befanas, con la confusión de la partida —recuerdos, recomendaciones,
accesos de tos, lagrimitas— confunden los sacos. La Befana de Domodossola toma
el saco de Massalombarda, la Befana de Sarajevo el de Friburgo de Brisgovia.
Terminada la distribución, se dan cuenta de que se han equivocado en todo. Se
produce un buen barullo: «La culpa es tuya, la culpa es suya, yo ya lo había
dicho, se lo habrías dicho a tu abuela, etcétera».
—No
perdamos tiempo llorando por la leche derramada —dice la Befana de Roma.
—Yo
no lloro —replica una Befanilla rubia con ojos negros—, sólo faltaría que me
estropease el maquillaje…
—Quería
decir que no hay más que un remedio: volar sobre nuestros pasos, recoger los
regalos y entregarlos de nuevo, sin confusiones, en la dirección correcta.
—Ni
se me ocurre —dice la Befanilla tan mona—, tengo una cita con mi novio para ir
a comer una pizza, y me importan un pimiento las direcciones correctas y las
equivocadas.
Y
se van sin volverse. Pero las otras, suspira que te suspirarás, se ponen en
camino. Por desgracia ya es tarde. En todas partes los niños se han levantado
ya para ver los regalos de la Befana.
—¡Dios
mío, que desastre!
Nada,
nada de desastres. Los niños están contentísimos así, no hay ni uno que se
queje del juguete que le ha tocado. Los niños de Viena han tenido los regalos
de los niños de Nápoles y se divierten lo mismo.
—Ya
entiendo —dice la Befana de Roma—, los niños de todo el mundo son iguales y les
gustan los mismos juguetes. Ésa es la explicación del misterio.
—Quita
allá —le dice un poco después su hermana, sirviéndose dos dedos de Oporto—,
eres la idealista de siempre. No comprendes que en todo el mundo, ya, los niños
están acostumbrados a los mismos juguetes porque quienes los fabrican son las
mismas grandes industrias. Los niños creen escoger… y escogen todos lo mismo…,
lo que los fabricantes ya han escogido para ellos.
No
se sabe bien, de las dos hermanas, cuál tiene razón.
TERCERA
PARTE. Los zapatos rotos en los pies
Todos
los niños saben que la Befana tiene zapatos rotos en los pies, porque así lo
dice la canción. Algunos niños se ríen de eso, porque con los zapatos rotos se
ve el dedo gordo del pie. Otros sufren y no duermen por la noche: «Pobre
Befana, tendrá frío en las extremidades inferiores» (dicen eso para decir los «los
pies», porque han estado en un colegio de monjas).
Son
mayoría los niños que se apiadan. Escriben a los periódicos, a la radio, a
Sabina Ciuffini. Proponen una colecta para comprar zapatos nuevos para la
Befana. Una banda de estafadores va por las casas, primero en Milán, después en
Turín y en Florencia (en Nápoles, quién sabe por qué, no lo intentan),
recogiendo fraudulentamente los donativos. Recogen doscientos diez millones y
escapan a gastarlos a Suiza, a Singapur y a Hong Kong.
Y
la Befana sigue con los zapatos rotos en los pies.
Muchos
niños, entonces, la noche del 5 de enero, junto al calcetín vacío destinado a
recibir los regalos, ponen una gran media negra con un letrero: «Para la Befana».
Dentro hay un bonito par de zapatos nuevos, de señora mayor, pero elegantes.
Casi todos negros, pero también marrones oscuros o beiges. De tacón, de medio
tacón, sin tacón. Con hebilla o con cordones.
La
Befana de Vigevano, no se sabe cómo, se entera de la cosa antes que las otras. ¿Qué
hace? Pone el despertador una hora antes y da la vuelta al mundo a velocidad
supersónica. Llena tres automotores de zapatos nuevos y regresa al país de las
Befanas más contenta que unas pascuas.
En
este punto la historia se divide en dos, porque los expertos en ciencia befanológica
no están de acuerdo sobre la continuación.
Hay
expertos buenos y expertos malos y sin corazón.
Los
expertos buenos sostienen que la Befana de Vigevano, al contemplar todos
aquellos lindos zapatos, de todas las medidas, piensa en la gente que anda
descalza y se conmueve. Entonces recoge su cargamento y vuelve a dar la vuelta
al mundo para regalar los zapatos a muchas mujeres pobres. Y le sobran, aún
para muchos hombres pobres: no importa que sean zapatos de mujer; mejor que
pincharse los pies, a ellos también les sirven…
Los
expertos sin corazón dicen en cambio que la Befana de Vigevano ha abierto una
zapatería en el País de las Befanas y se está haciendo de oro, vendiendo a sus
amigas los zapatos regalados por los niños. «Reclamo idénticas ganancias,
porque a ella esos zapatos no le han costado un céntimo. ¡Y encima les carga el
impuesto de lujo!».
«¡A
la fuerza se ha hecho un automóvil con ocho ruedas y un tranvía todo de oro!»
Yo
no soy un experto, no soy bueno, no soy malo: por eso mi opinión no cuenta.
Posdata. Cuando le enseñé a un experto
mi descripción de las tres partes de la Befana, observó con una carcajada:
—Bien
todo. Pero se ha olvidado usted de la cosa más importante.
—¿Qué
es?
—Se
ha olvidado de decir que la Befana lleva regalos sólo a los niños buenos. A los
malos no.
Lo
miré durante treinta segundos, y después le pregunté:
—¿Prefiere
que le arranque la oreja o que le coma la nariz?
—Disculpe,
¿qué dice?
—Le
pregunto que si quiere un paraguazo en la cabeza o un kilo de mermelada en el
cuello de la camisa.
—¿Cómo
se permite? ¡Mire que soy casi comendador!
—¿Cómo
se permite usted, más bien, sostener aún que existen niños malos? Póngase de
rodillas y pida perdón.
—¿Qué
va a hacer con ese martillo?
—Le
doy con él en el meñique si no jura al punto que todos los niños son buenos.
Sobre todo los que no reciben regalos porque son demasiado pobres. ¿Qué? ¿Jura
o no?
—Lo
juro, lo juro.
—Perfecto.
Mire, me voy y ni siquiera le escupo a la cara. Soy demasiado bueno, eso es lo
que soy.
Uno
para cada mes
Enero:
Los peces
—Ten
cuidado —le dice el pez grande al pez chico—, eso es un anzuelo. No lo muerdas.
—¿Por
qué? —pregunta el pez chico.
—Por
dos razones —responde el pez gordo—. La primera es que si lo muerdes, te
pescan, te rebozan en harina y te fríen en la sartén. Después te comen, con dos
hojitas de lechuga de guarnición.
—¡Arrea!
Muchas gracias. Me has salvado la vida. ¿Y la segunda razón?
—La
segunda razón —dice el pez grande— es que te quiero comer yo.
Febrero:
El número treinta y tres
Conozco
a un pequeño comerciante. No comercia con azúcar ni con café, no vende ni jabón
ni ciruelas. Vende sólo el número treinta y tres.
Es
una persona honradísima, vende género de primera y jamás roba en el peso. No es
de esos que dicen: «Ahí tiene su treinta y tres, señor» y en cambio a lo mejor
es sólo un treinta y uno o un veintinueve.
Los
treinta y tres son todos de marca garantizada, desiguales en un cien por cien,
tres decenas y tres unidades, con el acento en la penúltima sílaba.
Pero
no hace grandes negocios. No hay mucha demanda de treinta y tres. Sólo quienes
deben ir al médico entran en la tiendecilla y compran uno. Pero también hay
quienes compran un treinta y tres usado en Porta Portese.[8] Pero él
no se queja, de todos modos. Podéis mandar a su tienda a un niño, e incluso a
un gato, con la seguridad de que no los liará.
Es
un tendero honrado. En su pequeñez, es un pilar de la sociedad.
Marzo:
La tarjeta postal
Érase
una vez una tarjeta postal sin dirección. Sólo estaba escrito: «Recuerdos y
besos». Y debajo la firma: «Pinuccia». Nadie podía decir si esta Pinuccia era
señora o señorita, una vieja gruñona o una chavala con vaqueros. O a lo mejor
una espía.
A
mucha gente le hubiera gustado quedarse al menos uno de aquellos «recuerdos» y
de aquellos «besos», al menos el más pequeñito. Pero ¿cómo fiarse?
Abril:
El asedio
El
general Tuthía le dijo al gran Faraón:
—Majestad,
esa ciudad no la tomaremos ni locos con un asedio normal. Hace falta un truco.
—Y
tú, ¿lo tienes?
—Lo
tengo, sí.
El
general mandó disponer de noche mil grandes tinajas en torno a la ciudad
sitiada. Dentro de cada tinaja había un soldado armado de punta en blanco.
Después el ejército egipcio recogió armas y bagajes, desalojó el campo, se batió
en retirada. Los sitiados corren a las murallas, no ven a los egipcios, ven las
tinajas y gritan:
—¡Qué
bien! Es lo que necesitamos para la recolección de las aceitunas.
Se
necesitaron cien carros para llevar las tinajas a la ciudad. Por la noche, los
soldados egipcios rompieron las tinajas, saltaron fuera, abrieron las puertas,
prendieron fuego; el Faraón regresó con todas sus tropas. Moraleja: victoria
total. Gran fiesta, fuegos artificiales.
Sólo
el general Tuthía no se mostraba demasiado contento.
—¿Cómo?
—dijo el Faraón—, te he dado la más alta condecoración del Imperio, una pensión
de primera categoría, mil caballos, uno por cada tinaja, ¿qué más quieres?
—Nada,
Majestad. Pero pienso que dentro de tres mil años, en la guerra de Troya, un
general griego hará con un solo caballo lo que yo he hecho con mil tinajas. Por
desgracia nosotros no conocemos aún el caballo y así ese otro se llevará toda
la gloria.
—¡Guardias!
—gritó entonces el Faraón—, agarrad a este traidor y cortadle la cabeza. Él no
quería la ciudad, quería la gloria. Quería un poeta que hiciera su biografía.
Con pasar a la historia no le bastaba: ¡quería también pasar a la poesía! ¡Matadlo!
Mayo:
Dialoguito
—¿Qué
espera de mí la gente?
—Que
tú no esperes nada de ella.
Junio:
Las aves
Conozco
a un señor al que le gustan las aves. Todas: las de bosque, las de marisma, las
de campo. Los cuervos, las aguzanieves, los colibríes. Las ánades, las fochas,
los verderones, los faisanes. Las aves europeas, las aves africanas. Tiene una
biblioteca entera sobre aves: tres mil volúmenes, muchos de ellos encuadernados
en piel.
Adora
instruirse sobre los usos y costumbres de las aves. Aprende que las cigüeñas,
cuando bajan de norte a sur, recorren la línea España-Marruecos o la otra de
Turquía-Siria-Egipto, para esquivar el Mediterráneo: les da mucho miedo. No
siempre el camino más corto es el más seguro.
Hace
años, lustros, decenios que mi conocido estudia las aves. Así sabe con
exactitud cuándo pasan, se pone allí con su escopeta automática y ¡bang! ¡bang!,
no falla una.
Julio:
La cadena
La
cadena se avergonzaba de sí misma. «Vaya —pensaba—, todos me eluden y tienen
razón: la gente ama la libertad y odia las cadenas».
Pasó
por allí un hombre, agarró la cadena, subió a un árbol, ató los dos extremos a
una sólida rama e hizo un columpio.
Ahora
la cadena sirve para hacer volar por los aires a los hijos de ese hombre, y está
muy contenta.
Agosto:
En tren
En
el tren conozco a un señor. Conversamos agradablemente sobre esto y lo otro y
también de más cosas. En cierto momento él dice:
—¿Sabe?,
yo voy a Domodossola.
—¡Bravo!
—exclamo con admiración—. Ha hecho usted un magnífico complemento de dirección
o destino.
Adopta
de pronto una expresión severa, hasta un poco disgustada.
—Mire
—dice secamente—, ciertas cosas yo se las dejo hacer a los otros.
Y
en todo el resto del viaje no me dirige la palabra.
Septiembre:
Aida
Nuestro
pueblecito ha festejado ayer al señor Giovancarlo Trombetti, que en treinta años
de trabajo ha grabado por sí solo y sin ayudantes la ópera Aida del maestro Giuseppe Verdi.
Empezó
cuando era casi un niño, cantando ante el micrófono de su magnetofón el papel
de Aida, después el de Amneris, después el de Radamés. Uno tras otro, cantó y
grabó todos los papeles. Y también los coros. Como el coro de los sacerdotes tenía
que ser de treinta cantantes, lo tuvo que cantar treinta veces. Después estudió
todos los instrumentos, del violín al bombo, del fagot al clarinete, de la
trompeta al cuerno inglés, etcétera. Grabó las partes una a una, después las
fundió en una cinta común para obtener el efecto de la orquesta.
Todo
este trabajo lo ha hecho en un sótano alquilado con este fin, lejos de su
domicilio. A la familia le decía que iba a hacer horas extraordinarias. Y en
cambio iba a hacer Aida. Hizo los
ruidos de los elefantes, los de los caballos, los aplausos al final de las
arias más famosas. Para hacer el aplauso del final del primer acto, aplaudió él
solo, durante un minuto, tres mil veces, porque había decidido que al espectáculo
asistirían tres mil personas, de las cuales cuatrocientas dieciocho debían
gritar: «¡Bravo!», ciento veintiuna: «¡Estupendo!», treinta y seis: «¡Queremos
un bis!», y doce, en cambio: «¡Animales! ¡Esfumaos!».
Y
ayer, como he dicho, cuatro mil personas, agolpadas en el teatro municipal, han
asistido a la primera audición de la excepcional ópera. Al final casi todos
estaban de acuerdo en decir: «¡Extraordinario! ¡Parece mismamente un disco!».
Octubre:
Me vuelvo pequeño
Es
terrible volverse pequeño de este modo, entre las miradas divertidas de la
familia. Para ellos es una broma, la cosa los pone de buen humor. Cuando la
mesa es más alta que yo, se ponen cariñosos, tiernos, afectuosos. Mis
nietecitos corren a preparar la cesta del gato: evidentemente se proponen
hacerme allí la cama; me levantan del suelo con delicadeza, agarrándome del
cogote, me colocan sobre el viejo cojín desteñido, llaman a amigos y parientes
para disfrutar del espectáculo del abuelo en la cesta. Y cada vez me vuelvo más
pequeño. Me pueden encerrar, ya, en un cajón con las servilletas, limpias o
sucias. En el curso de unos meses ya no soy un padre, un abuelo, un estimado
profesional, sino un chismito que se pasea por la mesa cuando la televisión no
está encendida. Van por la lente de aumento para mirarme las uñas pequeñísimas.
Dentro de poco bastará una caja de cerillas para contenerme. Después alguien
encontrará la caja vacía y la tirará.
Noviembre:
Los periódicos
Conozco
a otro señor en el tren. Ha subido en Terontola con seis periódicos bajo el
brazo. Comienza a leer.
Lee
la primera página del primer periódico, la primera página del segundo periódico,
la primera página del tercer periódico, y así sucesivamente hasta el sexto.
Después
pasa a leer la segunda página del primer periódico, la segunda página del
segundo periódico, la segunda página del tercer periódico, y sigue así.
Después
inicia la tercera página del primer periódico, la tercera página del segundo,
con método y diligencia, tomando de vez en cuando unas notas en los puños de la
camisa.
De
repente me asalta un pensamiento espantoso:
«Si
todos los periódicos tienen el mismo número de páginas, bien, pero ¿qué sucederá
si un periódico tiene dieciséis páginas, otro veinticuatro, otro sólo ocho? Al
ver fracasar su método, ¿qué hará este pobre señor?».
Por
suerte me bajo en Orte y no me da tiempo a asistir a la tragedia.
Diciembre:
El diccionario
Una
página del diccionario sobre la cual medito a menudo es aquella donde cohabitan
silenciosamente, sin saludarse nunca ni felicitarse el año nuevo, la ortiga, la oruga, la ortografía y el
orzuelo.
La
cosa me intriga bastante. Mientras me imagino a la oruga dedicada a comerse la ortiga
para que el orzuelo crezca
libremente, nada turba mi paz. Pero después el orzuelo se pone a enseñarle ortografía
a la oruga, a la cual, siendo un
bichito, le importa un bledo. En este momento pasa, por la misma página, un
cura ortodoxo. ¿Por quién estará
rezando? ¿Por la oruga difunta, por
el orzuelo loco o por todos aquellos
que sufren por culpa de la ortografía?
Esta interrogación abre ante mis ojos un auténtico abismo, en el fondo del cual
—o sea en el fondo de la página— ambula solitaria la palabra ortógrafo. Parece que significa: «persona
que se ocupa o trata de ortografía». Pero su sonido es espantoso. Quizá sea una
palabra caníbal.
Nota
Estos
cuentos aparecieron semanalmente en la tercera página del diario Paese Sera a partir del mes de agosto de
1972.
Dos
de ellos —Miss Universo de ojos de color
verde-venus y Extraños azares de la
Torre de Pisa— son refundición de otros dos, publicados por primera vez en
el volumen Gip en el televisor y otras
historias en órbita, de la editorial Mursia, que ha accedido amablemente a
la nueva redacción y edición.
El
título del séptimo cuento, Me marcho con
los gatos, me fue ofrecido generosamente por el pintor Gian Paolo Berto.
GIANNI
RODARI
Nació
en Omega, Piamonte, en 1920. Estudió y ejerció el magisterio, pero a pesar de
su interés por la enseñanza la abandonó para seguir su vocación de escritor.
Durante
la Segunda Guerra Mundial se unió a la resistencia italiana y, después, tomó
parte muy activa en la divulgación de la nueva pedagogía desde las diversas
publicaciones y periódicos a los que le abrió las puertas su carrera de
periodista. Empezó a escribir para niños en 1950 y alternó la publicación de
sus libros con la dirección de publicaciones para adultos, jóvenes y niños, la
colaboración en prensa o la dirección de una colección de libros de educación.
En 1970 se le concedió por el conjunto de su obra el más alto galardón: el
premio internacional Hans Christian Andersen. Falleció en 1981.
Notas
[1]
Literalmente: «Huelemantequillas». (N.
Del T.) <<
[2]
Diario comunista de la tarde. (N. del T.)
<<
[3]
Es el protagonista de una de las historias de Corazón, de Edmundo de Amicis, que para ayudar a su pobre padre,
sobrecargado de trabajo, se pasa las noches copiando direcciones en sobres. Es
un prototipo del hijo abnegado. (N. del
T.) <<
[4]
Personajes del cuento Pinocho de
Carlo Collodi. El Hada es la protectora de Pinocho; y el Pescador Verde a punto
está de comérselo con otros pescaditos en una de las aventuras del muñeco. (N. del T.) <<
[5]
Es uno de los principales personajes de la novela de Alessandro Manzoni Los Novios. Encaprichado con una
campesina de sus tierras, Lucía, le hace la vida imposible. (N. del T.) <<
[6]
Pietro Tascal, llamado el Fornaretto («El Panaderillo»), joven panadero
veneciano injustamente acusado de asesinato y ahorcado en 1507. (N. del T.) <<
[7]
Juego intraducible, porque es el nombre de Cristóbal Colón (Cristóforo Colombo,
en italiano). Lo hemos traducido tradicionalmente en castellano. Emilio Colombo
(1884-1947) fue un periodista deportivo, que dirigió durante muchos años La Gazzetta dello Sport. (N. del T.)
<<
[8]
Es el rastro de Roma. (N. del T.)
<<
El que escribió esta mierda le pregunto que se fumo?
ResponderEliminarNo es broma me gusto
ResponderEliminarGracias por compartir tan maravilloso libro... siempre lo uso, muy agradecido...
ResponderEliminara mi ne gusta el libro es mi favorito con toda esa imaginación logro forjar mi personalidad y lograr mi sueño todo gracias al autor
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarestan todos los capitulos'
ResponderEliminarEs muy largo que fome
ResponderEliminarmira una pregunta rapida no encontre ellibro del espantapajaros
ResponderEliminarme parecen que son muy largos
ResponderEliminarsi alguien escribe un resumen le agradesco :)
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